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domingo, 31 de diciembre de 2023

¡FELIZ DOMINGO! FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA


 San Lucas 2, 22-40.

   “Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”.

    Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quién has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este está puesto en Israel para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”.

    Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.”

La familia de Dios

No olvides el mensaje que el cielo trajo a los pastores en la noche del nacimiento de Jesús: “Os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”.

No olvides tampoco la señal que les dio para que pudieran reconocer aquella alegría, aquel evangelio: “Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.

Y ahora, con los pastores, vamos nosotros también derechos a Belén, “a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor”.

Fuimos, fuimos todos corriendo, y allí nos encontramos con la familia de Dios: “Encontramos a María y a José y al niño acostado en el pesebre”.

Asombrosa familia es ésta, en la que el hijo lo es a su manera, lo es a su manera la madre, y a su manera lo es también aquel padre.

Pero esa familia a su manera, está llamada a ser el modelo de la familia a nuestra manera, de la familia de la fe, de toda familia humana.

En esa familia sagrada encontramos gracia, no privilegios.

Allí, en el niño, está el Hijo de Dios, por medio de quien para todos vinieron la gracia y la verdad. Allí, en la madre, reconocemos a la mujer sobremanera agraciada, a la bendita entre las mujeres, a la madre de la gracia. Allí, en José, veneramos al hombre escogido para ser el custodio de los tesoros de Dios.

Pero donde la fe reconoce a la Sagrada Familia, los ojos –los de Jesús, los de María, los de José, los nuestros- ven la pobreza y humildad del altísimo Hijo de Dios.

Allí no cabe arrogancia sino asombro y agradecimiento.

Allí el misterio es tan grande que para muchas cosas, nosotros, como la madre de Jesús, sólo les encontraremos asilo en el secreto del corazón.

El misterio es grande; sin embargo, lo que vemos es siempre pequeño, tan pequeño que podemos tomarlo en brazos como lo tomó el anciano Simeón. Lo que vemos es sólo un niño, un primogénito que ha de ser rescatado; pero la fe permite que en ese niño veamos “al Salvador” que nos viene de Dios, al que es gloria de su pueblo y “luz para alumbrar a las naciones”.

He dicho: “un niño”. Pero tú, que hoy celebras la eucaristía, no tomas en brazos a un niño, sino que recibes, como se recibe un pan, la vida entregada de Cristo Jesús. Y también en este sacramento, donde el Padre, por la acción del Espíritu Santo, te ofrece al que es tu Salvador, vuelves a encontrarlo en pobreza y humildad.

La fe dice: “La sagrada familia: Jesús, María y José”. Y los ojos ven a tres pobres, tres perseguidos, tres amenazados, tres fugados, tres emigrados, que son la familia de Dios.

Si la fe se hace carne en nosotros, si lo que creemos se hace vida, si abrazamos la pobreza y humildad del Altísimo Hijo de Dios, él será para nosotros la buena noticia de Dios, el será nuestra alegría, él será la paz que nos visita de lo alto.

Si la fe nos ilumina, nos veremos familia sagrada de Dios en la comunidad eclesial de la que somos parte.

Si la fe nos ilumina, veremos que los pobres, ese mundo de hombres, mujeres y niños que el poder llama “sin papeles”, “ilegales”, “irregulares”, “intrusos”, “asaltantes”, ellos son familia sagrada de Dios.

Feliz encuentro con Cristo Jesús en la eucaristía, en la comunidad y en los pobres.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

lunes, 25 de diciembre de 2023

¡FELIZ SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO!

 

San Juan  1,  1-18

“En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.  Él estaba en el principio junto a Dios.  Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.  

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.  En el mundo estaba;  el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.  Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.  Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,  ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.  

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.  Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.”    

 

Navidad para pobres

Veño traerche, Señor,

nun ramo as horas do día,

unha pobre eucaristía,

unha cantiga de amor,

e coma incenso unha flor;

e pídoche, Deus amigo,

abeirarme ó teu abrigo,

durmir no teu corazón,

e que o meu, en oración,

vele esta noite contigo.

