SAN LUCAS 6, 39-45
"En aquel tiempo, ponía Jesús a sus
discípulos esta comparación: ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No
caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, si bien
cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu
hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano,
déjame que te saque la mota de tu ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el
tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para
sacar la mota del ojo de tu hermano.
No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni
árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto: porque no se
cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El que es bueno, de la bondad que atesora
en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque
lo que rebosa el corazón, lo habla la boca."
*** *** ***
La perícopa evangélica seleccionada
concluye el llamado “sermón de la
llanura”, dirigido a los discípulos, y es una pieza de claro tono sapiencial,
que nos revela un rasgo fundamental de la enseñanza del Maestro. Consta de dos
momentos. En el primero, Jesús pone en evidencia la actitud equivocada, y
frecuente, de pretender guiar a otros sin claridad personal en el propio
interior. Querer iluminar desde la propia ceguera. Y también desactiva la
pretensión hipócrita de corregir sin tener limpia la propia vida. Destaca la
necesidad de cuidar el propio interior, porque el interior es la fragua de la
verdad y de la bondad del hombre. La calidad de los frutos se nutre de la
raíz.
El segundo momento es una clara advertencia
a no confundirse, pretendiendo sustituir o suplantar al maestro. En este caso
Jesús es el Maestro de quien el cristiano -el guía cristiano- ha de
aprender.
REFLEXIÓN
PASTORAL
Se continúa y se concluye este domingo el
llamado “sermón de la llanura” del evangelio de san Lucas, dirigido a los
discípulos y centrado en dos grandes temas: el amor y la misericordia.
Jesús quiere enseñar a vivir, a manejar las
situaciones reales de la vida. Sabe que en la comunidad de los discípulos será
necesario practicar el discernimiento, la corrección fraterna, que serán
necesarios guías… Son unas enseñanzas válidas para todo discípulo, y de
particular aplicación para los guías de la comunidad.
La pregunta es drástica: “¿Puede un ciego guiar a otro ciego?”.
¿Puede pretender un discípulo ser más que su Maestro? Porque aquí el maestro de
referencia es el mismo Jesús. El guía ha de ser clarividente y fiel seguidor
del Maestro, a quien ha de recrear, aunque sea a pequeña escala.
Y, a semejanza del Maestro, no se arrogará
el derecho de juzgar ni condenar precipitadamente a los otros, porque el “Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar
lo que estaba perdido” (Lc 19,10), y además “¿Quién eres tú para juzgar al prójimo?” (Sant 4,12). “No juzguéis y no seréis juzgados…” (Mt
7,1).
No apelará a su dignidad para ser servido,
porque “el Hijo del hombre no ha venido a
ser servido sino a servir” (Mt 20,28).
De su interior no brotará el veneno de la
envidia y la soberbia (cf. Mt 15,19) sino, a imagen del corazón del Maestro, la
mansedumbre y la humildad (Mt 11,29).
De sus labios no saldrán palabras
homicidas sino salvadoras… “Venid a mí
y aprended de mí” (Mt 11,28-29).
Los textos de la Palabra de Dios que hoy
iluminan la celebración eucarística son una llamada para cultivar una humanidad
sana, auténtica, no hipócrita. Cargada de realismo y espiritualidad, es la
invitación a una lectura crítica, generosa, paciente y no precipitada de la
vida, pues “el horno prueba la vasija del
alfarero, el fruto muestra el cultivo del árbol, porque “no hay árbol sano que dé fruto dañado, ni
árbol dañado que de fruto sano. Cada árbol se conoce por sus frutos”. Y
porque “el hombre se prueba en su
razonar, no alabes a nadie antes de que razone (1ª lectura)…, porque lo que rebosa del
corazón, lo habla la boca”.
Desde esta convicción, Pablo (2ª lectura)
remite al momento final, “cuando esto
corruptible se vista de incorrupción” para emitir los juicios definitivos.
Mientras, todos estamos viviendo el tiempo de la misericordia de Dios; un
tiempo que no hemos de desaprovechar, rechazando todo planteamiento hipócrita.
Un signo de la misión de Jesús era: “los ciegos ven” (Lc 7,22). Él vino a
abrir los ojos del hombre para que este viera por sus propios ojos; pero vino,
además, a dar profundidad, horizonte y luminosidad a su mirada. No se trataba
sólo de ver más, sino de ver mejor. Y todos necesitamos de esa clarificación,
de esa profundidad y limpieza en nuestra mirada. Es necesario recuperar la
mirada de Jesús, su perspectiva, su ángulo de visión. “Dios no ve como el hombre, pues el hombre mira la apariencia, pero Dios
mira al corazón” (1 Sm 16,7). Y ése, el corazón, fue también el punto de
mira de Jesús.
Miró al corazón de la pecadora
pública..., y descubrió mucho amor (Lc 7,44-47).
Miró al corazón del publicano..., y
descubrió un sincero arrepentimiento (Lc 18,9-14).
Miró al corazón de la hemorroísa..., y
descubrió un mar de esperanza (Mc 5,25-34).
Miró al corazón de la samaritana..., y
descubrió una gran sed de verdad (Jn 4,1-38).
Miró al corazón del centurión (Mt
8,5-10) y de la mujer cananea (Mt 15,21-28) y descubrió una gran fe.
Miró al corazón de los fariseos, y tras
la cosmética de sus observancias rituales, descubrió la podredumbre del
egoísmo, la autosuficiencia, la hipocresía... (Mt 23,13-31).
Esa
mirada cordial no es, sin embargo, una mirada
ingenua, sino generosa. La advertencia de la “paja y de la viga” no es
una invitación a desentenderse, a pasar
por alto y de largo ante lo que no está bien; sino una llamada a ser críticos desde
la autocrítica. El amor nunca es
indiferente. Por eso no lo fue Jesús
ante el pecado, porque amaba profundamente al pecador. Pero era una mirada
salvadora.
“Lámpara
del cuerpo es el ojo. Si tu ojo (tu interior) está sano, todo tu cuerpo (la realidad) estará luminosa; pero si tu ojo (tu interior) está malo, todo tu cuerpo (la realidad) estará a oscuras. Y si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué
oscuridad habrá!” (Mt 6,22-23).
Purifiquemos la mirada hasta ver con el
corazón. Dios mira al corazón, porque allí es donde se fragua la verdad del
hombre (Mt 15,19). Pero, además, solo el hombre limpio de corazón podrá mirar a
Dios (Mt 5,8).
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Mi mirada
ofrece oportunidad o solo denuncia?
.- ¿Cultivo las
raíces de la vida?
.- ¿Son
precipitados mis juicios?
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