SAN JUAN 14, 15-21
"En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos: Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que
os de otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El
mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni le conoce; vosotros, en cambio, lo
conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré
desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no verá, pero vosotros me veréis
y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi
Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los
guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me
revelaré a él."
*** *** ***
Continúa “el discurso de despedida” de
Jesús, desgranando elementos fundamentales para fortalecer la fe y la esperanza
de los discípulos. El gran legado, promotor de todo su dinamismo será el
Espíritu, aquí denominado como el Defensor y el Espíritu de la verdad. Un
Espíritu desconocido por “el mundo”. Declara que el verdadero amor
se manifiesta en la guarda de sus “mandamientos”,
y que la identificación con Jesús supone el acceso al corazón del Padre.
REFLEXIÓN
PASTORAL
“Estad
dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os lo pida, Pero con
mansedumbre, respeto y buena conciencia” (1 Pe 3,15-16).
Esta invitación, esta urgencia, no ha
desaparecido, y es particularmente necesaria en estos momentos de crisis de
valores.
No a la confrontación, pero, también, no a
la inhibición. Así surgió la Iglesia, del testimonio de la esperanza de los
discípulos. Un testimonio que “llenó de
alegría a la ciudad” (Hch 8,8). La tristeza existencial que nos atenaza, a
pesar del barullo reinante, ¿no obedecerá a que hemos silenciado esa esperanza?
¿Tenemos algo que decir? ¿Decimos algo? ¿Cómo lo decimos?
Primero, hemos de decir una palabra humana
y humanizadora. Los cristianos debemos estar presente -no solo no ausentes- con
presencia peculiar y propia, en la configuración del proyecto humano. Hay que
humanizar, impidiendo que el rostro del hombre se vaya desfigurando con rasgos
inhumanos e infrahumanos. No debemos extrañarnos sino entrañarnos en el
compromiso humano. Nuestra profesión de fe debe ser humanizadora; debe ayudar a
que nazca ese hombre nuevo apuntado en la resurrección de Cristo, habitante de
unos cielos nuevos y una tierra nueva, donde habite la justicia (2 Pe 3,13).
Pero antes, y para eso, nuestra vida personal debe humanizarse, y nuestra fe
debe humanizarnos. Es la primera palabra: una palabra humana, desde el modelo
de hombre que Dios nos reveló en Cristo.
Y una palabra religiosa. No podemos
sustraer, silenciar o camuflar esta palabra (Mt 5,16). Necesaria e inequívoca,
creída y creíble. Pues no se trata de “terrenizar” el Evangelio, sino de
“evangelizar” la tierra; no se trata tanto de “humanizar” el Evangelio, cuanto
de “evangelizar” al hombre. ¿Somos religiosamente inexpresivos? ¿Los que se
encuentran con nosotros, con quién se encuentran? ¿Con Dios? ¿A dónde y a quién
remitimos con nuestro ser y nuestro obrar? Y esa palabra, humana y religiosa,
no es más que una: JESUCRISTO. Y para pronunciarla con verdad y credibilidad
necesitamos la asistencia del Espíritu
El evangelio de hoy nos insta a una
adhesión personal, íntima y consecuente a él, a Cristo, a sus “mandamientos”,
que se reducen a un mandamiento: “Permaneced
en mi amor” (Jn 15,9). En esa adhesión hallaremos la experiencia de la
filiación divina y de la presencia fortificante del Espíritu de Dios, que es
presentado como el “Espíritu de la verdad”. Un Espíritu que nos invita a vivir
en la “verdad de Jesús” en medio de una sociedad donde la verdad está siendo
desnaturalizada y tergiversada: donde a la explotación se le llama negocio; a
la irresponsabilidad, tolerancia, a la injusticia, orden establecido; a la
arbitrariedad, libertad; a la falta de respeto, sinceridad… Desde esa adhesión
a Jesús, a sus mandamientos, y al Espíritu de la verdad, entraremos a formar parte
de la “familia de Dios”, y superaremos la sensación de orfandad, desamparo y
desconcierto.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Anuncio y
vivo el Evangelio de la alegría y con alegría?
.- ¿Con qué
actitudes doy razón de mi esperanza en Cristo?
.- ¿Guardo
(viviendo) o guardo (ocultando) el mandamiento del Señor?
Domingo J.
Montero Carrión, franciscano capuchino.
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