domingo, 2 de marzo de 2025

¡FELIZ DOMINGO! 8º DEL TIEMPO ORDINARIO

San Lucas 6, 39-45.

    “En aquel tiempo, ponía Jesús a sus discípulos esta comparación: ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, si bien cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.

    ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?  ¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota de tu ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.

    No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto: porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.

    El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa el corazón, lo habla la boca.”

 

¡Ojo al corazón!

 

Entrar en el corazón, nombrar lo que hay en él, es acercarse a la verdad de lo que somos.

Si queremos encontrarnos con nosotros mismos, hemos de entrar en ese espacio secreto, íntimo, nuestro, sólo nuestro, que es el corazón.

Lo que allí atesoramos, es la matriz donde nace y crece lo que somos a la vista de todos, allí nace y crece lo que sale del corazón.

Jesús lo dijo de aquella manera: “De lo que rebosa el corazón, habla la boca”; o lo que es lo mismo: lo que llevamos dentro, en el corazón, eso saldrá a la luz en lo que decimos y en lo que hacemos.

La historia de la humanidad, y la historia de cada ser humano, dejan entrever la infinidad de sueños que pueden encontrar acogida en un corazón: “El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón, saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal”.

En el corazón de Dios no existe la maldad: allí son de casa la misericordia y la fidelidad. Nos lo recuerda el salmista: “El Señor es justo, en él no existe la maldad”;y  nos lo deja siempre a la vista Cristo Jesús, que es sacramento de la misericordia de Dios, de la fidelidad de Dios, de la mirada compasiva de Dios.

La fe que profesamos lleva consigo que imitemos lo que creemos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”; amad como Dios ama; haced salir vuestro sol sobre buenos y malos, como el Señor nuestro Dios hace salir su sol sobre justos e injustos…

Por la fe que profesamos, llevamos en el corazón a Cristo Jesús, y no simplemente como idea o creencia, sino que lo llevamos como él es, y, día a día, con obstinación de amantes, nos miramos en él, para hacernos con sus sentimientos, su modo de ser, sus opciones en la relación con Dios, sus opciones en la relación con los demás.

Por la fe que profesamos, intentamos guardar en nuestro corazón lo que en su corazón guardaba Jesús: el amor del Padre, la obediencia al Padre, la pasión por el reino de Dios, los pobres, como destinatarios del evangelio, como predilectos de Dios.

Si nos decimos discípulos de Jesús, guardaremos en el corazón la imagen del Maestro arrodillado a nuestros pies para lavarnos, y en el corazón, indelebles, quedarán grabadas las palabras del mandato que él nos dio: “haced vosotros lo mismo”.

La eucaristía que celebramos es memoria real y verdadera de Cristo Jesús, memoria de sus palabras, de sus miradas, de sus gestos, de sus hechos, de su compasión, memoria de su vida entregada, de su amor hasta el extremo.

Celebramos la eucaristía para  guardar en el corazón a Cristo Jesús, para aprender los sentimientos de Cristo Jesús, para aprender a ser pan sobre la mesa de los pobres, para aprender a curar las heridas de la humanidad, para dejar que el Espíritu de Dios nos transforme en Cristo Jesús.

En la eucaristía, para aprender a Cristo, escuchamos la palabra de Dios y la palabra de la Iglesia. En la eucaristía, comulgamos para ser todos uno, para ser todos el cuerpo de Cristo, para ser todos Cristo.

En la eucaristía, escuchando y comulgando, guardamos en el corazón a Cristo, para que todos lo encuentren en nuestra vida, como está escrito: “De lo que rebosa el corazón, habla la boca: el hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón, saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal”.

Quien lleva a Cristo en el corazón, “en la vejez seguirá dando fruto, y estará lozano y frondoso, crecerá como una palmera, crecerá en los atrios de nuestro Dios”.

En el corazón está la verdad de lo que somos. Si deseamos que en nuestra vida se transparente Cristo Jesús, ¡ojo al corazón!

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

domingo, 23 de febrero de 2025

¡FELIZ DOMINGO! 7º DEL TIEMPO ORDINARIO

 


San Lucas 6, 27-38.

    “En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian.

    Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.

    Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues si amáis solo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis solo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores con intención de cobrárselo.

   ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada: tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos.

    Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis la usarán con vosotros.”

 

Vivir como Dios

Se dice en tono coloquial: vives como Dios; para decir que alguien “vive bien”, “muy bien”, “estupendamente”.