 

Esa décima la escribí para el Diurnal en lengua gallega, como himno para la última hora del día. En archivo adjunto, encontraréis la bella melodía que para esta letra compuso A. Fernández León.

Es una oración de agradecimiento y de súplica con la que os deseo a todos una feliz Navidad.

La imagino, más que cantada, musitada por no despertar al Niño, oración apenas susurrada, casi sólo pensada, junto a aquel pesebre de Belén donde el amor de la Madre ha recostado al Hijo de Dios.

Esa oración sólo puede ser de pastores, de últimos, de pobres.

Una pobre eucaristía desde nuestra pobre fe, eso quieren ser las horas de nuestro día y los versos de nuestra canción.

Feliz Navidad a los pobres, pues ha aparecido la gracia de Dios, el que trae para ellos el reino de Dios, el que es para ellos la buena noticia de Dios.

Feliz Navidad a los ciegos, pues para ellos ha amanecido la luz de Dios.

Feliz Navidad a los oprimidos, porque ha nacido el que, con la justicia y la paz, nos trae la libertad.

Feliz Navidad a los leprosos, porque la pureza de Dios ha llegado a nuestros caminos.

Feliz Navidad a las ovejas dispersas y perdidas, porque ha nacido el pastor que las ha de buscar y curar y devolver al aprisco.

Feliz Navidad a los pecadores, porque nos llega el perdón de Dios.

Feliz Navidad para la fe y la esperanza, porque llega el que es cumplimiento de las promesas de Dios.

Feliz Navidad para los muertos, porque para ellos ha nacido la Vida.

Feliz Navidad para todos, pues para todos ha nacido Dios.

“Alegrémonos todos en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo. Hoy, desde el cielo, ha descendido la paz sobre nosotros”. “Nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”.

Si buscas la paz, si buscas al Señor, si buscas al Salvador, ésta es la señal: encontrarás “a un niño, envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. No encontrarás armas para la guerra ni poder para la opresión: sólo encontrarás la indefensión de un niño, la fragilidad de un niño, la pobreza de un niño, esa pura necesidad que es siempre un niño.

Sólo puedo desear que lo encontremos, lo abracemos, lo imitemos, lo sigamos.

Si no lo sabes aún, ese niño se llamará Jesús.

Feliz Navidad.

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 24 de diciembre de 2023

¡FELIZ DOMINGO! 4º DE ADVIENTO

  


San Lucas 1, 26-38.

    “A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.

    El ángel, entrando a su presencia, le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres.  Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquél.

    El ángel le dijo: No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.

    Y María dijo al ángel: ¿Cómo será eso, pues no conozco varón?

  El ángel le contestó: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.

     María contestó: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.”

 

Palabras de anunciación

 Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador”: Con este texto del profeta Isaías empieza la liturgia eucarística de este domingo. Lo leí, lo pronuncié delante del Señor como si fuese algo mío. Las palabras del profeta se me hicieron de inmediato súplica en los labios.

Mi oración era expresión dolorosa de necesidad y de fe, de pobreza y de esperanza. Nacía en la oscuridad interior, allí donde Dios es deseo y ausencia, allí donde la fe es siempre pregunta y la esperanza es siempre abandono, el único lugar donde el hombre es radicalmente libre y siente al mismo tiempo el vértigo de la libertad.

Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador”: ¡Qué extraña petición! Para el hombre al que la soledad se le hace compañera de camino yo estaba pidiendo “el rocío”, “la justicia”, “la salvación”.

El rocío” evoca sensaciones de alivio y refrigerio, y es signo de bendición divina y de abundancia.

La justicia” es una tierra de promisión siempre añorada, siempre deseada, siempre buscada, nunca alcanzada, siempre más allá de nuestro pobre horizonte. Al decir: “nubes, derramad la justicia”, en realidad estoy pidiendo la irrupción de la “fidelidad misericordiosa de Dios” en la aridez de mi desierto interior.

“¡La salvación!”: Nada que no sea Dios mismo podrá ser llamado «salvación». ¡Nada! Y yo estaba pidiendo a la tierra que me diese a Dios.

