SAN JUAN 3, 13-17
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
--Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó
del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en
el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que
todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen el
él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo
para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
REFLEXIÓN PASTORAL
Celebramos
en este domingo la Exaltación de la Santa Cruz. Un motivo de gratitud, pues por
ella nos vino la salvación; pero también un motivo de profunda reflexión.
El
signo de la cruz preside muchos espacios de nuestra geografía (en las montañas, en los
valles, en los caminos…), de nuestra vida y de nuestra muerte. Pero es también
verdad que, con frecuencia, nuestra vida es una huida vergonzante de la cruz.
¡Tan contradictorios somos!
Nos
hemos modelado un Cristo estético, solemne, dominando desde la cruz, convertida
en adorno, los pasos inseguros de un mundo desatinado. La hemos dorado tanto
que la hemos hecho irreconocible como cruz de Cristo; la hemos
“descristificado”.
La
Palabra de Dios nos desvela su sentido profundo. Por ella fuimos rescatados de
nuestros pecados; en ella se hizo manifiesta la densidad del amor de Dios (Jn
3,16); por ella fuimos introducidos en una vida de esperanza…
Pero
la Cruz no es solo historia pasada: es exigencia para cada uno de nosotros.
Forma parte de la propuesta de Jesús (Mc 8,34). Pero, ¿qué cruz?
Quizá
hayamos confundido un poco las cosas. A cualquier contratiempo llamamos “cruz”.
¡No! Afrontar con entereza la adversidad y el dolor no es exclusivo del
cristiano, aunque el cristiano sepa situar eso también junto a la cruz de
Cristo y de él reciba fuerza e inspiración. Eso debe hacerlo todo hombre.
Cuando
Jesús invita a tomar la cruz, invita a seguirlo, a situarse en un estilo de
vida, que por entrar en conflicto con los modos de vivir del mundo, ocasionará conflictos y tensiones.
Llevar
la cruz no es resignarse, ni Jesús murió en la cruz por resignarse, sino por
rebelarse. La cruz de Cristo habla más de insurrección que de resignación, de
insumisión que de sumisión.
La
cruz de Cristo fue la consecuencia de su vida al servicio de la verdad, de su
camino profético y bienhechor, de su opción radical por Dios y por el hombre.
Jesús todo eso lo previó y lo asumió. Y abrazó la cruz con dolor y temor -“Si
es posible…” (Mt 26,39)-, y con amor, para redimirla y para redimirnos. Y,
desde entonces, ya no es signo solo del pecado del hombre, sino, y sobre
todo, del amor de Dios. Desde entonces
es, también, la señal del cristiano.
San
Pablo advertirá con lágrimas en los ojos que “hay muchos que viven como
enemigos de la cruz de Cristo” (Flp 3,18), y lo hacía refiriéndose a cristianos.
Su
predicación “es necedad para los que se pierden, mas para los que salvan,
para nosotros, es fuerza de Dios” (1 Cor 1,18ss). En la cruz, Cristo se
convierte en punto luminoso, centro de atracción y de esperanza (Jn 12,32).
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Cómo integro
el mensaje de la Cruz en mi vida?
.- ¿Tengo una
visión “resignada” o “liberadora” de la
Cruz?
.- ¿Comulgo con
los “crucificados” de la vida?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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