Claro que el Dios de ese dicho nada tiene que ver con el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, con el Dios de nuestra fe.

Si lo miras desde los ojos del Salmista, tu Dios anda atareado en perdonar culpas, en curar enfermedades, en rescatar vidas de la muerte, en repartir cuanta gracia y ternura podamos recibir: Dios misericordioso, que padece con los que padecen, y a quien estremece la ternura por sus fieles.

Entonces intuyes un significado nada coloquial para la expresión “vivir como Dios”. Porque tu Dios es un padre, una madre, que vela por el bien de sus hijos; tu Dios es un amor atareado en borrar culpas, perdonar ofensas, curar heridas, salvar vidas; tu Dios padece de mal de amor.

No, tu Dios no puede “vivir estupendamente”, como aquel rico que banqueteaba cada día, mientras, a la puerta de su casa, un pobre moría de llagas y de hambre.

Es más, empiezas a sospechar que Dios es precisamente aquel pobre, que yace llagado y hambriento a las puertas del rico para salvarlo de su “vivir estupendamente”.

Y a ese Dios pobre, echado a las puertas de la humanidad, lo reconoces en Jesús, que nació en pobreza, humildad y caridad, vivió en pobreza humildad y caridad, y murió en pobreza, humildad y caridad. En Cristo Jesús, Dios pasó amando a sus enemigos, haciendo el bien a quienes lo odiaban, bendiciendo a quienes lo maldecían, orando por los que lo crucificaban.

Mírate en él, mírate en la Palabra de Dios que, hecha carne, habitó entre nosotros: verás que presenta la otra mejilla a quien le pega, verás que deja la capa y la túnica hasta quedar levantado en una cruz y desnudo, verás que nada reclama de lo que le hemos arrebatado.

Si nos miramos en Cristo Jesús, “vivir como Dios” se nos vuelve mandato: “amad a vuestros enemigos, haced el bien sin esperar nada”… “Sed compasivos… no condenéis… perdonad… dad”… Si nos miramos en él, éste es el mandato que recibimos: “que os améis unos a otros como yo os he amado”… que seamos como él… que vivamos como él...

Y si alguien pregunta cómo ha de hacer para “mirarse en Jesús”, invítalo a “mirarse en el evangelio”, a escuchar su palabra, a dejarse llevar por su Espíritu, a seguirlo en su camino, a imitar su vida…

La Eucaristía que celebramos es sacramento de la vida entregada de Cristo Jesús: sacramento de su amor hasta el extremo, sacramento de quien se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, sacramento del perdón con que, en Cristo Jesús, Dios nos sana y nos libera, sacramento de la ternura con que, en Cristo Jesús, Dios nos abraza…

En la Eucaristía, de Cristo Jesús aprendemos a “vivir como Dios”: aprendemos a ser todo de todos, como lo es él, como lo es el pan de nuestra ofrenda, como lo es el pan de nuestra comunión…

En la Eucaristía, vamos a la escuela del amor de Dios.

Feliz domingo.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

 

 

domingo, 16 de febrero de 2025

¡FELIZ DOMINGO! 6º DEL TIEMPO ORDINARIO

 

Jeremías 17, 5-8.

    “Así dice el Señor: Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita.

    Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto a las corrientes echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.”

 


San Lucas 6, 17. 20-26. 

    “En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo:

    Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.

    Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.

    Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.

    Dichosos vosotros cuando os odien los hombres y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del Hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo: porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.

     Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.”

 


Una cuestión de confianza

La fe no parece que sea cuestión de creencias sino cuestión de confianza.

El profeta lo expresó así: “Maldito quien confía en el hombre… Bendito quien confía en el Señor”…

Y allí donde el profeta había dicho: “bendito”, el salmista interpretó: “dichoso”, y hoy, con el salmista, nosotros oramos diciendo: “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor”.

Y, a la hora de dibujar imaginativamente al que es bendito y dichoso, y al que es maldito y desdichado, el profeta y el salmista recurren a imágenes que eran y son de casa en la vida de los fieles: el que es bendito y dichoso, “será como un árbol plantado junto al agua… al borde la acequia… que da fruto en su sazón”; no así los impíos: ellos “serán paja que arrebata el viento”…

Todo parece obvio, pero es más bien asombroso, es paradójico, porque esos benditos, esos dichosos, esos árboles que no sienten el estío –esta mañana los moradores de la calle me hablaban de su noche y de su frío-, son “los pobres”: “los que ahora tenéis hambre, los que ahora lloráis”, los odiados, los excluidos, lo calumniados, los proscritos. Ésos son los “dichosos”. Aun más, se diría que sólo ellos son los “dichosos”.