Entonces caí en la cuenta de que las palabras del profeta no eran palabras para una oración, sino un mandato divino; no eran expresión del deseo del hombre, sino revelación del designio de Dios; no era yo quien pedía a los cielos o a las nubes o a la tierra un don que no podían hacerme; era Dios quien anunciaba lo que se disponía a realizar a favor de su pueblo. Aquel texto profético no era una oración, ¡era una anunciación! Y eso me pareció que era también en su conjunto la liturgia de este domingo de adviento: Una anunciación al rey David: “Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía. Tu casa y tu reino durarán para siempre en mi presencia”. Una anunciación del misterio de Dios a los gentiles, misterio “dado a conocer para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe”. Una anunciación a una virgen, que se llamaba María, y estaba desposada con un hombre llamado José: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús”. Una anunciación a la comunidad reunida en asamblea de fe para la celebración dominical: “Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo; ábrase la tierra y brote al Salvador”.

Una anunciación interpela necesariamente la fe de quien la recibe: Dios no entra en una casa sin llamar a la puerta y pedir permiso. Una anunciación interpela siempre la libertad: Dios no entrará en nuestra casa si no le decimos, «adelante».

Hoy, Iglesia en adviento, ese «adelante» lo podrás decir con palabras de agradecimiento aprendidas en la escuela de los salmos: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades”.

Se lo puedes decir también con las palabras que aprendiste de la Virgen María: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”.

Tú dices: “hágase”, y el rocío de Dios refrigera el desierto del alma, la justicia alcanza la oscuridad de nuestra vida, la salvación nos envuelve como nos envuelve Dios mismo, “en quien vivimos, nos movemos y somos”. Hoy decimos: “hágase”, y abrimos la puerta a Cristo Jesús, el Justo, el Salvador. Hoy decimos, “hágase”, y decimos sí a la esperanza y al abandono, a la fe y a la pregunta, al abrazo y a la ausencia; hoy decimos sí a la navidad.

Hágase”: “¡Ven, Señor Jesús!”

 

Siempre en el corazón Cristo.

 + Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

domingo, 17 de diciembre de 2023

¡FELIZ DOMINGO! 3º DE ADVIENTO

 


 

 

 

 

 

 

 

                                                                                       San Juan 1, 6-8. 19-28.

    “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.

     Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: ¿Tú quién eres?

     El confesó sin reservas: Yo no soy el Mesías.

     Le preguntaron: Entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elías?

     El dijo: No lo soy.

     ¿Eres tú el Profeta?

     Respondió: No

     Y le dijeron: ¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?

      El contestó: Yo soy “la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor (como dijo el profeta Isaías).

      Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?

     Juan les respondió: Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.

      Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan Bautizando.”

 

Que nadie quede fuera de la alegría

 

Hoy, Virgen María, la Iglesia se hace con las palabras de tu cántico de alabanza, para decirlas contigo, para que tú las digas con ella, y cada uno de los hijos de la Iglesia, cada uno de tus hijos, las siente del todo suyas: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava”.

El día se ha llenado de mensajes de fiesta. La celebración se abre con imperativos que nos apremian: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres”. Y el apóstol nos lo vuelve a recordar: “Estad siempre alegres”.

Contigo, madre de Jesús y madre nuestra, compartimos palabras, alegría, fiesta, porque para todos es el que de ti va a nacer: “Desbordo de gozo con el Señor, me alegro con mi Dios, porque me ha vestido un traje de gala, y me ha envuelto en un manto de triunfo, cono novio que se pone la corona, como novia que se adorna con sus joyas”. Lo dices con verdad tú, que eres la madre del Señor; lo dice con verdad el cuerpo de Cristo que es la Iglesia; lo dice con verdad cada uno de los miembros de ese cuerpo, lo decimos a una voz, congregados en este domingo para hacer en la eucaristía la memoria del Señor.

Que nadie quede fuera de tu alegría, Virgen Madre de Jesús, pues para todos es el fruto bendito de tu fe, para todos es la gracia de tu Hijo, para todos es la salvación que por tu fe nos ha venido de Dios.

