SAN LUCAS 15, 1-32
En aquel tiempo,
solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los
escribas y los fariseos murmuraban entre ellos: “Ese acoge a los pecadores y
come con ello”.
Jesús les dijo esta
parábola: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja
las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la
encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento;
y, al llegar a casa reúne a los amigos y a los vecinos pare decirles:
‘¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido´. Os digo que
así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta
que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
Y si una mujer tiene
diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y
busca con cuidado, hasta que la encuentra. Y cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles:
‘¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido´. Os digo que
la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se
convierta”.
*** *** ***
Dos aspectos
destacan en este fragmento: 1º) Las amistades de Jesús eran amistades
“peligrosas” -pecadores- y “escandalosas” -“los fariseos murmuraban”-.
2º) Jesús da razón de su
comportamiento: está traduciendo a Dios y su opción por lo perdido. A un padre
no le interesan “muchos” hijos, le interesan “todos” los hijos, por eso
mientras falte uno hay que inventar estrategias de salvación. Él ha venido para
que no se pierda ninguno, para recuperar a todos, también a los que murmuraban
y se escandalizaban de su comportamiento.
REFLEXIÓN PASTORAL
Si el Evangelio es
siempre buena noticia, hoy podemos decir que, escuchando y meditando
estas
lecturas, recibimos una inyección de optimismo. Dios no está siempre
enojado: “es lento a la cólera y rico en piedad” (Sal 86,15). “¿Puede
una madre olvidar
al niño que amamanta…? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré”
(Is
49,15). ¿Acaso quiero yo en la muerte del malvado, y no que se convierta
de su
conducta y que viva?” (Ez 18,23).
“Venid… Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos
como nieve…” (Is 1,18). Pues, “Dios quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Y para eso envió a su Hijo,
“nacido de una mujer” (Gál 4,4), “para tener misericordia de todos” (Rom 11,32)
y redimirnos del pecado.
Y se presentó como
médico en busca de enfermos -“no son los sanos sino los enfermos…” (Mt 9,12)-,
como buen pastor que busca la oveja perdida y que, una vez recobrada, no la
castiga sino que la carga sobre los hombros, reintegrándola gozoso al redil.
Vino a destruir el muro que separaba a los hombres (Ef 2,14) y a descubrirnos
el gozo del arrepentimiento y el perdón.
No vino a repartir
reprobaciones, sino a salvar y hacer posibles las condiciones de salvación. Por
eso, afirma san Pablo: “Podéis fiaros y aceptar sin reservas lo que os digo:
que Cristo ha venido al mundo para salvar a los pecadores” (2ª lectura).
El enfrentamiento de
Jesús con los fariseos obedeció a un solo factor: obstaculizaban la conversión;
no eran capaces de comprender que Dios está abierto a todo el que le busca con
sinceridad, aunque la historia pasada haya estado llena de equivocaciones.
Conocemos que hemos
pasado de la muerte a la vida, es decir que en nosotros está gestándose una
criatura nueva de convertidos a Dios, si experimentamos el gozo de perdonar y
de hacer posible el encuentro de los hombres con Dios (cf. 1 Jn 3,14).
Encuentro que puede
realizarse a distintos niveles y de diversas maneras. Pero existe una
expresamente querida por Jesús: el sacramento de la reconciliación. Sí; hoy no
tiene muy buena prensa -ni siquiera tiene prensa-, ni es muy estimado ni celebrado, porque es
una celebración, la del perdón de Dios, sin embargo, viene de Él.
Algunos dicen: ¿por
qué he de confesarme? Yo me confieso con Dios directamente. Él conoce la
verdad. Y es verdad, pero soy yo quien debo reconocerla. Se olvida que la
salvación se ha realizado vía encarnación; y que Dios ha querido encarnar su
perdón, para evitar fáciles fugas sentimentalistas, en un sacramento en el que
por medio de hombres los hombres volvemos a Dios y Dios viene a nosotros.
Deberíamos
reflexionar sobre esta dimensión del amor redentor de Dios que nos invita y
urge a la conversión; alegrarnos de que Dios mantenga su llamada sobre nosotros
y de que, con la llamada, nos haya dado la capacidad de responder; y pedirle
que nunca, con nuestra rigidez y dureza, seamos obstáculos que impidan a los
hombres el encuentro con Dios.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Siento que Cristo protagoniza
mi vida?
.- ¿Me alegra la “recuperación”
espiritual de un hermano?
.- ¿Qué experiencia tengo del
sacramento de la reconciliación?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN,
franciscano-capuchino.
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