"En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a
sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de
los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Pedro se lo llevó a parte y se puso a
increparlo: ¡No lo permita Dios! Eso no puede pasarte.
Jesús se volvió y dijo a Pedro: Quítate de
mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como
Dios.
Entonces dijo a sus discípulos: El que
quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me
siga. Si uno quiere salvar su vida la perderá; pero el que la pierda por mí, la
encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su
vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?
Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre,
y entonces pagará a cada uno según su conducta."
*** *** *** ***
La escena es dura: quien poco antes ha sido
“beatificado” como portavoz del pensamiento del Padre (Mt 16,17) ahora es
denunciado por pensar como los hombres no como Dios; quien poco antes ha sido
calificado como “dichoso”, ahora es presentado como Satanás… La comprensión de Jesús por parte de
sus discípulos no fue fácil: rebasaba sus expectativas. ¿Y no ocurre algo
parecido hoy? Jesús no impone, expone las exigencias del seguimiento, por eso
invita a una decisión ponderada. El seguimiento es imposible sin la ayuda de
Jesús (Jn 15,5), pero él no es nuestro suplente sino nuestro acompañante y
guía. El cristiano ha de planificar, pero según las pautas marcadas por Jesús,
no según los criterios del mundo.
REFLEXIÓN
PASTORAL
Los textos de este domingo nos confrontan
con unas preguntas y unos planteamientos nada equívocos: los planteamientos de
Dios. Planteamientos que frecuentemente rehuimos, quizá porque otros, más inmediatos, son los que nos ocupan; o porque,
vamos perdiendo la conciencia de la propia identidad, convirtiéndonos en contemporizadores
y posibilistas.
Contra estas posturas nos alerta hoy el
Señor. Su palabra no es fácil -nunca lo fue-. Pedro, al principio, no la
entendió, porque pensaba “como los hombres” (Mt 16,23). Sin embargo,
quien la acoge como criterio en su vida, experimenta la sensación de Jeremías.
Su fidelidad le supuso enormes problemas, pero también encontró en ella la
fortaleza para la lucha, y el consuelo
que produce su fidelidad.
Quien solo aclama la palabra de Dios, no
la ha entendido. Porque es espada de doble filo, que penetra hasta el fondo del
alma, dejando al descubierto lo más profundo del hombre (cf. Heb 4,12). Y esa
Palabra se encarnó en Jesucristo que, ya desde su infancia, fue presentado como
una bandera discutida (Lc 2,24). Y en su predicación nos dijo: “El que
quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo…” (Mt 16,24ss).
No es una llamada no a la resignación.
Jesús no murió en la cruz por resignarse, sino por todo lo contrario, por
rebelarse y denunciar el pecado de su tiempo.
Es una
llamada a la madurez de juicio, para discernir, desde la fe personalizada, la
voluntad de Dios.
Una llamada a vivir la fe, no solo ritual
sino realmente, convirtiendo en ofrenda a Dios nuestro ser y quehacer (Rom
12,1).
Una llamada a tomar posturas críticas: “No
os ajustéis a este mundo” (Rom 12,2). Como creyentes no podemos perder de
vista nuestra referencia principal, Dios. Por todo ello, es necesaria esa
renovación interior a la que alude san Pablo: “Transformaos por la
renovación de la mente” (Rom 12,2).
Dios, por medio de su Palabra, nos sitúa
en una alternativa de libertad y de responsabilidad (Mt 16,24). Pero desde la
decisión de seguirle, no deberían quedar espacios para la duda ni la
ambigüedad; pues, por encima de todo, nos guía una certeza, que viene de Dios:
“Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí
(es decir, la consume en opciones de entrega y amor) la encontrará” (Mt
16,25). Son los planteamientos de Dios: Hay que perder para ganar...
El profeta Jeremías abre una pista, desde
la que todo puede ser mejor asumido: la seducción. Dios, Cristo, la Palabra de Dios ¿nos
seducen? ¿Los que entramos en las iglesias para celebrar la eucaristía entramos
seducidos y, sobre todo, salimos seducidos? Sin esta experiencia, creer en el
Evangelio y la evangelización es imposible, o al menos irrelevante.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Qué
conocimiento y qué vivencia tengo de la palabra de Dios?
.- ¿Desde dónde
hago los discernimiento en la vida?
.- ¿Según qué
prioridades planifico mi vida?
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