Y si, en vez de fijarte en el árbol junto al agua, te fijas en el cardo de la estepa, vuelves a experimentar el mismo asombro ante otra asombrosa paradoja, pues esos cardos, que habitan la aridez del desierto, son “los ricos”: “los que ahora estáis saciados, los que ahora reís”, los admirados por todos, los envidiados de todos…

Ahora nosotros, desde la fe, habremos de escoger lo que queremos ser. Y todo nos parece obvio si la elección es entre bendición y maldición, bienaventuranza y desdicha, árbol junto al agua y cardo en la estepa. Pero todo se nos vuelve paradoja cuando nos dicen que hemos escogido pobreza y no riqueza, lágrimas y no risas, ser odiados y no reconocidos, ser excluidos y no admirados…

Entonces recuerdas expresiones que tal vez has oído y has admirado y has considerado normales, como de andar por casa: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (el salmista); “quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta” (Teresa de Ávila); “mi Dios, mi todo” (Francisco de Asís)… E intuyes que esas expresiones sólo tienen sentido si las dice un pobre –dichas por otro serían sólo un sarcasmo-.

Si nos ponemos en la fila de la comunión con Cristo pobre, vamos diciendo que escogemos la confianza en el Señor y no en la riqueza, escogemos servir y no dominar, escogemos amar a todos y no ignorarlos…

Si nos ponemos en la fila de la comunión con Cristo pobre, la vida –la nuestra como la suya- se hace de los pobres, la paz se hace de los pobres, el pan se hace de los pobres…

Si nos ponemos en la fila de la comunión con Cristo pobre, sellamos nuestra opción de ingreso en un mundo de hermanos.

Que nadie ofenda a Dios, blasfemando contra el Espíritu Santo, haciéndole aliado de nuestras manías de grandeza, de nuestros sueños de poder, de los demonios que en todo tiempo y lugar empujan a matar para ser grande.

Si nos ponemos en la fila de la comunión con Cristo pobre, quiere decir que “sólo Dios basta”.

Es una cuestión de confianza.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

domingo, 9 de febrero de 2025

¡FELIZ DOMINGO! 5º DEL TIEMPO ORDINARIO

  


San Lucas 5, 1-11

“En aquel tiempo, la gente se agolpaba en torno a Jesús para oír la palabra de Dios. Estando él de pie junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes.

Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.

Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca».

Respondió Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes».

Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse. Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador».

Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.

Y Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres».

Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.”

 

Una comunidad de “salva vidas”

 

No sé si alguna vez nos hemos preguntado por la fe que profesamos. No sé si eso que llamamos fe llega s ser algo más que un puñado de creencias que tenemos. No sé si somos conscientes de lo que decimos cuando, en la celebración eucarística, recitamos al unísono las palabras del Credo: puede que nos declaremos creyentes, puede que seamos incluso defensores fanáticos de nuestras creencias, sin que hayamos empezado a creer.

La fe dice relación personal con Dios.

Quien dice: “creo en Dios”, está diciendo: “confío en Dios. Y la confianza lleva a la escucha de la palabra de Dios, a la atención afectuosa a su voluntad, a la obediencia filial… De ahí que, necesariamente, la fe lleve consigo el drama de toda relación humana: la fe será siempre búsqueda de entendimiento, de fidelidad, de hondura, de verdad… La fe será siempre búsqueda, una búsqueda hecha de escucha, de atención, de obediencia… La fe será siempre una cuestión de amor

El profeta lo expresó de aquella manera: “Aquí estoy, mándame”.

Y la memoria de la fe evoca la confesión del Hijo que entra en el mundo: “Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me has dado un cuerpo… Entonces yo dije: Aquí estoy, para hacer tu voluntad”.

Ahora es el Hijo el que nos invita a seguirlo: “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Y es como si dijera: Venid y aprended de mí; venid y haceos, vosotros también, obedientes a la palabra de Dios; venid y aprended a creer, aprended a ser hijos, aprended a decir con el Hijo: “Aquí estoy, mándame”,  “aquí estoy, para hacer tu voluntad”. “Aquí estoy” para ser pobre, para ser último, para ser de todos, para amar, para servir. “Aquí estoy”.

