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¡FELIZ DOMINGO! 1º DE CUARESMA


 

San Lucas 4, 1-13.                   

“En aquel tiempo, Jesús lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces, el diablo le dijo: Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: Está escrito: No solo de pan vive el hombre.

Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo, y le dijo: Te daré el poder y la gloria de todo esto, porque a mí me lo han dado y yo lo doy a quien quiero. Si te arrodillas delante de mí, todo será tuyo. Jesús le contestó: Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto.

Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: Si eres Hijo de Dios tírate de aquí abajo, porque está escrito: Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y también: Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras. Jesús le contestó: Está mandado: No tentarás al Señor tu Dios. Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión.”

 

Orar, empobrecerte y amar

Sólo los pobres pueden hacer confesión agradecida de lo que el Señor su Dios ha hecho para acudirlos en su necesidad. Sólo ellos pueden decir con verdad: “El Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia”. Sólo los pobres saben de evangelio y de fe.

De ahí la naturalidad con que, en un mundo que a sí mismo se ve rico, en un mundo que se basta a sí mismo, la palabra evangelio nada signifique, y la fe en el Dios del evangelio haya sido abandonada.

Quienes hoy, en la eucaristía dominical, presentamos al Señor la cestilla de nuestro agradecimiento, lo hacemos desde nuestra condición de pobres que han sido agraciados con el evangelio. Y será bueno que, imitando la profesión de fe del pueblo escogido, también nosotros hagamos nuestra profesión de fe, confesión de la gracia de Dios en nuestra vida, de la abundancia de su misericordia con nosotros.

Di al Señor: «Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti».

En Cristo, tu Hijo, tú te pusiste junto a nosotros para librarnos: éramos ciegos, y él nos abrió los ojos para que te viéramos en tus criaturas, y nos abrió el oído para que escucháramos tu palabra, y nos soltó la lengua para que cantáramos tus alabanzas.

En Cristo, tu Hijo, tú estuviste con nosotros, nos defendiste, nos glorificaste; en él, en tu único Hijo, tú, Señor, nos resucitaste de entre los muertos, nos justificaste, nos salvaste.

En Cristo nos has dado tu palabra, tu gracia, tu justicia; en él nos has escogido para que tengamos vida, para que en tu casa seamos libres con la libertad de tus hijos…

Cristo Jesús es para nosotros la tierra de promisión a la que tú nos has llevado por la fe, la tierra en la que somos hijos tuyos, la tierra en la que tú nos amas, en la que somos tus herederos, “una tierra que mana leche y miel”.

Ésa es hoy nuestra profesión de fe delante del Señor: somos hijos en el Hijo de Dios.

Y, lo mismo que el Hijo de Dios fue llevado por el Espíritu Santo al desierto, mientras era tentado por el diablo, también nosotros, en el tiempo de nuestra vida, somos llevados por el Espíritu de Jesús, mientras somos tentados desde nuestra condición de hijos de Dios: tentados de utilizar a Dios, de servirnos de él, de negar el amor que él es siempre y que nos muestra en todas las circunstancias de la vida; tentados por el poder y la gloria de los reinos del mundo, poder y gloria que no son Dios y que ocuparían en nuestro corazón el lugar de Dios –el mundo está llenos de víctimas inocentes del poder y la gloria de sus reinos-; tentados de tentar a Dios, de negar su libertad, de negar su justicia y su amor.

Lo tuyo, Iglesia cuerpo de Cristo, no es decir a las piedras que se conviertan en pan, sino convertirte a ti misma en pan sobre la mesa de los pobres, lo mismo que Cristo Jesús ha querido ser pan para ti sobre la mesa de tu eucaristía.

Lo tuyo no es revestirte con el poder y la gloria de los reinos de este mundo, sino arrodillarte a los pies de todos para lavarlos, hacerte de todos de todos para servirlos, amar a todos hasta perderte a ti misma por ellos.

Lo tuyo no es dar espectáculo a los curiosos, ni mostrar lo asombrosa que eres, sino entrar en lo secreto, y allí, en lo secreto, orar, empobrecerte y amar, como, escuchando y contemplando, aprendiste de Cristo Jesús, tu Señor.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

domingo, 2 de marzo de 2025

¡FELIZ DOMINGO! 8º DEL TIEMPO ORDINARIO

San Lucas 6, 39-45.

    “En aquel tiempo, ponía Jesús a sus discípulos esta comparación: ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, si bien cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.

    ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?  ¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota de tu ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.

    No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto: porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.

    El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa el corazón, lo habla la boca.”

 

¡Ojo al corazón!

 

Entrar en el corazón, nombrar lo que hay en él, es acercarse a la verdad de lo que somos.

Si queremos encontrarnos con nosotros mismos, hemos de entrar en ese espacio secreto, íntimo, nuestro, sólo nuestro, que es el corazón.

Lo que allí atesoramos, es la matriz donde nace y crece lo que somos a la vista de todos, allí nace y crece lo que sale del corazón.

Jesús lo dijo de aquella manera: “De lo que rebosa el corazón, habla la boca”; o lo que es lo mismo: lo que llevamos dentro, en el corazón, eso saldrá a la luz en lo que decimos y en lo que hacemos.

