"En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato
gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de
Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de
Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el
desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de
conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los
oráculos del Profeta Isaías: “Una voz grita en el desierto: preparad el camino
del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y
colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la
salvación de Dios."
*** *** ***
La historia de la salvación no es una
abstracción: se ubica en la historia de los hombres: tiene nombres, geografía y
cronología… La irrupción de Jesús se vio precedida por la actividad de Juan el Bautista: la voz
que gritaba en el desierto un mensaje renovador y de esperanza, ofreciendo como
signo un bautismo de conversión.
REFLEXIÓN
PASTORAL
Comenzábamos
el pasado domingo la andadura por el ciclo litúrgico del Adviento con el deseo
de adentrarnos en el camino de Cristo, de convertirnos a ese horizonte de
esperanza que es la venida del Señor. Venida que san Pablo hoy designa como “el Día de Cristo Jesús” (2ª lectura); lo
que, implícitamente, supone afirmar que, en tanto llegue ese día, estamos
viviendo “días de otro”, de otros señores, de otros poderes, de otros
valores..., y eso puede desorientar nuestra fe y desfondar nuestra esperanza.
¿Cómo
vivir estos tiempos, en verdad recios? Ante todo no permitiendo que las
contradicciones de la vida nos sumerjan en el escepticismo, ni que las utopías
humanas aminoren o ahoguen en nosotros el deseo por el Señor y su venida.
Hoy,
la liturgia quiere fortificar nuestra esperanza con una verdad fundamental: la
llegada del “Día de Cristo”, que supondrá un juicio -no una revancha, sino el
triunfo de la verdad-, clarificando definitivamente las diversas situaciones de
la historia humana, poniendo a cada uno en su sitio e invirtiendo,
consecuentemente, bastante ordenes y escalafones (cf. Sab 5).
Y es
importante mantener viva esta referencia a la verdad última, para que no nos
obnubilen y ofusquen las medias verdades o las grandes mentiras.
“En el cristianismo hay muchas paradojas. Y una de ellas es esta: cuanto más peso damos en nuestro corazón a la otra vida, más capaces nos hacemos de liberar y transformar esta a favor del hombre. Porque así son los planes de Dios. Cuando la vida eterna desaparece de nuestra mente, las cosas de este mundo se agrandan ante nosotros y acaban dominándonos, nos deshumanizan, nos dividen, acaban con la paz del mundo y la alegría de los corazones” (Sebastián Aguilar).
“En el cristianismo hay muchas paradojas. Y una de ellas es esta: cuanto más peso damos en nuestro corazón a la otra vida, más capaces nos hacemos de liberar y transformar esta a favor del hombre. Porque así son los planes de Dios. Cuando la vida eterna desaparece de nuestra mente, las cosas de este mundo se agrandan ante nosotros y acaban dominándonos, nos deshumanizan, nos dividen, acaban con la paz del mundo y la alegría de los corazones” (Sebastián Aguilar).
La
palabra de Dios (1ª) nos invita a despojarnos de vestidos de luto y aflicción
(las obras del pecado) y a revestirnos de galas perpetuas (las obras del amor);
a ponernos en pie, a ascender y mirar al Oriente, lugar de donde viene la Luz.
Dios diseñará un horizonte nuevo y un camino nuevo con su justicia y su
misericordia.
Pero la
liturgia de hoy no solo nos muestra el objeto final de nuestra esperanza, nos
descubre también el modo de vivir en la espera: “Preparad el camino del Señor”.
Acondicionando primero el propio camino: valles de desesperanza y
vacío, que hay que rellenar; montes y colinas de presunción y orgullo,
que hay que abajar; caminos sinuosos y llenos de ambiguedades y
contradicciones que hay que clarificar y rectificar...
Hacer habitables y transitables los espacios de nuestra vida persona y comunitaria, abriendo oasis de autenticidad, solidaridad y esperanza, desde una profunda conversión al Señor y a los hermanos.
Hacer habitables y transitables los espacios de nuestra vida persona y comunitaria, abriendo oasis de autenticidad, solidaridad y esperanza, desde una profunda conversión al Señor y a los hermanos.
La esperanza
cristiana no es quedarse boquiabiertos mirando al cielo, ni de brazos cruzados
mirando al suelo. Nuestra esperanza debe implicarnos y complicarnos en la
realización de lo que esperamos.
Hacer
camino, he ahí el modo cristiano de esperar. Pero, ¿cómo? Es san Pablo quien
nos dice: “que vuestra comunidad de amor
siga creciendo más y más en penetración y sensibilidad para discernir los
valores”. El amor es el mejor constructor de caminos a la esperanza, además
de ser el mejor camino. Pero no un amor platónico ni diplomático, sino un amor
operativo, “como yo os he amado” (Jn
13,34). Un amor crítico, que discierne situaciones personales y estructurales,
un amor que urge rectificaciones donde sean necesarias. No, por tanto,
condescendencia indolente, sino urgencia para el bien.
Esto, entre
otras cosas, significa esperar “el día de Cristo” y trabajar porque su Reino
llegue a nosotros. Que el Señor nos ayude a comprenderlo y a vivirlo.
Reflexión Personal
.- ¿Cómo preparo y me preparo para "el Día de Cristo"?
.- ¿Por qué caminos discurre mi vida?
.- ¿Qué discernimiento hago de los valores de la vida?
.- ¿Cómo preparo y me preparo para "el Día de Cristo"?
.- ¿Por qué caminos discurre mi vida?
.- ¿Qué discernimiento hago de los valores de la vida?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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