SAN MATEO 17,1-9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a
Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta.
Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías
conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a
Jesús: Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una
para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando cuando una nube
luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: Este es mi
Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.
Al oírlo, los discípulos cayeron de
bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y tocándolos les dijo:
Levantaos, no temáis.
Al alzar los ojos no vieron a nadie más
que a Jesús solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a
nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.
*** *** ***
San Mateo reelabora el texto de san Marcos
subrayando algunos aspectos que anticipan su manifestación gloriosa en la
resurrección. Es la plenitud de la Ley y los Profetas, personificados por
Moisés y Elías. Es el Hijo amado de Dios, el profeta definitivo a quién todos
deben escuchar (Dt 18,15). Este relato está vinculado con el del Bautismo en el
Jordán, y en ambos aparece identificado con siervo sufriente que, a través de
la muerte, camina a la resurrección.
Situado el relato después del primer
anuncio de la pasión, tiene la función de animar a los discípulos: “Levantaos,
no temáis”.
REFLEXIÓN
PASTORAL
En el centro del camino cuaresmal, la
liturgia nos presenta el sentido, la meta y al guía del camino: un sentido
positivo, una meta transformadora de la existencia, y a un guía, Jesucristo.
El escenario es radicalmente distinto al
del domingo pasado: del desierto inhóspito y
árido, al monte luminoso de la Transfiguración; del Jesús tentado por el
diablo, al Jesús glorificado por el Padre; del “si eres hijos de Dios…”,
al “este es mi Hijo”.
Se acercaban a Jerusalén, donde iban a
tener lugar los dramáticos acontecimientos de la Pasión, y para que los
discípulos no se vieran desbordados por esos sucesos, para que pudieran superar
el terrible escándalo de la cruz, Jesús escoge a Pedro, Santiago y Juan -los
que serán testigos de la agonía en Getsemaní- para manifestarles su auténtica
dimensión.
El que sudará sangre, al que verán como
rechazado y maldito, es el Hijo de Dios, el Amado, el Predilecto. A quien el
pueblo elegido no sabrá reconocer, es reconocido, sin embargo, por las grandes
figuras de ese pueblo: Moisés, autor de la Ley, y Elías, el gran profeta.
La escena es importante y sugerente. Es,
en primer lugar, una revelación de Jesús -“Mi
Hijo, el amado, el predilecto” (Mt 17,5)-. Flanqueado por las dos figuras
centrales del Antiguo Testamento, Jesús aparece como el centro de la
revelación, como el Revelador, con quien conversan las “revelaciones” (la Ley y
los Profetas) y los reveladores (Moisés y Elías). Jesús es central, por eso
solo a El hay que escuchar (Mt 17,5). “Escuchadlo”
Pero es, también, una llamada a la
transformación personal, a la transparencia de Cristo en nuestra vida. Y una
denuncia de nuestra opacidad, de nuestra dificultad para traslucir al Señor, y
de nuestra sordera para escucharlo. Una llamada a ser y a vivir como
“hijos amados y predilectos”, pues “lo
somos” (1 Jn 3,1).
“Vosotros
sois luz del mundo…; alumbre así vuestra luz ante los hombres para vean
vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos”
(Mt 5, 14.16). ¿Qué hemos hecho nosotros de esa luz? “Que
los hombres solo vean en vosotros servidores de Cristo” (1 Cor 4,1),
escribía san Pablo. ¿Y qué ven en nosotros?
La transfiguración del Señor no es para
hacer tres chozas en el Tabor. Es para dejarnos iluminar y para iluminar,
participando “en los duros trabajos del
Evangelio” (2ª lectura). Para hacer “gozosamente” el camino cuaresmal,
que tiene como meta la transfiguración
en criaturas nuevas según el modelo de Cristo, la santidad (2ª lectura).
¡Pero, además, no es ésta la única
transfiguración del Señor! Él se transfigura diariamente en el sacramento de la
Eucaristía -“Esto es mi cuerpo” (Mc
14,22)-; se transfigura en el necesitado -“Tuve
hambre…, lo que hicisteis a uno de éstos lo hicisteis conmigo” (Mt 25,
35.40)-… Y no son transfiguraciones opuestas; y que no hay que oponerlas, sino
acogerlas con la misma fe.
Los discípulos quedaron deslumbrados por
la transfiguración en gloria; nosotros quedamos confundidos, molestos y hasta
decepcionados por estas transfiguraciones del Señor en la debilidad. La
transfiguración gloriosa tuvo lugar en la cima de un monte; la transfiguración
humilde, en un valle, que solemos llamar “de lágrimas”.
Y a nosotros, como a los discípulos
tentados de quedarse en el monte (Mt
17,4), Jesús nos invita a descender a la vida concreta, porque la experiencia
religiosa no puede ser un aparte en la vida, sino un fermento para iluminarla.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.-
¿Tengo experiencia de “éxodo” en mi vida?
.-
¿La santidad, como vocación, me motiva o me deja indiferente?
.-
¿Siento en mi vida la fuerza transfiguradora del Evangelio?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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