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domingo, 6 de febrero de 2022

¡FELIZ DOMINGO! 5º DEL TIEMPO ORDINARIO

 

 ISAÍAS 6,1-2a. 3-8.

    El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo. Y vi serafines en pie junto a él. Y se gritaban uno a otro diciendo: ¡Santo, santo, santo el Señor de los Ejércitos, la tierra está llena de su gloria! Y temblaban las jambas de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo.

    Yo dije: ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los Ejércitos.

     Y voló hacia mí uno de los serafines con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado.

     Entonces escuché la voz del Señor, que decía: ¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí? Contesté: Aquí estoy, mándame.

  

No estábamos allí

Sucedió en nuestra ausencia:

Del 2 de febrero de 2022: «Un muerto y un evacuado al hundirse patera con 50 personas en Fuerteventura».

Del 2 de febrero de 2022: «Turquía denuncia la muerte de 12 emigrantes expulsados por Grecia».

Del 1 de febrero de 2022: «Mueren quemados en Marruecos una emigrante nigeriana y sus tres hijos».

Ésas que acabas de leer, ¡ni siquiera son noticias! Son fríos comunicados de Agencia, entiéndase de entidad-máquina, de entidad-robot, de entidad sin sangre, sin cuerpo, sin alma.

En esa máquina de expedir comunicados, todo queda reducido a número, a cantidad, a referencia sin sangre, sin cuerpo, sin alma.

La máquina ignora a las personas, sus nombres, sus heridas, sus miedos, sus esperanzas, sus historias, y todo lo sepulta bajo artículos indeterminados y cifras de computadora: un muerto, un evacuado, una emigrante, doce emigrantes, tres hijos de una emigrante…

La máquina no dice: “Aquí estoy”, ni siquiera se atreve a sugerir un: “Ahí están”. La máquina sólo comunica lo que hubo, lo que hay: cadáveres que contar, cifras que dar, formularios que rellenar.

Pero aquella madre que sobrevivió una semana a sus tres hijos carbonizados, aquel joven al que recogieron muerto, puede que de hambre y sed, puede que de frío, puede que ahogado –la máquina no lo dice-, aquellas doce personas que fueron despojadas de sus ropas de abrigo y abandonadas al invierno para que el invierno las matase, todos ellos gritaron en nuestra puerta un angustiado “aquí estoy”: todos gritaron delante de nosotros su necesidad, su indigencia, su nombre, su condición de hermanos...

Y quienes teníamos que responder con nuestro “aquí estoy”, callamos, fingimos no haber escuchado, o nos dijimos unos a otros que aquélla no era hora de llamar, que aquel no era lugar para llamar, que no era el modo de llamar a nuestra puerta. ¡Y era el Señor quien llamaba! ¡Y fue al Señor a quien quemamos vivo! ¡Y fue al Señor a quien ahogamos en el mar! ¡Y fue al Señor a quien robamos el abrigo y abandonamos para que el invierno lo matase de frío!

 

 “Aquí estoy”

La fe en el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, la fe en el Dios de Jesús de Nazaret, supone siempre una relación personal entre Dios y el creyente: una presencia de Dios al hombre, una presencia del hombre a Dios.

La fe supone siempre un: “aquí estoy”, que Dios dice al hombre, y que el hombre dice a Dios.

Sea que lo diga Dios al hombre, sea que lo diga el hombre a Dios, ese “aquí estoy” tiene su razón de ser: “Aquí estoy por ti”. Y tiene su finalidad: “Aquí estoy para ti”.

Si es el hombre quien le dice al Señor: “aquí estoy”, se entiende que le está diciendo: “mándame”; le está diciendo: “habla, Señor, que tu siervo escucha”; le está diciendo: “hágase en mí según tu palabra”; le está diciendo: “¿qué quieres que haga?”

Pero al mismo tiempo que dice “aquí estoy”, el creyente intuye que hay un abismo abierto entre él y Dios.

Entonces, desde lo hondo del propio yo, se abre camino hasta los labios la confesión de lo que el hombre es a los ojos de Dios: “¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”; confesión que necesito hacer cada día con las palabras de Simón: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”.

Entre ese: “¡Ay de mí!”, ese “apártate de mí”, y el “aquí estoy” que han de pronunciar el profeta y el discípulo, la fe percibe siempre un “no temas”, un “no tengas miedo”, que llevan aparejados una purificación de nuestros labios impuros, un acercamiento de Dios a nuestra debilidad, una gracia, una mirada acogedora, la declaración de una misión.

En realidad, profetas y discípulos sólo somos aprendices de Jesús, aprendices del Hijo, que, entrando en el mundo, dice al Padre: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad.”

De la mano de Jesús, entramos en la escuela donde aprendemos a ser hijos de Dios.

Con Jesús, la Iglesia dice: “Aquí estoy”, y, con Jesús, como Jesús, es enviada a evangelizar a los pobres. Con Jesús decimos: “Aquí estoy”, y, con Jesús, como Jesús, nos hacemos obreros en el reino de Dios, testigos de la fidelidad de Dios, sacramentos de su misericordia, evangelio para los pobres.

El domingo y su eucaristía se nos vuelven así escuela de hijos de Dios, de profetas del Altísimo, de discípulos de Cristo Jesús.

Pero el gozo sereno de nuestro domingo, de nuestra eucaristía, una y otra vez es atravesado por la violencia atroz que sufren los pobres: Obligamos a una madre, con sus tres niños, a cobijarse del frío bajo una tienda de plástico; ajusticiamos a doce inocentes abandonándolos en una cámara de congelar; empujamos a una travesía hacia la muerte a miles de personas en busca de futuro.

Dios mío, ¿por qué la crueldad pisotea lo que el amor tenía que abrazar? ¿Por qué odiamos a los pobres? ¿Por qué te odiamos, Señor?

En nuestro domingo, en nuestra Eucaristía, en la escuela donde los hijos de Dios aprendemos a amar, allí, con Jesús, aprendemos a decir “Aquí estoy”.

Se lo decimos a Dios; se lo decimos a los pobres: “Aquí estoy”.

Feliz comunión con Cristo Jesús.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

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