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domingo, 26 de junio de 2022

¡FELIZ DOMINGO! 13º DEL TIEMPO ORDINARIO

 

SAN LUCAS 9, 51-62                            

         “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante. De camino entraron en una aldea de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén.

Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos? El se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea.

 Mientras iban de camino, le dijo uno: Te seguiré a donde vayas. Jesús le respondió: Las zorras tienen madriguera y los pájaros nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza.

A otro le dijo: Sígueme.

Él respondió: Déjame primero ir a enterrar a mi padre. Le contestó: Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios.

Otro le dijo: Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia.

Jesús le contestó: El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios”.

 

LIBERTOS DE CRISTO, ESCLAVOS DE AMOR:

En la Iglesia se habla –hablamos- muy poco de libertad; puede incluso que, en muchas ocasiones y de muchas maneras, nos hayamos mostrado recelosos de la libertad, si no abiertamente contrarios a su ejercicio. Y, sin embargo, en la lectura apostólica de este domingo oiremos proclamar: “Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado”.

Y has entendido que se te decía: Cristo nos ha liberado para amar; el amor hizo a Dios nuestro esclavo para que nos hiciéramos esclavos unos de otros por el amor: ¡Somos libertos de Cristo para ser esclavos de su amor!

La palabra de la revelación te recuerda que en esa esclavitud de amor, en esa libertad de “amar al prójimo como a ti mismo”, en esa llamada a “amar a todos como Dios te ama”, se encierran para ti todos los mandatos de la Ley.

Aquel día, que parecía hecho sólo para la tristeza de los esclavos, a la entrada de la iglesia en la que se celebraba el entierro de un bebé que había sobrevivido apenas unos minutos a su nacimiento, un cartel iluminaba la noche del sentido: “Lo importante en la vida  no es hacer algo, sino nacer y dejarse amar”.

Las palabras eran un certificado de plenitud para la vida de aquel hijo, y una apertura de cada vida al aire de la libertad. Los padres del bebé habían podido suscribir aquel mensaje porque sabían cuánto amaban ellos a aquel hijo, y también porque la fe les decía cuánto a todos los amaba Dios.

Si se ha nacido amado, se ha tenido una vida completa aunque sólo se haya conocido por un instante la ternura de quien nos ama.

La libertad que has recibido de Cristo es libertad de la necesidad de poseer, ya se trate de hijos, de seres queridos, de riquezas o de la propia vida.

La libertad que de Cristo has recibido es libertad frente al dolor, a la enfermedad, a la muerte; es la libertad que Eliseo necesitó para dejar bueyes y aperos de labranza y casa y familia, y correr tras Elías”; es la libertad que recibieron los discípulos para dejarlo todo y seguir a Jesús.

Ésa es la libertad que  hace posible en Teresa de Jesús la serena quietud de su “sólo Dios basta”, la misma que hizo posible en Francisco de Asís la plenitud que se intuye resumida en la aclamación: “¡Mi Dios, mi todo!”

La libertad que de Cristo has recibido, Iglesia amada de Dios, es la que te permite hoy hacer tuyas las palabras del Salmista: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano”.

Lo dirás orando, lo dirás comulgando; lo dirás con tus hermanos de fe, lo dirás con tus hermanos de pobreza: “Yo digo al Señor: «Tú eres mi bien.»”; “Tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero”.

Y lo que va diciendo tu oración y tu comunión, al tiempo que te hace libre de tus esclavitudes, te hace siervo de todos por el amor.

Esa libertad sólo Cristo te la puede dar y nadie te la puede quitar.

Feliz domingo.

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 12 de junio de 2022

SEPTENARIO A LA SANTÍSIMA TRINIDAD. DÍA 7º

 


¡Oh Padre mío todopoderoso y eterno! Inclínate sobre tu criatura y no veas en ella más que a tu Amado Hijo en quien tienes puestas tus complacencias. Acógeme en tus brazos Padre.

 

Santo, Santo, Santo, Señor Dios del Universo, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria.

Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.

 

¡Oh mi Cristo crucificado por mi amor! Revísteme de ti mismo, para que sea mi vida una irradiación de la tuya. Actúa en mi ser como adorador, como reparador, como salvador.

 

Santo, Santo, Santo...

 

¡Oh fuego incandescente, Espíritu de Amor! Ven a mí para que hagas en mi alma una como encarnación del Verbo, y puedas renovar en ella todo su Misterio.

 

Santo, Santo, Santo...

 

¡FELIZ DOMINGO! SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD!

 


SAN JUAN 16, 12-15.

    “En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora: cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”. 

 

Siendo muchos, somos uno:

Es la solemnidad de la Santísima Trinidad. Hoy celebramos un misterio que, siendo todo de Dios, es también misterio de la Iglesia.

No sólo confesamos y celebramos que Dios es Padre y es Hijo y es Espíritu Santo; confesamos también y celebramos que somos hijos de ese Padre, que somos cuerpo del Hijo, que somos templo del Espíritu Santo.

Si a Dios le decimos con verdad: “Padre nuestro”, si Cristo y su Iglesia ya no son dos sino una sola carne, si a todos nos mueve el mismo Espíritu, el Dios de nuestra fe ya no puede ser un Dios sin nosotros, y el nosotros de la fe, ya no puede ser un nosotros sin Dios.

