SAN LUCAS 3, 1-6
El profeta habla a una comunidad de últimos, a hombres y mujeres que parecen haber nacido para ser nadie, para no ser, hombres y mujeres a los que hemos vestido de luto y aflicción: Nos pidieron pan y les dimos piedras; nos pidieron justicia y los arrojamos a la intemperie; nos pidieron una oportunidad y sólo les ofrecimos la posibilidad de que hombres, mujeres y niños se enfrentasen a la muerte –sin caer en la cuenta de que, si ellos se nos mueren, se nos muere la navidad: se nos muere el Niño-.
En este tiempo que se nos ha dado para que preparemos el nacimiento de un Dios pobre, las ciudades se iluminan en honor al dios dinero, al dios progreso, al dios consumo. Las ciudades se iluminan cada vez más, pero continuaremos sin ver a ese Dios vulnerable que llama a las puertas de nuestra vida pidiendo ayuda. Las ciudades se iluminarán como si ellas fuesen la luz, como si de ninguna otra luz tuviésemos necesidad. Las ciudades se iluminarán, y nos distraerán para que olvidemos el luto y la aflicción de los pobres.
Pero es a ellos, precisamente a ellos, a los hambrientos, a los sin techo, a los sin futuro, es a ellos a quienes se dirige la palabra del Señor; a ellos se les dará un nombre para siempre: “Paz en la justicia” y “Gloria en la piedad”.
Sólo ellos podrán decir con verdad las palabras del salmo: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.
Esas palabras resuenan bajo las arenas del desierto, también bajo las aguas del mar. Es una voz poderosa como un trueno, una sola voz, la voz de los crucificados y el Crucificado, de los muertos y el Resucitado.
El Señor su Dios, en Cristo Jesús, ha cambiado su suerte, los ha despojado del vestido de luto y aflicción, los ha envuelto en un manto de justicia: en Cristo, todos fueron llorando, llevando la semilla; en Cristo, todos vuelven cantando, trayendo sus gavillas.
He dicho: “en Cristo”; y es como si dijese: “en su cuerpo que es la Iglesia”; también en mí, que soy parte de ese cuerpo.
Si somos de Cristo, si somos cristianos, estamos llamados a ser “cambia suerte” de los pobres, somos las manos de Dios para quitar vestidos de luto y aflicción, para tejer mantos de justicia, para allanar caminos, abrir fronteras, de modo que los pobres se muevan con seguridad.
Si somos de Cristo, estamos llamados a ser evangelio para los pobres.
Ésta es la verdadera evangelización: que los pobres se encuentren con Cristo encontrándose con su cuerpo, con su Iglesia, con cada uno de nosotros.
Éste es el verdadero adviento: el que nos dispone a recibir amorosamente a Cristo y a los pobres.
Y ésta es hoy nuestra eucaristía: es memoria agradecida de Cristo Jesús, en quien el Padre nos ha dado para siempre el nombre de “Paz en la justicia” y “Gloria en la piedad”; y es comunión –siendo muchos, nos hacemos uno- con Cristo y con los pobres.
Desde esa comunión, también nosotros podremos decir con verdad: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”; desde esa comunión, también nosotros veremos la salvación de Dios; desde esa comunión llegaremos al día de Cristo limpios e irreprochables.
En Cristo, los pobres entran hoy en nuestra comunidad, en nuestra compasión, en nuestras vidas.
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