SAN LUCAS 18, 9-14
"En aquel
tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se
sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás:
Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un
fariseo; el otro un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos,
adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo
de todo lo que tengo.
El
publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía a levantar los ojos al
cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este
pecador.
Os digo
que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece
será humillado y el que se humilla será enaltecido."
*** *** *** ***
La
parábola de Jesús invita al autoexamen de conciencia. Dos tipos antagónicos y
paradigmáticos. Por medio del contraste, quizá hasta caricaturesco, Jesús
quiere descubrir los planteamientos equivocados de una religión “formalista”
inclinada a hacer cuentas con Dios. El hombre no se justifica ante Dios; es
Dios quien hace justo al hombre. Para acceder a Dios hay que caminar por el
camino de la verdadera humildad, ya que ese fue el camino por el que Dios ha
venido a nosotros (Flp 2, 5-11)
REFLEXIÓN PASTORAL
El fariseo
era el hombre oficialmente justo (y puede que realmente lo fuera en muchos
casos), el publicano era símbolo del pecador (y puede que en muchos casos realmente
no lo fuera). Eran, sin embargo, clichés corrientes para catalogar a las
personas de entonces. Pero, como toda verdad, tampoco la del hombre se reduce a
tópicos y a clichés. “Lo que el hombre es ante Dios, eso es y nada más” decía
san Francisco. Y ante Dios se sitúan estos dos “tipos” de hombre.
“¡Oh Dios
mío!”. Así comienzan ambos su oración, pero desde posiciones geográficas y
espirituales distintas. El fariseo, erguido, en primera fila; el publicano,
atrás, no se atrevía a levantar los ojos… Y desde ahí los caminos se bifurcan y se separan.
El fariseo, aunque diga “Te doy gracias”, no
da gracias a Dios: se aplaude a sí mismo. Su oración es imposible porque habla
de confrontación con los otros, de distanciamiento, de descalificación y de
autodefensa -“no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese
publicano”.
El fariseo
comienza invocando a Dios, pero lo ocultó en seguida con su enorme YO, con su
propio ídolo. En aquel hombre tan lleno de sí mismo no quedaba espacio para
Dios. No deja que Dios le justifique; se justifica él mismo. Se creía santo y por eso hasta su orgullo era santo. Pobres santos,
quienes confunden la santidad con el cumplimiento legalista; quienes tienen que
recordar a Dios que gracias a ellos recibe gloria; quienes necesitan
desmarcarse del conjunto para hacerse oír de Dios. ¡Pobres santos, porque no
son santos!
El
publicano, menos habituado al templo y a los rezos, que quizás desconocía las
leyes religiosas, hace una síntesis más breve de su vida: “Soy un pecador”. Y
concede a Dios todo el espacio, todo el protagonismo, toda la iniciativa. Deja
que Dios sea Dios, que sea su salvador. Su pequeño yo no eclipsa a Dios.
El fariseo
entendía la salvación como hechura de sus propias manos; Dios era un simple
remunerador. El publicano entendía la salvación como obra de Dios, confiándose
a ella esperanzadamente Por eso, dijo Jesús, “bajó justificado a su casa”,
porque dejó que Dios brillara en su vida.
Así juzga Dios.
La
primera lectura nos presenta el perfil del Dios justo. Una justicia que no es
“neutralidad” aséptica, sino condescendencia misericordiosa ante las
“precariedades” humanas: “Escucha las
súplicas del oprimido, no desoye los gritos del huérfano o de la viuda…; sus
penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes”. Para Dios no bastan
las “pruebas externas”, que pueden estar amañadas. Dios no mira ni juzga como
los hombres. Los hombres juzgan por las apariencias, pero Dios mira al corazón
(1 Sam 16,7).
Por eso, en la segunda, san Pablo expresa su
serenidad ante el momento final, convencido de que su vida de fidelidad y
sufrimiento por el Evangelio serán acogidos por el Señor, juez justo, que
conoce cómo ha corrido hasta la meta. Pero Pablo sabe que todo eso no ha sido
por obra suya, sino por la gracia de Dios que ha actuado en él. No le salvará
su fidelidad para con Dios sino la
fidelidad de Dios para con él. Una fidelidad que exige correspondencia, pero
que, por encima de todo, es oferta permanente de misericordia.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Desde qué espacios vitales hago yo la oración?
.- ¿Mi oración es de “ajuste de cuentas” (fariseo) o
de confianza filial (publicano)?
.- ¿Permanezco fiel en las pruebas, o me vengo
abajo?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap
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