SAN LUCAS 24, 35-48.
“En aquel tiempo contaban los discípulos lo que les había acontecido en el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan. Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les dijo: Paz a vosotros.
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. El les dijo: ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.
Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ¿Tenéis algo de comer?
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que cumplirse.
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.”
CONTINUAMOS RECHAZANDO A CRISTO ¡Y COMULGANDO!
Apenas se nos ha ido un invierno, y ya contamos por decenas los muertos en las fronteras que nos separan de África.
Al escuchar hoy las palabras del Apóstol, a la fe se le hace imposible establecer separación entre Jesús de Nazaret y esos jóvenes africanos a los que la indiferencia de los satisfechos y la codicia de los poderosos están entregando a la desesperación y a la muerte: “Rechazasteis al santo, al justo… matasteis al autor de la vida”... Rechazamos a los pequeños, a los últimos, a los hambrientos, a los emigrantes en los que el santo, el justo, el autor de la vida nos pidió que lo acudiésemos. Continuamos rechazando a Cristo.
Continuamos ignorando la angustia de los pobres, pisoteando su dignidad, destruyendo su vida; continuamos crucificando en ellos a Cristo Jesús.
Me pregunto si en la comunidad cristiana hay alguien que desconozca ese calvario en el que es atormentada, vejada, humillada, escarnecida, condenada y clavada en la desgracia una multitud innumerable de hombres, mujeres y niños.
Y si conocemos el calvario, me pregunto cómo podemos verlo y callar, verlo y pasar de largo, verlo y continuar con nuestras rutinas, verlo como si nada hubiésemos visto, verlo y no gritar de dolor y de rabia, verlo y comulgar.
Quiere ello decir que en ese calvario no hemos visto a otro, no hemos visto a alguien: ¡y es que parece que allí no hubiésemos visto a nadie!
No hemos caído en la cuenta de que es nuestro calvario, de que allí nos están crucificando a nosotros, que aquella carne herida es nuestra propia carne, que allí se desangra nuestro propio yo.
No hemos caído en la cuenta de que en ese calvario de nuestros días continúa crucificado Cristo Jesús a quien se supone que amamos, en quien decimos que creemos, por quien se diría que estamos dispuestos a dar la vida.
¡Todavía no hemos caído en la cuenta!
De esa ignorancia, el Apóstol parece hacer una ocasión de disculpa, de excusa, de escapatoria para nuestro crimen; pero bueno será, yo diría que es del todo necesario, que nos hagamos cargo de nuestra responsabilidad por cada cruz que se levanta en el calvario de los pobres; bueno será, del todo necesario, el arrepentimiento y la conversión, para que se borren nuestros pecados, para que la indiferencia deje paso a la responsabilidad, al compromiso, a la solidaridad.
Es hora de que veamos a Cristo y nos veamos a nosotros mismos en la agonía de los pobres.
Es hora de que empecemos a confesar que crucificamos a Cristo –nunca lo he confesado y nunca lo he oído en confesión-.
Es hora de que empecemos a confesar que ahogamos a Cristo en el Mediterráneo, en el Estrecho de Gibraltar, en el Atlántico; que martirizamos a Cristo en la vida de los pobres, que lo esclavizamos, lo prostituimos, lo vendemos, lo llevamos a empujones a la muerte.
Es hora de que, comulgando con Cristo y con los pobres, hagamos nuestro el grito humano y creyente de los hijos de Dios, del Hijo de Dios: “Escúchame cuando te invoco, Dios, defensor mío”.
Sólo si se cura la ceguera de nuestra fe, podremos reconocer en los pobres a Jesucristo el Justo, que intercede por nosotros ante el Padre.
Sólo si reconocemos en los pobres a Cristo, en los pobres Cristo nos dará su paz, en los pobres nos llenará de alegría, en los pobres se quedará con nosotros, en los pobres se nos hará compañero de camino, en los pobres se sentará a la mesa con nosotros.
Feliz comunión con Cristo resucitado. Feliz encuentro con Cristo en la Eucaristía y en los pobres.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger
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