La misericordia de Dios contigo, nos alcanza a todos, nos alcanza siempre.

Somos contigo hambrientos a los que el Señor colma de bienes; somos contigo últimos en los que el Señor se ha fijado para levantarnos de la humillación; somos contigo pobres para los que nace Jesús como Evangelio de Dios.

Que nadie quede fuera de tu alegría, Iglesia cuerpo de Cristo, pues para todos es la gracia que tú has conocido, para todos el Espíritu que has recibido, para todos la misericordia con que el cielo te ha rodeado.

Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo”.

Estad siempre alegres”.

 

Siempre en el corazón Cristo.

 

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 10 de diciembre de 2023

¡FELIZ DOMINGO! 2º DE ADVIENTO

San Marcos 1, 1-8.

    “Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Está escrito en el Profeta Isaías: Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos.

    Juan bautizaba en el desierto: predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.

         Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y proclamaba: Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo.”

 

Sólo para soñadores

 

Las palabras del profeta buscan que en el corazón de quien escucha se abra camino la esperanza: “Consolad, consolad a mi pueblo… hablad al corazón de Jerusalén… Alza fuerte la voz, heraldo, álzala, no temas, di: «Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda. Mirad, viene con él su salario, y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a la madres»”.

Ese mensaje, matriz de una esperanza que tiene en Dios su fundamento, el profeta se lo grita a un pueblo que, agobiado por las penalidades, la había perdido, y con la esperanza había perdido también la ilusión por vivir y la fuerza para luchar.

Ese mensaje resuena hoy en nuestras asambleas eucarísticas, y lo escucha un pueblo que, si ha llegado a vivir sin esperanza, no es por penalidades sufridas, que nos hunden en un abismo de sombras, sino por necesidades cubiertas, que dan la sensación engañosa de cubrir también los anhelos de nuestro corazón.

Hemos de preguntarnos por nuestro mundo de esperanzas, por nuestros deseos, por los anhelos que se asoman a las palabras de nuestra oración.

Hoy oramos diciendo: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”. Y escuchamos al salmista mientras proclama lo que dice el Señor: “Dios anuncia la paz… la salvación está ya cerca… la misericordia y la fidelidad se encuentran… el Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto”.

Eso fue lo que proclamó el salmista, y esto es lo que escuchó tu fe: La paz de Dios se llama Jesús; la salvación que se acerca, se llama Jesús; la misericordia y la fidelidad que se encuentran, se llaman Jesús; la lluvia que el cielo nos da, se llama Jesús; el fruto de nuestra tierra se llama Jesús.

Si sueño con la paz, sueño con Jesús; si busco salvación, busco a Jesús; si tengo necesidad de misericordia y fidelidad, tengo necesidad de Jesús.

Todo lo que espero se llama Jesús. La navidad se llama Jesús.

Pero en esta hora del mundo, la salvación, la misericordia y la fidelidad, la justicia y la paz, se ofrecen a un pueblo satisfecho, distraído, aburrido, que parece inmunizado para la esperanza, vacunado contra el evangelio de nuestro Señor Jesucristo, un pueblo para el que Cristo Jesús representa sólo un mito desechable, un pueblo incapacitado para vivir la navidad.

Donde no hay deseo de un mundo nuevo, nada significará el nombre de Jesús.

De ahí que sólo a los soñadores, hombres y mujeres de fe despierta, se les dice: “Ponte en pie, sube a la altura, contempla el gozo que Dios te envía”. Pues sólo ellos se levantarán, resucitarán, se pondrán en camino para subir a la altura, para ir al encuentro de Cristo Jesús, y experimentar, comulgando con él, el gozo que Dios les envía: la misericordia y la salvación, la justicia y la paz que les vienen de Dios.

A los soñadores se les pide: “Preparadle un camino al Señor… allanad una calzada para nuestro Dios”, de modo que también los satisfechos, los distraídos, los aburridos, puedan conocer la salvación que para todos va a nacer.

