Evangelio: Lucas 22, 14-23, 56
(Relato de la Pasión)
Quizá lo distintivo del relato de la Pasión
del evangelio de san Lucas sea el Jesús
que traduce: un Jesús que ora, que intercede, que perdona, que da testimonio de
su verdad de Hijo de Dios… Un Jesús ejemplo para el discípulo, que ha de llevar
cada día su cruz hasta, como él, morir en ella. Y también destaca la presencia
de unos personajes ejemplares: el cireneo, caracterizado con las palabras
típicas del seguimiento -llevar la cruz detrás de Jesús-, las mujeres
compasivas, el ladrón que dialoga en la cruz con Jesús… El relato de la Pasión
de san Lucas no es solo una crónica, sino un proyecto, una propuesta, un
camino: el camino, la propuesta y el proyecto de Jesús.
REFLEXIÓN
PASTORAL
El
Domingo de Ramos nos introduce en la Semana Santa. Dos rostros muestra la
liturgia de este día: a) la entrada en Jerusalén, y b) la presentación de la
Pasión en una triple versión: narrativa (Evangelio de san Lucas), profética (la
figura del Siervo de Isaías) y kerigmática (muerte y resurrección de Cristo, en
la carta a los Filipenses).
La entrada en Jerusalén, seguramente no
conmocionó la ciudad, pero sí alertó a los dirigentes. Quienes aclamaban a
Jesús serían un reducido grupo de discípulos y simpatizantes galileos. Jesús ya
había venido en otras ocasiones a Jerusalén -el IV Evangelio habla de tres-; en
las dos primeras subió a celebrar la pascua de los judíos; en esta, la última,
subía a celebrar “su” pascua. Y cuidó los detalles. “He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros…” (Lc 22,15).
Los textos evangélicos subrayan el perfil
mesiánico de Jesús, pero Jesús no se durmió en los laureles de las
aclamaciones. Ese mismo día, según el texto de san Lucas, llevó a cabo un gesto profético y político de
gran calado: la expulsión de los vendedores del Templo y el enfrentamiento
directo con los sumos sacerdotes (Lc 19,45-20,7). ¡La suerte estaba echada!
En el Domingo de Ramos no debería
olvidarse este gesto de Jesús, reivindicando un Templo limpio, abierto, casa
donde Dios sea patente y accesible a todos, sin limitaciones étnicas o
económicas. Jesús elimina “la planta comercial” del Templo, y al Templo como
“comercio”, para reivindicar su dimensión de casa de oración. No deberíamos
quedarnos en un entusiasmado agitar de palmas. Hay que leer los signos
escogidos por Jesús y su significación profunda.
Lo que celebramos en estos días de la Semana no fue
algo que pasó porque sí, sino por
nuestra salvación. Sentirnos directamente implicados, es el modo más
responsable de vivirla.
Si no nos sentimos afectados, quedaremos
suspendidos en un vacío vertiginoso. Si nos reconocemos destinatarios e
implicados en esa opción radical de amor divino, hallaremos la serenidad y la
audacia suficientes para afrontar las más variadas y arriesgadas alternativas
de la vida (Rom 8,35-39; cf. 1 Cor 4,9-13). Y hasta qué punto nos sentimos
afectados por ese amor de Dios, lo sabremos en la medida en que seamos capaces
de amar como Dios manda, que es lo mismo
que amar como Dios ama (Jn 15,12-13).
Es
verdad que no faltan quienes interpretan reductivamente la vida y muerte de
Jesús, prescindiendo de esta referencia -por nosotros-. El mismo Jesús temió
esta tergiversación o reducción y avanzó unas claves obligadas de lectura.
Jesús previó su muerte (Mc 8,31-32; 9,31; 10,33-34 y par.), la asumió (Mc
8,32-33; Jn 11,9-10), la protagonizó (Jn 10,18; Mt 27,48) y la interpretó (Mc
14,24) para que no le arrancaran su sentido, para que no la instrumentalizaran
ni la malinterpretaran. Su muerte y su vida estuvieron indisolublemente unidas:
un vivir y un morir para Dios y para los otros (cf. Rom 6,10-11; 14,8).
Si nos desconectamos, o no nos sentimos afectados
por su muerte y resurrección, si no vivimos y no vibramos con la verdad más
honda de la Semana Santa, las celebraciones de estos días podrán no superar la
condición de un “pasacalles” piadoso.
Si, por el contrario, nos reconocemos
destinatarios preferenciales de esa opción radical de amor, directamente
afectados e implicados en ella, hallaremos la serenidad y la audacia
suficientes para afrontar las alternativas de la vida con entidad e identidad
cristianas.
La Semana Santa no puede ser solo la
evocación de la Pasión de Cristo; esto es importante, pero no es suficiente. La
Semana Santa debe ser una provocación, una llamada a renovar la pasión por Cristo. Celebrar
la Pasión de Cristo no debe llevarnos solo a considerar hasta dónde nos amó
Jesús, sino a preguntarnos hasta dónde le amamos nosotros.
¡Todo transcurre en tan breve espacio de
tiempo! De las palmas, a la cruz; del “Hosanna”, al “Crucifícalo”… A veces uno tiene la impresión
de que no disponemos de tiempo -o no dedicamos tiempo- para asimilar las cosas.
Deglutimos pero no degustamos, consumimos pero no asimilamos la riqueza
litúrgica de estos días y la profundidad de sus símbolos, muchas veces
banalizados y comercializados.
La Semana Santa es una semana para hacerse
preguntas y para buscar respuestas. Para abrir el Evangelio y abrirse a él.
Para releer el relato de la Pasión y ver en qué escena, en qué momento, en qué
personaje me reconozco…
La Semana Santa debe llevarnos a descubrir
los espacios donde hoy Jesús sigue siendo condenado, violentado y crucificado,
y donde son necesarios “cireneos” y “verónicas” que den un paso adelante para
enjugar y aliviar su sufrimiento y soledad.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿En qué paso, con qué
personaje de la Pasión me siento más identificado?
.- ¿Me esfuerzo en sentir y
consentir con Cristo?
.- ¿Me afecta, de verdad, la
Pasión de Cristo?
DOMINGO
J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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