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domingo, 29 de enero de 2017

¡FELIZ DOMINGO! 4º DEL TIEMPO ORDINARIO

Al ser último domingo de mes, estamos de retiro. ¡Rezad por nosotras! ¡Gracias!

SAN MATEO 5,1-12a

 
    “En aquel tiempo, al ver Jesús al gentío subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos, y él se puso a hablar enseñándoles:
    Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos.
    Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
    Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
    Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados.
    Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
    Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
    Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán “los hijos de Dios”.
    Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
    Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.”
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Las “bienaventuranzas” escenifican y visualizan el “resto” que preside Jesús; las mimbres con las que Dios decide construir su Reino; y  son la vocación y la misión de la Iglesia. Y es necesario respetar este orden: no pueden anunciarse sino desde su vivencia, a imagen de Jesús. Y hay que anunciarlas con claridad, amor y esperanza, como hay que vivirlas. Porque quien hace de las “bienaventuranzas” solo una denuncia, no anuncia el Evangelio.
            En una apretada síntesis podrían subrayarse las siguientes líneas hermenéuticas de estas proclamaciones de Jesús, son: Palabra teológica: revelan el verdadero rostro de Dios. Palabra cristológica: revelan el proyecto y la causa de Jesús. Palabra antropológica: diseñan el programa del hombre nuevo. Palabra paradójica: son anuncio y denuncia; gracia y exigencia. Palabra escatológica: signos de la instauración del futuro de Dios entre los hombres, de su reino.

REFLEXIÓN PASTORAL
   

Si no lo hubiera dicho Jesús, nos parecería una tomadura del pelo; pero las bienaventuranzas son sus palabras y, sobre todo, son su vida. Son palabras de “altura” y “chocantes”.
    El fue pobre (Mt 8,20), manso y humilde (Mt 11,29), tuvo hambre y sed de justicia (Lc 4,16-20), lloró (Lc 19,41), fue misericordioso (Mt 9,13), construyó la paz (Ef 2,14; Jn 14,27), y fue perseguido y murió por la causa del reino de Dios.
    Las bienaventuranzas no son un sermón improvisado, de circunstancias. Se encuentran al principio (Lc 4,16ss), en el centro (Mt 11,24) y al final de la vida de Jesús (Mt 25,31ss). Son su filosofía o, mejor, su teología. Porque ellas nos hablan en primer lugar de Dios, de sus preferencias y de sus sufrimientos.
    Son declarados bienaventurados los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los perseguidos… ¿Por qué? ¿Por qué Dios se complace en esas situaciones? No; porque a Dios le duelen y no las soporta más; porque ese dolor humano es dolor de Dios. El pobre, el que llora, el perseguido es bienaventurado no por la situación que padece, sino por la opción de Dios a favor suyo.
    Las bienaventuranzas son la expresión de la opción de Dios a favor del pobre contra la pobreza, a favor del hambriento contra el hambre, a favor del que llora contra las lágrimas… Nos dicen que Dios o es indiferente, sino beligerante, ante el dolor del hombre. Por eso decide instaurar el Reino.
     El Dios que nos revelan las bienaventuranzas es un Dios de una gran seriedad ante el dolor humano: misericordioso y justo, pues no hay misericordia sin el restablecimiento de la justicia. La proclamación de las bienaventuranzas puede ser una mofa si se desplazan, interesada o inconscientemente, sus acentos. No pueden ser la canonización de situaciones humanamente deterioradas, de “segunda clase”. Porque en no pocas ocasiones, el hambre, las lágrimas, la pobreza…, no son signos de la presencia de dios, sino de su ausencia; y entonces son una invitación a actuar para cambiar tal estado de cosas.
    Las bienaventuranzas son a nuncio y denuncia; felicidad y juicio; sabiduría y necedad; antropología y teología; ética y gracia.
    Y el cristiano ha de abrirse al Dios que se revela en ellas, y al hombre a favor del que Dios se revela. Porque las bienaventuranzas son el proyecto de una vida – la de Jesús-, pero son, también, un proyecto de vida - el del cristiano -. Las bienaventuranzas son las vibraciones más íntimas del corazón de Cristo. Confrontémonos con ellas y veamos si somos bienaventurados según ellas.
     Las Bienaventuranzas fueron proclamadas en una montaña, a cielo abierto. Con olor a tomillo…Y no pueden perder ese perfume.  Son la vocación y la misión de la Iglesia. Y es necesario respetar este orden: no pueden anunciarse sino desde su vivencia, a imagen de Jesús. Y hay que anunciarlas con claridad, amor y esperanza, como hay que vivirlas. Porque quien hace de ellas sólo una denuncia, no anuncia el Evangelio. La nueva evangelización, de la que tanto hablamos ahora, pasa por aquí. No se trata de otra cosa. Perdemos excesivo tiempo en buscar titulares.  Las Bienaventuranzas son el titular programático de la evangelización de Jesús. Salirse de ahí, o no entrar ahí, es andar por caminos equivocados.
     La vida cristiana necesita oxigeno,  y uno de esos principios de reanimación, de donde podemos extraer el aire necesario para oxigenarnos y oxigenar la vida son las Bienaventuranzas. Son el “cartel” de Jesús, su programa personal y vocacional.

