San Marcos 1, 21-28.
“Llegó Jesús a Cafarnaún, y cuando al sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios. Jesús le increpó: Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: ¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y lo obedecen. Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.”
Aceptar una declaración de amor
“Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón”: eso decimos en nuestra celebración eucarística, animándonos unos a otros a la fidelidad en la relación con el Señor, a la obediencia que es propia de los hijos de Dios, a la responsabilidad gozosa que es propia de la familia de la fe.
“Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: No endurezcáis vuestro corazón”.El Dios de nuestra fe, el Dios amor, siendo un eterno donante de amor, es al mismo tiempo un mendigo de amor.
“Escuchar hoy la voz del Señor” significa acoger el amor que nos ofrece –el suyo-, y darle el amor que mendiga –el nuestro -: intercambio asombroso, y se diría que siempre ruinoso para nuestro Dios y Señor, como lo son todos los que ha hecho y hace con nosotros.
Y si preguntáramos dónde nos ofrece ese amor nuestro Dios, dónde se nos declara, dónde podemos acogerlo, la fe nos invitaría a vislumbrar en la hermosura de las criaturas la presencia del amado, a leer como cartas suyas de amor las páginas de la Escritura santa, a recibir como suyas las palabras de sus profetas, a acoger en nuestra casa su Palabra hecha carne, a creer en su nombre para ser hijos de Dios.
“Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor”.
Ahora, en Cristo Jesús, puedes reconocer el lugar de la salvación que te viene de Dios, el cuerpo del amor que Dios te tiene, la palabra humana con la que asomarte al misterio de un amor inefable por divino, la medida humana con la que aventurarte en el misterio de un amor insondable por divino, la luz con la que vislumbrar la belleza del amor de un Dios escondido, un amor que ilumina siempre aunque es de noche.
“Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor”: Dios pequeño, Dios humilde, Dios pobre, Dios necesitado, Dios ignorado, Dios rechazado, Dios crucificado… Todo se te ha dado en ese Hijo, todo se te ha dado en ese Único, en ese solo don, todo se te ha declarado tu Dios en esa sola Palabra suya. ¡Todo!
Pero no dejamos de oír tampoco la advertencia con que nos amonesta el salmista, la misma con que hoy unos a otros nos amonestamos en nuestra oración: “No endurezcáis vuestro corazón”. Porque ésa es la realidad: podemos “endurecer el corazón”, podemos no escuchar la voz del Señor, podemos no leer su mensaje, podemos leerlo e ignorarlo, podemos leerlo y despreciarlo, ¡podemos no creer!
A la vista de todos está que podemos prostituir la creación, mensajera obstinada de la belleza de Dios; podemos menospreciar, por su apariencia humilde, la palabra inspirada; podemos cerrar la puerta de nuestra vida a la evidente pobreza de la Palabra encarnada; podemos quedarnos sin acoger un amor infinito, sólo porque Dios no se nos ha presentado como pretendíamos que fuese.
Puede suceder todo eso también en nuestra comunidad, pero no queremos que suceda: Hoy en nuestra Eucaristía escucharemos y comeremos la Palabra, celebraremos el amor con que Dios nos ama, haremos fiesta por la salvación que se nos ofrece, nos asombraremos por el misterio de gracia que se abre ante nuestros ojos.
Hoy comulgamos con Cristo Jesús, con el que “enseña con autoridad”, con el que “manda a los espíritus inmundos y le obedecen”, con el que, luchando contra el mal del hombre, nos revela el compromiso de Dios con las víctimas del mal.
Y no olvidamos que la comunión con Cristo Jesús en la Eucaristía no será verdadera si no es verdadera nuestra comunión con él en los pobres: “Si hay entre los tuyos un pobre, un hermano tuyo, en una ciudad tuya, en esa tierra tuya que va a darte el Señor, tu Dios, no endurezcas el corazón ni cierres la mano a tu hermano pobre”. Habremos acudido al Señor –lo habremos amado- si hemos amado a nuestro hermano pobre.
«No endurezcáis el corazón»: Escucha la voz del Señor, la voz de los pobres.
Los verás sólo a ellos, pero es Él.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger
No hay comentarios:
Publicar un comentario