SAN LUCAS 12, 49-53.
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz al mundo? No, sino división. En adelante, una familia de cinco está dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.
CON CRISTO ME HICE DE DIOS Y DE LOS POBRES
Lo intuye el corazón: entre cristiano y pobre hay una misteriosa relación; es como si se necesitasen mutuamente.
Si dices Cristo, dices un empobrecido, dices un Hijo que se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.
Si dices Cristo, dices un Hijo de Dios que no sólo se hizo hombre, sino que se hizo pobre para enriquecernos a todos con su pobreza.
A su vez, si dices pobre, dices alguien en quien Cristo vive, dices hombres y mujeres en quienes Cristo continúa experimentando necesidades de pobre.
Si dices pobre, dices destinatarios del evangelio que es Cristo Jesús, destinatarios del evangelio que es el cuerpo de Cristo –la Iglesia-, destinatarios del evangelio que son los miembros de ese cuerpo, que eres tú, que soy yo.
Y esto parece ser lo que reclama de nosotros la fe en Cristo Jesús: pobreza como opción de vida, y pobres como misión, como destinatarios del evangelio que para ellos fue Jesús, que ha de ser también la Iglesia, y que en la Iglesia hemos de ser tú y yo.
La mano de la fe lo ha escrito así en la pared de nuestra vida: si has dejado de ser pobre, has dejado de ser creyente cristiano.
Si has dejado de ser pobre, en tu corazón antes que en tus labios se habrán apagado las palabras de súplica, de alabanza, de agradecimiento. No necesitarás decir: “Señor, date prisa en socorrerme”; no tendrás motivo alguno para “esperar con ansia al Señor”, no habrá lugar a que confieses que “él se inclinó y te escuchó”, que “él te levantó”, que él te resucitó, que “él puso en tu boca un cántico nuevo”.
Si has dejado de ser pobre, no te será posible la comunión con ese creyente que, reconociéndose “pobre y desgraciado”, confiesa que “Dios cuida de él”.
Esa confesión la podemos escuchar en labios del salmista: “El Señor cuida de mí”. La puede hacer también el profeta Jeremías; la hará con toda verdad Jesús de Nazaret, el crucificado-resucitado. Y con Jesús de Nazaret la harán todos los pobres en los que él aún padece necesidad: “El Señor cuida de mí”.
Pero no podrá hacerla quien no comulgue con Jesús en su pobreza.
El que quiera ser de Cristo Jesús, el que quiera ser cristiano, que se convierta a él, que se convierta en él, hasta que sea verdad en su vida lo que el apóstol decía de la suya: “Con Cristo quedé crucificado y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”.
Que te mueva la piedad de Jesús por los que sufren, que te duela como a Jesús el dolor de los demás, que resuene en tus entrañas el grito de los crucificados.
Comulga con la oración de Jesús, con la misión de Jesús, con sus esperanzas, con su amor al Padre y a los hermanos.
Hasta que puedas decir: Con Cristo me hice último, con Cristo me hice pobre, con Cristo me hice siervo, con Cristo me hice de Dios y de los pobres.
Feliz domingo.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger
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