A los soñadores se les pide que trabajen para hacer imposible un futuro sin esperanza, un futuro sin Cristo Jesús, sin navidad, sin evangelio para los pobres. Ellos irán delante del Señor a prepararle el camino.

El adviento es tarea para soñadores. Sólo para soñadores.

 

Siempre en el corazón Cristo.

 

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 3 de diciembre de 2023

¡FELIZ DOMINGO! 1º DE ADVIENTO


San Marcos 13, 33-37.

    “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados una tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuando vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡velad!”

 

La verdad de un «ojalá»

 

“El profeta habla a Dios, y lo hace en nombre de su pueblo.

Primero confiesa lo que Dios es para su pueblo: “Tú, Señor, eres nuestro padre; tu nombre de siempre es «Nuestro redentor»”.

Luego añade una súplica, que nace de la situación de necesidad en que el pueblo de Dios se encuentra: “Vuélvete por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”

Con la interjección: ¡ojalá! expresamos el vivo deseo de que una cosa suceda.

La pregunta que se nos ha hecho ineludible es relativa a la verdad –a la autenticidad- de ese «ojalá», en la vida de cada uno de nosotros.

La autenticidad de nuestro Adviento depende de la verdad de ese «ojalá».

Me pregunto si echamos en falta a Dios, y temo que incluso nos moleste lo que aún nos queda de él. No creo que echemos en falta a ese padre. Tampoco creo que lo añoremos como nuestro redentor.

Y si tal fuese la realidad de nuestro mundo de intereses, entonces el primer trabajo de nuestro Adviento, de nuestro camino hacia la Navidad, sería el de hacer surgir en nosotros la verdad de un «ojalá».

Nos hemos inventado un cristianismo de hombres y mujeres que acuden a la Iglesia a pedir lo que necesitan para salvarse, un cristianismo de religiosidad individual sin sentido de pertenencia a una comunidad de salvación, sin sentido de pertenencia al cuerpo de Cristo. Lo normal será que no veamos en el nacimiento de Cristo Jesús el comienzo de nuestra salvación, el comienzo de la Iglesia, el comienzo del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, nuestro propio comienzo como hijos de Dios en el Hijo de Dios. Y si no nos vemos a nosotros mismos en el misterio de la Navidad, no veo qué motivo podemos tener para alegrarnos celebrando ese misterio, no veo qué motivo podemos tener para pronunciar nuestro “ojalá”.

Un Salvador, el Mesías, el Señor, eran nombres que sólo para los pobres podían tener un significado de esperanza. Pero el nuestro es un mundo en el que la mayoría de nosotros, sin dejar de ser pobres, nos sentimos como si no lo fuésemos, y también ese sentimiento de autosuficiencia vuelve a hacer difícil, por no decir imposible, la verdad de un “ojalá”.

El hecho es que necesitamos decirlo: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” Necesitamos aprender a desear con los pobres lo que hemos olvidado como ricos.

 “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”: Lo diremos desde la pobreza de nuestras vidas, desde la insignificancia de nuestra fe, desde nuestra ignorancia del evangelio como forma de vida, desde nuestra incongruencia con el evangelio, desde el escándalo que damos a quienes no conocen a Jesús y tienen necesidad de él, hombres y mujeres que lo amarían si nosotros no los hubiésemos escandalizado.

“¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”: Lo gritaremos desde las arenas del desierto, desde el fondo del mar, desde los caminos de los emigrantes pobres, desde los campos de concentración, desde la angustia de hombres, mujeres y niños condenados por nosotros a sufrimientos atroces, cuando no a una muerte cruel, despiadada, pensada para hacer sufrir antes de hacer morir.

“¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!”: Ven hoy a nosotros en tu palabra, ven en tu eucaristía, ven con tu Espíritu. En ese solo imperativo –“ven”- alienta nuestro deseo encontrarnos contigo. En ese imperativo guardamos la verdad de nuestro «ojalá»: “¡Ven, Señor Jesús!”

 

Siempre en el corazón Cristo.

 

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger