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domingo, 30 de junio de 2013

DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO




SALMO 15

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti;
yo digo al Señor: "Tú eres mi bien."
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa
 mi suerte está en tu mano.

 Bendeciré al Señor que me aconseja,
 hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena:
porque no me entregarás a la muerte,
 ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a su derecha.


El Señor, mi bien:

El hermano Francisco de Asís había llegado al final de su proceso de conversión. El Señor lo había visitado en el monte Alverna, y en su cuerpo quedaron llagas evidencia de una crucifixión.  Entonces, de su puño y letra, Francisco escribió un cántico al amor de caridad que lo había crucificado: “Tú eres el santo Señor Dios único, el que haces maravillas… tú eres el bien, el todo bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero…”. Francisco, crucificado, ya puede decir con verdad: “Mi Dios, mi todo”.
Teresa de Jesús dijo lo mismo con una rima para grabar en el alma: “… Quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta”.
Es ésta la plenitud que nosotros aprendemos mientras oramos con las palabras del salmista: “Yo digo al Señor: «Tú eres mi bien». El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano”.
Este salmo bien pudiera ser la oración de un levita en el día de su dedicación, o la de un sacerdote en el día de su consagración. Para ellos, que no heredarán en la tierra prometida, “el Señor será su heredad”, su único bien, todo su bien.
El salmista anticipa en la vieja alianza, como figura profética, la relación de Cristo Jesús con el Padre del cielo. Francisco y Teresa imitan en la alianza nueva lo que en Cristo Jesús han visto cumplido. Sólo en Jesús de Nazaret el hombre llega a decir a Dios con toda verdad: “No tengo bien fuera de ti”.
Esta experiencia de Dios como plenitud del hombre es la que hace posible en el creyente –en el salmista, en Jesús, en los discípulos de Jesús- la disponibilidad necesaria para ponerse en camino, asumir la propia misión, aceptar en libertad la llamada de Dios.
Si Dios es mi todo, lo demás resultará espiritualmente indiferente. Si Dios es mi todo, y el amor de Dios se me ha hecho fuente de libertad, lo podré aceptar todo con tal de hacer en mi vida la voluntad de Dios.
Queridos: Sólo en el Altísimo Hijo de Dios, hecho hombre por nosotros, Dios lo es todo para el hombre y el hombre se adhiere en todo a la voluntad de Dios. Nosotros, pecadores, somos por gracia hambrientos de plenitud y de fidelidad, sedientos de amor y de libertad. Propio de pecadores que buscan a Dos es la súplica humilde, porque la caridad divina lleve a término en nosotros lo que ella misma comenzó. Desde lo hondo del corazón, suba hoy hasta el cielo, con palabras del hermano Francisco, la oración de nuestra pobreza: “Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos por ti mismo a nosotros, míseros, hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te agrada, a fin de que, interiormente purificados, iluminados interiormente y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y llegar, por sola tu gracia, a ti, Altísimo, que en perfecta Trinidad y en simple Unidad vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos”.
Sólo el Hijo amado de Dios recorre con fidelidad el camino que lleva al Padre. Nosotros deseamos seguir sus huellas, seguirlas de cerca, tan de cerca que, en realidad, lo que deseamos es llegar a la plena comunión con él, a ser uno con él.
El cielo se asombrará, hermano mío, hermana mía, cuando en él resuenen hoy las palabras de tu salmo: “Yo digo al Señor: «Tú eres mi bien»”. En una sola voz, el Padre oirá la del Hijo y la de la Iglesia, la de Cristo Jesús y la tuya.
Feliz domingo, Iglesia amada del Señor.


Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo de Tánger

domingo, 16 de junio de 2013

DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO



 SAN LUCAS 7, 36-8, 3

"En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo:
- Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora. 
 Jesús tomó la palabra y le dijo: 
-Simón, tengo algo que decirte. 
Él respondió: 
-Dímelo, maestro. 
Jesús le dijo: 
-Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más? 
 Simón contestó: 
-Supongo que aquel a quien le perdonó más.
Jesús le dijo: 
-Has juzgado rectamente. Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: 
-¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama. 
Y a ella le dijo: 
-Tus pecados están perdonados. Los demás convidados empezaron a decir entre sí: 
-¿Quién es éste, que hasta perdona pecados? 
 Pero Jesús dijo a la mujer: 
-Tu fe te ha salvado, vete en paz. 
 Después de esto iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes."


MUJER Y PECADORA:

Aquella mujer, la pecadora, podría decir hoy con la Iglesia las palabras del salmo: “Escúchame, Señor, que te llamo. Tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación”. Y nosotros, con aquella pecadora, podríamos haber entrado en la sala del banquete del fariseo Simón para derrochar lágrimas y perfume a los pies de nuestro Salvador Cristo Jesús. 
Hoy, para la mujer y para la Iglesia, nuestro Dios tiene nombre de perdón, pues ella y nosotros –también el rey David que despreció la palabra del Señor-, reconocemos haber pecado, confesamos nuestra culpa, y confesamos que Dios, por su inmensa compasión, nos ha visitado con su misericordia. 
A la mujer y a nosotros, el perdón se nos ha concedido en Cristo Jesús. Por eso acudimos a él, nos colocamos detrás de él, junto a sus pies, y dejamos que el corazón derroche con él lágrimas y perfume, amor y agradecimiento, y que todo el ser, cuerpo y alma, exprese lo que todo el ser ha experimentado, la gracia que todo el ser ha recibido. 
La pecadora perdonada, lo mismo que la Iglesia que recibe a Jesús en la propia intimidad, le ofrece hospitalidad humana, gozosa, respetuosa, generosa y agradecida, expresiones de ternura que sólo de la fe pueden nacer, pues sólo ella sabe y confiesa que, si de ese modo recibe a Jesús, es porque ha sido antes recibida por Jesús con delicadeza y generosidad propias de la hospitalidad divina. 
No temas, Iglesia amada del Señor, no temas ocupar tu lugar, no renuncies a la verdad de tu vida: mujer y pecadora. 
Lo eres. Lo sabe la gente en la ciudad, lo sabe el fariseo que rogaba a Jesús para que fuese a comer con él, lo sabe Jesús, y lo sabes tú también. 
 Lo que nadie sabe, si no es tu Señor y tú misma, es lo que llevas en el corazón, lo que has vivido en tu intimidad, nadie conoce tu secreto, lo que da razón de tus lágrimas, de tus cabellos sueltos y de esa unción con la que perfumas los pies de Jesús, lo que da razón de tu domingo, de tu eucaristía y de tu fiesta. Sólo tú sabes lo que has recibido de Cristo Jesús, sólo tú sabes por qué amas tanto a Cristo Jesús. 
Hoy, en la celebración eucarística, volverás a oír palabras que recuerdan la gracia que viene a ti desde Dios: “Tomad y comed, porque esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros… Esta copa es la nueva alianza en mi Sangre: Tomad y bebed”. Tú sabes que el perdón por ti recibido tiene que ver con ese Cuerpo por ti entregado, con esa Sangre derramada para una alianza contigo. Tú no recibes sólo el perdón: recibes también al que te perdona, y a él ofreces el humilde obsequio de tu hospitalidad. 
Deja que el fariseo murmure y se escandalice. A ti, mujer y pecadora, se te ha concedido el perdón, el amor y la fiesta, un derroche de gozo, de lágrimas y de perfume. 
¡Feliz domingo!
Siempre en el coraz
ón Cristo. 

+ Fr. Santiago Agrelo 
Arzobispo de Tánger

domingo, 9 de junio de 2013

DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO



SAN LUCAS 7, 11-17 

"En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. 
Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: 
"No llores." 
Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: 
"¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!"
 El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: "Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo." La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera."

“LEVÁNTATE": RESUCITADOS CON CRISTO

“Te ensalzaré, Señor, porque me has librado”. Desde que el poeta lo escribió, hasta la comunidad que hoy lo hace suyo, han sido innumerables las voces que han entonado este salmo, y, detrás de cada voz, ha habido una gracia, una fe, un sentimiento que le dio a las palabras su sentido. 
No pretendas escrutar el misterio que se revela a la viuda cuando el profeta le dice: “Tu hijo está vivo”: no podrías entrar en él. Y no podrás tampoco desvelar el sentido que, para aquellos creyentes, tiene su canto de alabanza, aun cuando el profeta, la viuda y el niño pronuncien al unísono un único salmo: a las mismas palabras dará un sentido único la experiencia de fe que cada uno haya vivido. 
Deja ahora ese único salmo en los labios de la viuda de Naín, en los de su hijo devuelto a la vida, en los del gentío que, sobrecogido, glorifica a Dios que, en Jesús de Nazaret, ha visitado a su pueblo. Imagina la ternura que, con un “no llores” desciende sobre las lágrimas de una madre viuda cuyo único hijo llevan a enterrar; imagina la autoridad del mandato de Jesús, “levántate”, autoridad tan divina que hasta los muertos se someten a ella; imagina lo que pasa por el corazón de la madre cuando, de Jesús, recibe vivo al hijo a quien lloraba muerto. Únete a su canto de alabanza –“te ensalzaré, Señor, porque me has librado”-, y llena esas palabras con el sentido que les daría tu propio corazón. Únete a su canto, pues es grande la gracia que los ha visitado; pero no dejes de invitarlos a que se unan al tuyo, pues aquella gracia suya era sólo figura lejana, anuncio profético de la que tú has recibido. 
Hoy la fe hace tuyos la gracia y el canto. A la luz de la fe confiesas que eres tú quien en el bautismo bajaste con Cristo a la muerte y subiste a la vida con él; eres tú quien, en Cristo, has recorrido los caminos que llevan del llanto al consuelo, de la tristeza a la danza, del luto a la fiesta, de la esclavitud a la libertad; eres tú quien, comulgando con Cristo, comulgas hoy con la libertad, la fiesta, el consuelo, la vida. Y a la luz de la fe entonas tu salmo: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado”. Desde tu corazón, desde tu fe, desde la experiencia de tu Pascua con Cristo, las palabras de tu canto subirán envueltas en el misterio de vida, consuelo, fiesta y libertad que es Dios para ti. Feliz encuentro con Cristo. Feliz Pascua con Cristo. Feliz domingo. 

 Siempre en el corazón Cristo.

 + Fr. Santiago Agrelo 
Arzobispo de Tánger

domingo, 2 de junio de 2013

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI



SAN LUCAS 9, 11b-17

"En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios, y curó a los que lo necesitaban. Caía la tarde y los Doce se le acercaron a decirle: 
- Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida; porque aquí estamos en descampado. 
Él les contestó: 
- Dadles vosotros de comer. 
Ellos replicaron: 
- No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío. Porque eran unos cinco mil hombres. 
Jesús dijo a sus discípulos: 
- Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta. 
Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos."

SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO 

“Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, quien, con estos alimentos sagrados, ofrece el remedio de la inmortalidad y la prenda de la resurrección”. La liturgia del día remite a un sacramento que en mesa humilde ofrece al creyente manjares celestes. 

El banquete eucarístico: 
¿Por qué hablamos de un banquete si en la eucaristía sólo vemos un poco de pan y una copa de vino? Hablamos de banquete, porque hablamos de Cristo, y Cristo es todo lo que Dios puede dar al hombre, y todo lo que nosotros pudiéramos desear si fuésemos capaces de desear según la generosidad de Dios. En este sacramento, “Cristo es nuestra comida”, el Hijo de Dios es nuestro alimento, el cielo está dispuesto sobre el mantel de nuestra mesa. 
La revelación y la experiencia mística fueron dando nombre a los bienes que se nos ofrecen en esta mesa de Dios para su pueblo. Aquí “el hombre recibe pan de ángeles”, a los hijos de Dios se les da “un pan delicioso bajado del cielo, que colma de bienes a los hambrientos, y deja vacíos a los ricos”. Aquí el hombre recibe un alimento que es medicina de inmortalidad, prenda de la gloria futura: “El que coma de este pan, vivirá para siempre”. 
Entonces, ¿por qué hablamos de pan y vino, si estamos hablando del cielo? Hablamos de pan y vino porque el Señor a quien recibimos, el que es para su pueblo resurrección y vida, la luz que nos ilumina y la gloria que esperamos, de un pan y una copa de vino quiso hacer, con una bendición agradecida, memoria verdadera de sí mismo, imagen real de su cuerpo entregado, de su sangre derramada. 
Ésta es, Iglesia peregrina, la mesa de la divina caridad que te alimenta. En ella se te ofrece Cristo Jesús, el cual viene del amor que es Dios, es don del amor que Dios te tiene, es medida del amor con que Dios te ama. Tú, que lo recibes por la fe y la comunión, aprendiste a llamarle mi salvador, mi redentor, mi Señor, mi Dios, pues tu corazón sabe que todo eso quiso ser para ti el que te entregó su vida, como se entrega un pan que se come, como se entrega una copa de vino que se comparte. 
“¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra al memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura!” 

