"Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba
entre Samaría y Galilea. Cuando iba a
entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se
pararon a lo lejos y a gritos le decían: Jesús Maestro, ten compasión de
nosotros.
Al verlos, les dijo: Id a presentaros a los
sacerdotes.
Y mientras iban de camino, quedaron
limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a
grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste
era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: ¿No han
quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que
este extranjero para dar gloria a Dios?
Y le dijo: Levántate, vete: tu fe te ha
salvado."
*** *** *** ***
La escena la relata solo san Lucas, aunque
el tema de la curación de enfermos de lepra se halla presente en los otros
evangelios sinópticos. La enfermedad de la lepra aislaba socialmente. Jesús,
curando, integra socialmente y libera de esa impureza ritual. El relato, con
todo, más que destacar la curación, destaca la extrañeza de Jesús por la falta
de gratitud y por el hecho de que fuera un “extraño”, un samaritano, el que
hubiera sabido reconocer la obra de Dios. Los otros nueve fueron curados, pero
este, además, por su fe, fue salvado.
REFLEXIÓN PASTORAL
REFLEXIÓN PASTORAL
Dios es gratuito, no se conquista, se
entrega; y su voluntad de entrega es universal. Las fronteras étnicas y
político-religiosas que levantamos los hombres no llegan hasta Dios, que es
Padre de todos, está sobre todos y lo transciende todo (cf. Ef 4,6). Es el
mensaje de la primera lectura. También Naamán, el sirio experimentó la bondad
de Dios, y, desde esa bondad, Naamán reconoció al verdadero Dios.
Entrega y bondad que se hicieron realidad
plena en su Hijo, en Jesucristo -“tanto
amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo” (Jn 3,16)-, que vino para
derribar el muro que separaba a los hombres (Ef 2,14), reuniendo a todos en un
gran proyecto familiar -la familia de los hijos de Dios-, la iglesia.
Nada más contrario al designio de Dios que
el sectarismo, la marginación o la automarginación. Y la segunda lectura nos
invita a recordarlo: “Haz memoria de
Jesucristo”, que asumió y prolongó en su vida el quehacer integrador del
Padre, acogiendo a todos, haciendo el bien a todos y muriendo por todos, sin
distinciones de credos ni culturas. Es el tema del evangelio.
Hasta aquí una afirmación fundamental de
los textos bíblicos: la salvación es una donación gratuita de Dios, es Dios que
se da. Pero hay un segundo elemento a destacar: a la gratuidad corresponde la
gratitud.
¡Dar gracias! Hoy, cuando vivimos tan
apresurados; cuando parece que nunca llegaremos a tiempo; cuando nos abrimos
paso en la vida a codazos, empujones y zancadillas…, no resulta fácil ni
frecuente detenerse a agradecer la presencia y la obra de los otros en nuestro
entorno, y ni siquiera la presencia y la obra de Dios.
Hemos absolutizado la dimensión productiva
del hombre, olvidando otras fundamentales, como la estética, la contemplativa…
Hemos alterado profundamente el sentido del trabajo, hasta convertirlo de
bendición en opresión, de medio de realización personal en instrumento despersonalizador…
Nos hemos incapacitado para descubrir el bien de los otros y la parte que
tienen en la construcción de nuestra vida…; por eso vivimos en frecuente
tensión: olvidándonosle dar gracias a Dios y a los hombres.
Jesús fue una persona profundamente agradecida,
no se le escapaba un detalle: ni un vaso de agua dado en su nombre quedará sin
recompensa (Mt 10,42); de ahí que le apenara profundamente la falta de
gratitud: “¿No eran diez los
curados?; los otros nueve ¿dónde están?”.
María fue una mujer agraciada y agradecida.
Su canto es la expresión de un corazón sensible: agradece el detalle que Dios
tuvo de escogerla para madre de Jesús; la acogida que la dispensarán las
generaciones futuras; el que Dios tome parte por los pobres, y se declare
contra los opresores poderosos… María hizo de su vida un “magnificat”, un “¡Gracias,
Señor!”.
Francisco de Asís fue otro hombre que no
pasó de largo por la vida, sirviéndose de las cosas, sino que en todo momento
escuchaba y agradecía la voz de Dios presente en el sol, la luna y las
estrellas; en el agua y en el fuego; en la vida y en la muerte; en las aves, en
los peces… y en el hombre. Por todo decía: “Loado seas, mi Señor”.
Dar gracias es nuestra vocación. “En todo dad gracias, pues esto es lo que
Dios, en Cristo Jesús, quiere de
vosotros” exhorta san Pablo (1 Tes 5,18).
Es nuestra tarea, pero no es una tarea
fácil. Para ello hay que ser contemplativos, personas con una mirada limpia,
purificada y purificadora. En no pocas ocasiones las sombras y oscuridades que
percibimos en nuestro entorno no son sino la proyección de nuestra oscuridad
interior. Sólo purificando la mirada hasta el grado de ver a Dios en las cosas,
sucesos y personas se puede reconocer su verdad íntima y última.
Dar gracias es acoger, encarnar,
interiorizar, vivenciar el don, en nuestro caso la salvación de Dios. Es un
ejercicio del corazón y no solo de los labios; es un compromiso real y no solo
un cumplido.
En Cristo, por Cristo y con Cristo
agradezcamos el don de la fe, su constante presencia entre nosotros, traducida
en salud, trabajo, familia, dolor (también Dios se nos manifiesta en el dolor),
y que El nos clarifique y purifique la mirada para saber reconocer y agradecer
su presencia entre nosotros.
REFLEXIÓN PERSONAL
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué espacio ocupan en mi vida
la gratitud y la gratuidad?
.- ¿Qué procesos desencadena en
mi vida la palabra de Dios?
.- ¿Qué memoria hago de
Jesucristo en mi vida?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFM cap
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