En aquella ocasión se presentaron algunos a
contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los
sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: ¿Pensáis que esos galileos eran
más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si
no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron
aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás
habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis
de la misma manera.
Y les dijo esta parábola: Uno tenía una
higuera plantada en su viña, y fue a buscar frutos en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador: Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en
esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en
balde? Pero el viñador contestó: Señor, déjala todavía este año; yo cavaré
alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, al año que viene la
cortarás.
*** *** *** ***
El tema central del fragmento evangélico es
la llamada a la conversión. En dos momentos, la lectura de dos acontecimientos
luctuosos y la propuesta de la parábola de la higuera infecunda, Jesús destaca
la urgencia de la conversión. Dios no estaba detrás de la mano homicida de
Pilato ni removiendo las bases de la torre de Siloé. Está en ese viñador que,
inaccesible al desaliento, se esfuerza por dar oportunidades a la higuera,
cavando alrededor y estercolándola, esperando que de fruto. Y ese viñador es
Jesucristo.
REFLEXIÓN
PASTORAL
Entre los judíos estaba muy extendida la
creencia de que las desgracias personales, las catástrofes o las enfermedades
eran castigos de Dios por pecados cometidos. Jesús aprovecha la noticia de dos
desgraciados acontecimientos recientes para hacer ver a sus contemporáneos que
tales desgracias son totalmente ajenas a la voluntad de Dios, y explicables por
otras razones: la intolerancia política de Pilato o el derrumbamiento casual de
la torre de Siloé.
Empequeñecemos a Dios proyectando
sobre Él nuestros limitados modos de pensar y existir. Arrojamos balones fuera,
cuando responsabilizamos o atribuimos a Dios lo que deberíamos asumir e
interpretar desde nuestras responsabilidades o limitaciones. Y, además,
actuamos injustamente, al convertirnos en jueces inmisericordes del dolor
ajeno, interpretando las desgracias como castigos divinos.
Dios no hace sufrir, aunque esté
presente en el sufrimiento. Él no es causante del sufrimiento,
sino confidente del que sufre. Más bien Él es vulnerable, sensible al dolor del
hombre. “He visto la opresión de mi
pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores me he fijado en sus
sufrimientos. Voy a bajar a librarlos” (1ª lectura). Así se presenta Dios;
que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (cf. Ezq 18,
23). Eso es lo que quiere Dios: que el hombre viva.
Jesús
vino para eso: para que tuviéramos vida “y
una vida abundante” (Jn 10,10), de calidad.
Y para eso es necesaria la conversión.
El tiempo litúrgico de la Cuaresma
quiere ser una memoria viva y permanente de esa necesidad. Que no es reductible
a una serie de prácticas superficiales y aisladas, sino a una decisión
fundamental y preferencial por Él. Y todos necesitamos encontrar y entrar en
ese camino, en esa dinámica, pues “si no
os convertís, todos igualmente pereceréis” (Evangelio). Por tanto, concluye
S. Pablo: “el que se cree seguro,
¡cuidado! No caiga” (2ª lectura).
Y no se trata de atemorizar, sino de
una llamada para que despertemos a este maravilloso tiempo de gracia, de amor,
de perdón y reconciliación que Dios nos otorga. Esto es lo que quiere decirnos
la parábola de la higuera infecunda: Dios es inaccesible al desaliento, siempre
mantiene una expectativa; es un pertinaz creyente en el hombre, al que ama
apasionadamente.
Frente a nuestra impaciencias -nos
gustaría arrancar, cortar …, en el fondo desesperando de la regeneración propia
y ajena-, la estrategia de Dios, el viñador, es abonar, cuidar y esperar un año
más, no para crear falsas esperanzas sino para que de una vez nos decidamos a
dar fruto. “No es que el Señor se
retrase, como algunos creen, en cumplir su promesa; lo que ocurre es que tiene
paciencia con vosotros, porque no quiere que se pierda alguno, sino que todos
se conviertan. Pero el día del Señor llegará” (2 Pe 3,9-10).
Dios es un Dios dador de oportunidades. La
historia humana, nos dice la Biblia, se abrió con una gran oportunidad de Dios
al hombre para que se realizara en plenitud: el paraíso. Y el hombre la perdió
(Gen 2,4b-3,24). Pero no fue esa la única ni la última. Dios siguió empeñado en
dar nuevas oportunidades. El arca de Noé, la alianza mosaica, la tierra
prometida, la palabra profética…, fueron otras tantas oportunidades. “¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, que no
se lo haya hecho yo?” (Is 5,4). Pero el rechazo contumaz del hombre no
bloqueó la iniciativa divina
Llegada
la plenitud de los tiempos llegó la oportunidad definitiva: Jesucristo; él es
la gran oportunidad en la que regenerarnos y regenerar nuestra vida. Con sus
actitudes y parábolas intentó abrirnos los ojos (Mc 4,26-29; Mt 13,24-30.36-43;
Lc 15,11-32). Pero tampoco fue escuchado en su momento: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como una gallina reúne a
sus polluelos bajo sus alas, y no habéis querido!” (Mt 27,37).
Y cuando parecía que todas las
puertas se cerraban, la resurrección de Cristo las abrió definitivamente. El
hombre tiene abierta la posibilidad de vivir en la órbita de Dios. La
oportunidad sigue abierta: la conversión al Evangelio. Un año más Dios ha
venido a buscar fruto…; no le decepcionemos.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Qué
lectura hago de la vida?
.- ¿Doy
oportunidades para la recuperación de situaciones aparentemente perdidas?
.-
¿Exijo ser lo que yo no soy?
DOMINGO
J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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