SAN MARCOS 1, 29-39.
“En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían no les permitía hablar.
Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: Todo el mundo te busca.
Él les respondió: Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido.
Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.”
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Tres momentos destacan en este relato: 1) la curación de la suegra de Pedro (que muestra el talante natural de Jesús, atento a los detalles. 2) Un sumario que globaliza su actividad sanadora y regeneradora de la vida. 3) La indivisible unión entre oración y misión. Marcos subraya que Jesús no se deja hipotecar por la popularidad; no se detiene a rentabilizar el éxito; su tarea es evangelizar, pasar por la vida haciendo el bien, gratuitamente.
REFLEXIÓN PASTORAL
Jesús es un centro, un foco de salud y de vida. Entra en la historia anunciando y realizando el Reino de Dios, es decir, anunciando y realizando la presencia salvadora de Dios, a todos los niveles y en todos los lugares.
Nos cuenta hoy el evangelista Marcos que, al salir de la sinagoga de Cafarnaún, donde acababa de curar a un enfermo, Jesús se dirige con los primeros cuatro discípulos a la casa de Simón y de Andrés. Al entrar, se entera de que la suegra de Simón está enferma, inmediatamente se acerca a ella, interesándose por su estado; le toma de la mano y le devuelve la salud, incorporándose ella a los quehaceres de la casa. Se trata casi de una anécdota intranscendente, que nos habla, sin embargo, elocuentemente de la sensibilidad de Jesús. Para él nada ni nadie es irrelevante. Tampoco nosotros. “Confiad vuestras preocupaciones a Dios, que él se interesa por vosotros” (1 Pe 5,7). “Él sana los corazones destrozados” aclamamos en el salmo responsorial.
Al atardecer, pasado el sábado, la casa de Simón y de Andrés se ve rodeada de enfermos que buscan ser curados. Y Jesús, nos dice el evangelista, devuelve a muchos la salud. Pero no termina ahí su quehacer.
Cuando todos duermen, él sale a un lugar solitario a orar. La oración es un aspecto fundamental de su acción evangelizadora. A Jesús no le bastaba estar con los hombres, ni siquiera morir por los hombres; necesitaba momentos de absoluto, de comunicación y comunión íntima con el Padre Dios. Jesús necesita verificar al Padre en su vida y verificar su vida ante el Padre. Ese es el sentido más profundo de su oración.
Y esto es importante destacarlo, porque aquí suele residir el fallo de no pocos proyectos de evangelización y de no pocos evangelizadores: la falta de la oración. Evangelizar no es solo transformar el mundo, sino transformarlo según el designio de Dios. Para eso hay que contemplar a Dios. Y eso no se improvisa. ¿Cuánto tiempo dedicamos a programar? ¿Y a orar? ¿Oramos nuestras programaciones? ¿Oramos nuestra pastoral? ¿Oramos nuestra vida?
Advertida su ausencia, los discípulos le buscan nerviosos. “Todo el mundo te busca”, le dicen al encontrarle, en un intento de hacerlo regresar al fervor de la multitud entusiasmada. Pero Jesús no se deja monopolizar ni marear por los aplausos. (¡Otra tentación de la evangelización y del evangelizador!) Su misión es hacer el bien, sin detenerse a rentabilizarlo; por eso les dice. “Vamos a otra parte…, que para eso he salido”.
Y es que Jesús todavía es necesario, y “todos le buscan”. Todos los que como Job, en la primera lectura, buscan el sentido de la vida. Para ese hombre, descrito como jornalero, resignado, muchas veces sin horizontes ni perspectivas, agotado, desasosegado, “con el corazón destrozado” (salmo responsorial), para ese hombre debe seguir resonando y actualizándose el evangelio de Jesús. Y ¿cómo? A través de hombres que sientan en lo más hondo de su ser la urgencia de prestar ese servicio.
“¡Ay de mí si no anuncio el evangelio!”, exclama san Pablo en la segunda lectura. Y para eso no duda en hacerse “débil con los débiles…, y todo a todos”. Sabiendo que en ese deshacerse por el Evangelio está construyendo su futuro personal, y un futuro mejor para los demás.
Hoy se nos hace una llamada a salir de nuestras vidas satisfechas, a veces saturadas, para compartir, para unir nuestras manos en la tarea de amortiguar el hambre que es, paradójicamente, el alimento diario de millones de hombres.
La palabra de Dios nos invita hoy a dirigir la mirada a Jesús, fuente de vida y de salud, modelo de evangelizador con la acción y la oración; a dirigir la mirada al hombre para ofrecerle, desde la propia vivencia, el mensaje sanador y esperanzador de la caridad del Evangelio como alternativa a una vida que se consume sin esperanza (y muchas veces hasta sin pan); y a dirigir la mirada a Dios, para pedirle la audacia que, como a Pablo, nos lleve a servir con generosidad la causa del Evangelio, que muchas veces es la causa de los menos favorecidos.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Siento la urgencia de anunciar y hacer presente el Evangelio de Jesús?
.- ¿Se consume mi vida en una atonía existencial?
.- ¿Busco de verdad a Jesús?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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