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Creo en las Bienaventuranzas?
.- ¿Hasta qué punto configuran mi proyecto personal y comunitario?
.-¿Busco ser bienaventurado desde ellas? ¿O buceo en otras aguas?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

domingo, 22 de enero de 2017

¡FELIZ DOMINGO! 3º DEL TIEMPO ORDINARIO

 ¡Feliz y Santo Año Nuevo!
 Volvemos a encontrarnos con la Palabra de Dios

SAN MATEO 4,12-23
                                                              
    Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías:
    “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y en sombras de muerte, una luz les brilló”.
    Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: Convertíos porque está cerca el reino de los cielos.
    Paseando junto al lago de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: Venid y seguidme y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
    Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
    Recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y las dolencias del pueblo.
                    
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    Mateo, vincula a Jesús el oráculo esperanzador de Isaías, y ve encarnada en Cristo la “luz grande” que viene a iluminar “a los que habitaban en tierra y en sombras de muerte”. Esa luz comienza a iluminar con un anuncio gozoso: la conversión ante la cercanía del reino de Dios. Y se concreta y manifiesta en una acción regeneradora de la humanidad, curando sus dolencias y enfermedades.
    Pero Jesús busca compañeros, que serán seguidores suyos y continuadores de su obra. Y de ahí surge la Iglesia, con la misma vocación y misión sanadora del Señor.  El seguimiento de Jesús no se agota en “seguirle” (yendo detrás), exige “proseguirle” (continuando su obra).
REFLEXIÓN PASTORAL
La Palabra de Dios no está encadenada” (2 Tim 2,9). Podrán ser apresados y silenciados sus mensajeros, pero ella siempre encuentra caminos y cauces nuevos para hacerse oír. De eso nos habla el relato evangélico: silenciada la voz  profética de Juan, aparece la de Jesús.
         La profecía de Isaías (Is 9,1) san Mateo la ve cumplida en Jesús, él esa “luz grande, que ha amanecido  al pueblo postrado en tinieblas, a los que habitaban en tierra y sombras de muerte” (Mt 4,16).
         Y esa luz comienza a iluminar los caminos de los hombres, de todo hombre, con la llegada de Jesús y su llamada a la conversión -“¡Convertíos!”- y con una oferta de salvación -“el Evangelio del Reino”, acompañada de credenciales palpables -“curando las enfermedades y dolencias del pueblo”-. Y es que la Palabra de Dios, y Jesús es su encarnación personal, es una realidad “viva y eficaz” (Heb 4,12).
         Y esa luz, esa palabra han de seguir brillando y resonando; para eso necesita continuadores y testigos. Es el segundo aspecto que subraya el Evangelio. Cristo se acerca a unos hombres sencillos, en sus puestos de trabajo, para ofrecerles tarea. ¡Jesús nunca llama al paro!
    Como nos recuerda la parábola de los obreros enviados a la viña (Mt 20,1-16), Dios constantemente está saliendo a buscar trabajadores, porque “la mies es mucha” (Mt 9,37).
         La respuesta, generosa y decidida, de aquellos hermanos se convierte en ejemplo de respuesta.  A Jesús no se le puede seguir con reticencias y ambigüedades. Ellos dejaron “inmediatamente” las redes; y nosotros hemos de “desenredarnos” de todo lo que nos impida ese seguimiento. Y el subrayado “inmediatamente” es intencionado. El seguimiento ha de hacerse sin reticencias (Lc 9,57-62).
    Y será precisamente la experiencia de ese seguimiento, lo aprendido en la compañía de Jesucristo, lo que anunciarán después: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn 1,1-3).
         Aquellos hombres fueron los intermediarios entre Jesús y la Iglesia; y hoy la Iglesia, es decir nosotros, debemos ser los intermediarios entre Dios y el mundo.
¿Estamos en condiciones de asumir esa tarea, de ser ese canal de transmisión, ese punto de conexión, que no necesariamente de coincidencia?
Quizá podríamos conseguirlo si, como nos recuerda s. Pablo en la 2ª lectura, en nosotros brillara de forma inequívoca la unidad de sentimiento y pensamiento –“¿Está Cristo dividido?” (1 Co 1,13); ¿no hay excesivos maestros y sectarismos?-.
         Estamos celebrando el Octavario de oración por la unidad de los cristianos. “Que todos sean uno…, para que el mundo crea”, oró Jesús (Jn 17,21). Pero esa unidad no significa la uniformidad empobrecedora y monótona, sino saber vivir en un sano pluralismo, sin descalificaciones partidistas, buscando todos, con la mejor voluntad y rectitud de intención, la verdad en el amor, “creciendo hasta Aquél que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo toma cohesión” (Ef 4,15-16).
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Con qué responsabilidad y generosidad asumo mi tarea evangelizadora?
.- ¿Soy constructor de unidad y comunión en la comunidad eclesial y en la vida?
.- ¿Con qué radicalidad sigo al Señor?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.