 Un sacramento que es memoria del Señor: 
 La Iglesia celebra la eucaristía según “una tradición que procede del Señor” y que sabemos inseparablemente unida a “la noche” en que lo “iban a entregar”. Aquella noche Jesús instituyó la memoria de su vida. No hizo un milagro para sorprendernos, ni nos dejó una herencia para enriquecernos. La memoria instituida fue sólo un pan repartido con acción de gracias, y una copa de vino compartida del mismo modo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros… Esta copa es la nueva alianza en mi sangre”. 
 Éste es el sacramento que se nos ha dado para que hagamos memoria de Jesús y proclamemos su muerte hasta que vuelva: “Haced esto en memoria mía”.  
Ésta es la memoria de un amor extremo, que llevó al Hijo de Dios a hacerse para ti pan de vida y bebida de salvación: memoria de obediencia filial y súplica confiada; memoria de la santidad divina arrodillada a tus pies para lavarte; memoria del Señor hecho siervo de todos; memoria de una pobreza abrazada para enriquecerte con ella; memoria de una locura, que hizo de la tierra a Dios para hacerte a ti del cielo. 
Ésta es la memoria de una encarnación, de un anonadamiento, de un descenso de Dios al abismo de nuestra morada, memoria de Dios hecho prójimo del hombre, buen samaritano de hombres malheridos y abandonados, buen pastor que da la vida por sus ovejas. 
 Ésta es la memoria de un nacimiento en humildad y pobreza, memoria de un hijo envuelto en pañales y acostado en un pesebre; ésta e la memoria de la salvación que se ha hecho cercana a los fieles, de la gloria que habita nuestra tierra, de un abrazo entre la misericordia y la fidelidad; ésta es la memoria de un beso entre la justicia y la paz. 
Ésta es la memoria de la vida del Hijo de Dios hecho hombre, memoria de su palabra, de su mirada, de su poder, de su ternura, de sus comidas, de sus alegrías, de sus lágrimas. Ésta es la memoria de su muerte y de su resurrección, de su servicio y de su ofrenda. Ésta es la memoria del cielo que esperamos. Ésta es la memoria del Señor. 

Comieron todos y se saciaron: 
Así dice el evangelio que se proclama este día en tu celebración eucarística: “Comieron todos y se saciaron”. Habrá muchos que se queden distraídos en lo que aquel hecho pudo tener de asombroso, de increíble, de imposible. Tú sabes, por experiencia de fe, lo que tuvo de anticipación de la eucaristía que celebras. Los panes que aquellos cinco mil comieron, eran apenas sombra del pan eucarístico que alimenta a los innumerables hijos de Dos. 
No hace falta, Iglesia amada del Señor, que nadie te lo explique, porque tú misma lo ves: En tu celebración nos alimentamos de Cristo, pan único y partido, con el que alimenta a su pueblo el Padre del cielo. Comemos todos por la fe. Y nos saciamos, porque es a Cristo a quien recibimos, y él es para nosotros el cielo que esperamos. 
 “Comieron… se saciaron… y cogieron las sobras”. Si la eucaristía es un pan para todos, necesariamente ha de sobrar, pues de ese único pan, del que comen los que creen, han de poder comer quienes todavía no lo han conocido. Lo más sorprendente en el relato de la multiplicación de los panes, no es que muchos hubiesen comido con poco, sino que hubiese sobrado para que comiesen todos los que no participaron de la comida. 
Algunos piensan que los creyentes vamos por el mundo con la idea triste de ganar prosélitos. Un día sabrán que sólo vamos ofreciendo pan, un pan del cielo, que contiene en sí todo deleite. 

 Un misterio de plenitud y gratuidad: 
Dicho sencillamente: Todo se nos da con Cristo, todo se nos da por gracia. Y no habría más que añadir. Se nos pide que recibamos lo que por gracia se nos ofrece. 
Al comenzar la existencia, cada uno de nosotros ha vivido en el seno de la propia madre un entrañable misterio de plenitud y de gratuidad. Allí recibimos todo lo que necesitábamos para ser en cada momento, para abrirnos al futuro, para desarrollar nuestras posibilidades. Allí, si no hemos sido muy desafortunados, todo se nos ha dado con amor y todo ha sido para nosotros puro regalo. 
Algo parecido vive el creyente que celebra la eucaristía: Todo lo recibe, todo se le regala. Ahora bien, por la fe, conocemos el don que se nos hace; por eso no sólo recibimos, también agradecemos, contemplamos, saboreamos, imitamos y amamos: 
¡Aprendemos a dar, como Cristo Jesús, el pan de nuestra vida! ¡Todo por nada!
 Feliz domingo. 

 Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo 
Arzobispo de Tánger