Hemos sido bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Si a la luz de nuestra fe decimos: “Dios”, entendemos Padre, Hijo y Espíritu Santo; y si decimos: “Iglesia”, entendemos “pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

Y lo que la fe confiesa, los sacramentos lo manifiestan: La eucaristía que celebramos y recibimos, la comunión que hacemos, es evidencia de que pertenecemos a la intimidad de Dios, pues “fortalecidos en este sacramento con el Cuerpo y la Sangre del Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formamos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”.

Guardo memoria de aquella experiencia de comunión: era el encuentro acostumbrado entre Cristo el Señor que se ofrecía y la comunidad que lo recibía. ¡Cuántas veces nos habíamos dado aquella cita y aquel abrazo! ¡Cuántas veces, después del abrazo,  habíamos repetido la misma súplica: “quédate, Señor, conmigo”… Pero aquel día aconteció algo nuevo, algo inesperado, como si en el tiempo irrumpiese por un instante la eternidad: Aquella comunidad, que acababa de comulgar, se vio a sí misma en Dios, estaba en el Hijo de Dios, era una sola con el Hijo de Dios; aquel día, aquella comunidad se supo alcanzada por el amor con que Dios Padre ama a su único Hijo.

Y en la eternidad de aquel instante se nos hizo de casa el misterio que confesábamos de Dios: Éramos muchos y era único el Espíritu que nos animaba. Éramos muchos y formábamos en Cristo un solo cuerpo. Éramos muchos y éramos uno con Cristo en el amor recibido, uno con Cristo en el culto ofrecido, uno con Cristo para servir a todos, uno con Cristo en la misión de evangelizar a los pobres.

La comunidad de los discípulos de Jesús, la Iglesia, la humanidad entera, está llamada a ser sacramento de la unidad que es propia de Dios, conforme al deseo expresado en la oración de Jesús: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti; que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.

Si el Dios de nuestra fe ya es para siempre un Dios con nosotros, el creyente ya no puede decir o pensar un nosotros sin Dios, ya no puede decir o pensar un yo sin hermanos, ya no hay lugar en él para un yo que no se reconozca a sí mismo en los hambrientos de pan y de justicia, en los abandonados al borde del camino, en los excluidos de la paz, en los que mueren persiguiendo un sueño.

La fe y los sacramentos que, haciéndonos uno en Cristo Jesús, nos hacen de Dios, haciéndonos uno con Cristo Jesús, nos hacen también de los hermanos, nos hacen de todos, como de todos es Cristo Jesús.

Y así somos “como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”, somos un testimonio verdadero y convincente del misterio de la Santísima Trinidad, somos humanidad nueva según el corazón de Dios, somos una memoria permanente de que Dios es amor.

Siendo muchos, somos uno: el misterio de Dios es también nuestro misterio.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

SEPTENARIO A LA SANTÍSIMA TRINIDAD. DÍA 6º

 


¡Padre mío Celestial!, bondad infinita a quien amo con todo mi corazón. Comunícame un destello de ese bien supremo que eres Tú, para que tu bondad se manifieste en mi vida y sea testimonio de tu Amor.

 

Santo, Santo, Santo, Señor Dios del Universo, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria.

Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.

 

¡Oh Rey de la gloria, que eres Señor del universo, prototipo de perfección y de hermosura! Te adoro y te amo, y quiero alabarte en nombre de toda la humanidad, porque bajaste del cielo para salvarme y para darme tu vida y tu amor. ¡Gracias!

 

Santo, Santo, Santo...

 

¡Oh Espíritu Santificador! Inunda mi alma con tu gracia y ayúdame a esparcir tu fragancia por doquier. Penetra todo mi espíritu y toma de él posesión, de tal manera que mi vida no sea en adelante sino una irradiación de tu amor y de tu luz.

 

Santo, Santo, Santo...

 

viernes, 10 de junio de 2022

SEPTENARIO A LA SANTÍSIMA TRINIDAD. DÍA 5º

 


¡Oh Padre amabilísimo! ¡Qué feliz me siento de verte tan amado y glorificado de tu Hijo divino Jesús! Yo te ofrezco todo este amor, toda esta gloria que recibes de Él durante toda la eternidad.

 

Santo, Santo, Santo, Señor Dios del Universo, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria.

Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.

 

¡Oh Verbo adorable, imagen resplandeciente de las divinas perfecciones!, te bendigo y te amo con los mismos sentimientos de sumisión y confianza que Tú tienes para con el Padre. Concédeme que te conozca mejor para más amarte por toda la eternidad.

 

Santo, Santo, Santo...

 

¡Oh Espíritu Santo, fuente de todo consuelo y de toda dulzura! ¡Condúceme por los senderos de la luz y de la paz!

 

Santo, Santo, Santo...

 

jueves, 9 de junio de 2022

SEPTENARIO A LA SANTÍSIMA TRINIDAD. DÍA 4º

 


Padre lleno de misericordia y bondad: desde nuestra nada cantaremos las maravillas que haces con tus hijos, viendo incansables tus manos extendidas para protegernos.

 

Santo, Santo, Santo, Señor Dios del Universo, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria.

Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.

 

Sólo en Ti Hijo de Dios Altísimo, experimentamos la alegría y fantasía ilimitada del amor correspondido. Transfórmanos por este divino amor.

Santo, Santo, Santo...

 

¡Oh Espíritu santificador!: Ilumina constantemente nuestro camino y haz botar para nosotros un río de agua viva que sacie nuestro deseo de un amor sin fin.

Santo, Santo, Santo...