La historia de la humanidad, y la historia de cada ser humano, dejan entrever la infinidad de sueños que pueden encontrar acogida en un corazón: “El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón, saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal”.

En el corazón de Dios no existe la maldad: allí son de casa la misericordia y la fidelidad. Nos lo recuerda el salmista: “El Señor es justo, en él no existe la maldad”;y  nos lo deja siempre a la vista Cristo Jesús, que es sacramento de la misericordia de Dios, de la fidelidad de Dios, de la mirada compasiva de Dios.

La fe que profesamos lleva consigo que imitemos lo que creemos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”; amad como Dios ama; haced salir vuestro sol sobre buenos y malos, como el Señor nuestro Dios hace salir su sol sobre justos e injustos…

Por la fe que profesamos, llevamos en el corazón a Cristo Jesús, y no simplemente como idea o creencia, sino que lo llevamos como él es, y, día a día, con obstinación de amantes, nos miramos en él, para hacernos con sus sentimientos, su modo de ser, sus opciones en la relación con Dios, sus opciones en la relación con los demás.

Por la fe que profesamos, intentamos guardar en nuestro corazón lo que en su corazón guardaba Jesús: el amor del Padre, la obediencia al Padre, la pasión por el reino de Dios, los pobres, como destinatarios del evangelio, como predilectos de Dios.

Si nos decimos discípulos de Jesús, guardaremos en el corazón la imagen del Maestro arrodillado a nuestros pies para lavarnos, y en el corazón, indelebles, quedarán grabadas las palabras del mandato que él nos dio: “haced vosotros lo mismo”.

La eucaristía que celebramos es memoria real y verdadera de Cristo Jesús, memoria de sus palabras, de sus miradas, de sus gestos, de sus hechos, de su compasión, memoria de su vida entregada, de su amor hasta el extremo.

Celebramos la eucaristía para  guardar en el corazón a Cristo Jesús, para aprender los sentimientos de Cristo Jesús, para aprender a ser pan sobre la mesa de los pobres, para aprender a curar las heridas de la humanidad, para dejar que el Espíritu de Dios nos transforme en Cristo Jesús.

En la eucaristía, para aprender a Cristo, escuchamos la palabra de Dios y la palabra de la Iglesia. En la eucaristía, comulgamos para ser todos uno, para ser todos el cuerpo de Cristo, para ser todos Cristo.

En la eucaristía, escuchando y comulgando, guardamos en el corazón a Cristo, para que todos lo encuentren en nuestra vida, como está escrito: “De lo que rebosa el corazón, habla la boca: el hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón, saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal”.

Quien lleva a Cristo en el corazón, “en la vejez seguirá dando fruto, y estará lozano y frondoso, crecerá como una palmera, crecerá en los atrios de nuestro Dios”.

En el corazón está la verdad de lo que somos. Si deseamos que en nuestra vida se transparente Cristo Jesús, ¡ojo al corazón!

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

domingo, 23 de febrero de 2025

¡FELIZ DOMINGO! 7º DEL TIEMPO ORDINARIO

 


San Lucas 6, 27-38.

    “En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian.

    Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.

    Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues si amáis solo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis solo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores con intención de cobrárselo.

   ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada: tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos.

    Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis la usarán con vosotros.”

 

Vivir como Dios

Se dice en tono coloquial: vives como Dios; para decir que alguien “vive bien”, “muy bien”, “estupendamente”.

Claro que el Dios de ese dicho nada tiene que ver con el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, con el Dios de nuestra fe.

Si lo miras desde los ojos del Salmista, tu Dios anda atareado en perdonar culpas, en curar enfermedades, en rescatar vidas de la muerte, en repartir cuanta gracia y ternura podamos recibir: Dios misericordioso, que padece con los que padecen, y a quien estremece la ternura por sus fieles.

Entonces intuyes un significado nada coloquial para la expresión “vivir como Dios”. Porque tu Dios es un padre, una madre, que vela por el bien de sus hijos; tu Dios es un amor atareado en borrar culpas, perdonar ofensas, curar heridas, salvar vidas; tu Dios padece de mal de amor.

No, tu Dios no puede “vivir estupendamente”, como aquel rico que banqueteaba cada día, mientras, a la puerta de su casa, un pobre moría de llagas y de hambre.

Es más, empiezas a sospechar que Dios es precisamente aquel pobre, que yace llagado y hambriento a las puertas del rico para salvarlo de su “vivir estupendamente”.

Y a ese Dios pobre, echado a las puertas de la humanidad, lo reconoces en Jesús, que nació en pobreza, humildad y caridad, vivió en pobreza humildad y caridad, y murió en pobreza, humildad y caridad. En Cristo Jesús, Dios pasó amando a sus enemigos, haciendo el bien a quienes lo odiaban, bendiciendo a quienes lo maldecían, orando por los que lo crucificaban.

Mírate en él, mírate en la Palabra de Dios que, hecha carne, habitó entre nosotros: verás que presenta la otra mejilla a quien le pega, verás que deja la capa y la túnica hasta quedar levantado en una cruz y desnudo, verás que nada reclama de lo que le hemos arrebatado.

Si nos miramos en Cristo Jesús, “vivir como Dios” se nos vuelve mandato: “amad a vuestros enemigos, haced el bien sin esperar nada”… “Sed compasivos… no condenéis… perdonad… dad”… Si nos miramos en él, éste es el mandato que recibimos: “que os améis unos a otros como yo os he amado”… que seamos como él… que vivamos como él...

Y si alguien pregunta cómo ha de hacer para “mirarse en Jesús”, invítalo a “mirarse en el evangelio”, a escuchar su palabra, a dejarse llevar por su Espíritu, a seguirlo en su camino, a imitar su vida…

La Eucaristía que celebramos es sacramento de la vida entregada de Cristo Jesús: sacramento de su amor hasta el extremo, sacramento de quien se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, sacramento del perdón con que, en Cristo Jesús, Dios nos sana y nos libera, sacramento de la ternura con que, en Cristo Jesús, Dios nos abraza…

En la Eucaristía, de Cristo Jesús aprendemos a “vivir como Dios”: aprendemos a ser todo de todos, como lo es él, como lo es el pan de nuestra ofrenda, como lo es el pan de nuestra comunión…

En la Eucaristía, vamos a la escuela del amor de Dios.

Feliz domingo.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

 

 

domingo, 16 de febrero de 2025

¡FELIZ DOMINGO! 6º DEL TIEMPO ORDINARIO

 

Jeremías 17, 5-8.

    “Así dice el Señor: Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita.

    Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto a las corrientes echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.”

 


San Lucas 6, 17. 20-26. 

    “En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo:

    Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.

    Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.

    Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.

    Dichosos vosotros cuando os odien los hombres y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del Hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo: porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.

     Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.”

 


Una cuestión de confianza

La fe no parece que sea cuestión de creencias sino cuestión de confianza.

El profeta lo expresó así: “Maldito quien confía en el hombre… Bendito quien confía en el Señor”…

Y allí donde el profeta había dicho: “bendito”, el salmista interpretó: “dichoso”, y hoy, con el salmista, nosotros oramos diciendo: “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor”.

Y, a la hora de dibujar imaginativamente al que es bendito y dichoso, y al que es maldito y desdichado, el profeta y el salmista recurren a imágenes que eran y son de casa en la vida de los fieles: el que es bendito y dichoso, “será como un árbol plantado junto al agua… al borde la acequia… que da fruto en su sazón”; no así los impíos: ellos “serán paja que arrebata el viento”…

Todo parece obvio, pero es más bien asombroso, es paradójico, porque esos benditos, esos dichosos, esos árboles que no sienten el estío –esta mañana los moradores de la calle me hablaban de su noche y de su frío-, son “los pobres”: “los que ahora tenéis hambre, los que ahora lloráis”, los odiados, los excluidos, lo calumniados, los proscritos. Ésos son los “dichosos”. Aun más, se diría que sólo ellos son los “dichosos”.

Y si, en vez de fijarte en el árbol junto al agua, te fijas en el cardo de la estepa, vuelves a experimentar el mismo asombro ante otra asombrosa paradoja, pues esos cardos, que habitan la aridez del desierto, son “los ricos”: “los que ahora estáis saciados, los que ahora reís”, los admirados por todos, los envidiados de todos…

Ahora nosotros, desde la fe, habremos de escoger lo que queremos ser. Y todo nos parece obvio si la elección es entre bendición y maldición, bienaventuranza y desdicha, árbol junto al agua y cardo en la estepa. Pero todo se nos vuelve paradoja cuando nos dicen que hemos escogido pobreza y no riqueza, lágrimas y no risas, ser odiados y no reconocidos, ser excluidos y no admirados…

Entonces recuerdas expresiones que tal vez has oído y has admirado y has considerado normales, como de andar por casa: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (el salmista); “quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta” (Teresa de Ávila); “mi Dios, mi todo” (Francisco de Asís)… E intuyes que esas expresiones sólo tienen sentido si las dice un pobre –dichas por otro serían sólo un sarcasmo-.

Si nos ponemos en la fila de la comunión con Cristo pobre, vamos diciendo que escogemos la confianza en el Señor y no en la riqueza, escogemos servir y no dominar, escogemos amar a todos y no ignorarlos…

Si nos ponemos en la fila de la comunión con Cristo pobre, la vida –la nuestra como la suya- se hace de los pobres, la paz se hace de los pobres, el pan se hace de los pobres…

Si nos ponemos en la fila de la comunión con Cristo pobre, sellamos nuestra opción de ingreso en un mundo de hermanos.

Que nadie ofenda a Dios, blasfemando contra el Espíritu Santo, haciéndole aliado de nuestras manías de grandeza, de nuestros sueños de poder, de los demonios que en todo tiempo y lugar empujan a matar para ser grande.

Si nos ponemos en la fila de la comunión con Cristo pobre, quiere decir que “sólo Dios basta”.

Es una cuestión de confianza.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger