SAN JUAN 15 ,1-8.
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará.”
Ver… amar… morar
Ver al Señor, oír lo que el Señor dice, creer en él, amarnos unos a otros, permanecer en el Señor: ése es el camino del discípulo de Jesús.
¡Ver al Señor! ¡Oír lo que el Señor dice! Es una paradoja, pues lo hemos de ver sin verlo y lo hemos de oír sin oírlo.
Saulo, camino de Damasco, lo mismo que Tomás en la casa donde los discípulos estaban encerrados por miedo, necesitaron ver y oír de aquella manera suya, para que empezaran a ver y oír de esa manera nuestra, por la que el Señor, a nosotros y no a ellos, nos llamó dichosos, cuando dijo: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
Ellos necesitaron ver y oír para creer. Nosotros necesitamos creer para ver y oír.
Y así, porque creemos, vemos al Señor y lo escuchamos en los hermanos y en la comunidad de los que se reúnen en su nombre; lo vemos y lo escuchamos en la palabra que él nos dice y en la eucaristía con que él nos alimenta; lo vemos y lo escuchamos en los pobres en los que él nos pide ser alimentado, vestido, acogido, amado.
Si por la fe vemos a Cristo Jesús, y lo escuchamos, y lo acudimos, eso quiere decir que, si creemos, amamos.
Y no parece que, para la fe, amar sea otra cosa si no es ver al que amamos y escuchar su palabra.
Esa fe llenará de Cristo Jesús la eucaristía que celebramos. En ella, él nos enseña, nos sana, ora con nosotros y por nosotros, se ofrece con nosotros y por nosotros, nos da su Espíritu, se nos entrega como pan de vida y bebida de salvación.
Esa fe nos llenará de Cristo Jesús: lo veremos y lo oiremos en la creación que hemos de cuidar, en los acontecimientos que vivimos, en las alegrías y las penas que hemos de acoger y agradecer, en el trabajo y en el descanso, en la luz de nuestro día y en la oscuridad de nuestra noche.
La fe hará posible que tú, porque lo amas, veas y oigas a Cristo Jesús dentro de ti, más dentro de ti que tu propia intimidad.
La fe hará posible que tú, porque lo amas, te veas tan de Cristo Jesús como lo es su propio cuerpo, como su propio ser, tan en Cristo Jesús como está en él todo lo que él ama.
La fe hará posible que nosotros permanezcamos en él, y él en nosotros, que habitemos en él, y él en nosotros.
La vida cristiana es inseparable de esa presencia de Cristo: él va con nosotros, porque mora en nosotros. Y nosotros vamos con él, porque moramos en él.
Todo eso nos entra por los ojos en la eucaristía que celebramos, nos entra por el oído en la palabra que escuchamos, nos entra por la boca en la eucaristía que comulgamos, de modo que, en este admirable sacramento, vemos cumplido el evangelio que se nos ha anunciado y que la fe ha aceptado: “Permaneced en mí, y yo en vosotros”.
Y damos gracias con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, porque el amor de Dios nos ha injertado en Cristo Jesús, y nos ha hecho sarmientos en la vid verdadera, para que en ella demos fruto abundante.
Feliz domingo.
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