También nosotros lo diremos con el Hijo; lo diremos como él; lo diremos en comunión con él.

Aprendiendo a decir “aquí estoy”, aprendemos a ser hijos de Dios en el Hijo de Dios: una comunidad de enviados en misión al modo del Hijo de Dios; una comunidad de enviados a anunciar a todos la buena noticia de la salvación; una comunidad de enviados a entregar la vida porque todos vivan; una comunidad de enviados a ser “pescadores de hombres”, a ser “salva vidas” de humanidad; una comunidad de hombres y mujeres evangelio para los pobres.

Y empezamos a tomar conciencia de que el don de la fe lo hemos recibido para bendición de todos, para alegría de todos, para que todos conozcan la gracia y la verdad que vienen de Dios... para que todos conozcan el corazón de Dios, los sueños de Dios, el amor que es Dios…

No te sorprendas si, lo mismo que Simón el pescador, te ves a ti mismo indigno de Dios: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”.

Tú dices: “Apártate de mí”; y él te dice: “No tengas miedo”, vamos a pescar

Y, dejándolo todo, lo siguieron…

Hoy eres tú el que escucha su palabra y se pone a caminar con él.

Hoy eres tú el que comulga con él para seguirlo, para ser como él. 

Hoy eres tú el que dice: “Aquí estoy”, y puedes adivinar la bienaventuranza de los beneficiarios de tu fe: “los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la buena noticia”.

No tengáis miedo: desde ahora seréis una comunidad de “salva vidas”.

 

Siempre en el corazón Cristo.

 + Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

sábado, 1 de febrero de 2025

¡FELIZ DOMINGO! ¡FELIZ FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR! ¡FELIZ JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA!

San Lucas 2, 22-40  

    "Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”.

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quién has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.

Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este está puesto en Israel para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”.

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.

Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.

El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba."

                       

«Ahora»

Así empieza el cántico de Simeón: “Ahora, Señor”.

Ese “ahora” es mucho más que un adverbio de tiempo: es un adverbio de salvación encontrada, de plenitud tomada en brazos, de promesas cumplidas, de futuro conjugado en presente… Ese “ahora” que impregna todas las palabras del cántico, es un adverbio de fe, que sólo en labios creyentes se puede abrir…

Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”: es como si el vaso de la vida de quien así habla, se hubiese llenado de paz hasta los bordes… Es como si la muerte, ella también, para ese creyente, ya no fuese más que una última mensajera de paz… Es como si nada quedara ya que esperar, como si nada quedara ya por ver…

Y si preguntas –al justo Simeón, a la profetisa Ana-, ¿qué es lo que ha acontecido para que irrumpiera en su mundo la novedad de ese “ahora”? Los dos te dirán: _Hemos visto.

Entonces viene a la memoria la vieja definición de fe en el catecismo de mi infancia: “Fe es creer lo que no vimos”. Y escucho de nuevo la voz de Simeón, la voz de Ana, que, a su modo, van diciendo: _No, no, no es verdad; fe es ver lo que creemos.

Entonces vuelvo a preguntar: _¿Qué es lo que hoy habéis visto? ¿Qué es lo que ha entrado en el templo? ¿Qué es lo que ha entrado en el tiempo y hecho posible ese “ahora” que ya nunca se acabará?

Hemos visto –responderán- lo que el profeta había anunciado: “Entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis”. Hemos visto lo que el salmista había cantado: “Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria”. Hemos visto lo que el evangelista ha narrado: “Sus padres llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor”.

Hemos visto a un niño, lo tomamos en brazos, y en ese niño reconocimos “al Señor”, “al Rey de la gloria”, reconocimos “al Salvador”, al que es Luz para iluminar a las naciones, al que es Gloria del pueblo de Dios.

Hemos visto… Lo dicen Simeón y Ana, y con ellos lo vas diciendo tú, Iglesia que, impulsada por el Espíritu, has venido hoy a celebrar la eucaristía: en la palabra que escuchamos, en el pan que comemos, hemos visto al Señor; en la comunidad que somos, en los pobres que abrazamos, en la humanidad que amamos, hemos visto al Salvador.

Ahora eres tú la que, con el salmista, vas clamando: “Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria”. Y adviertes que estás clamando, no a las puertas del templo de Jerusalén, no a las puertas de un templo de piedra, sino a las puertas de tu propio corazón, para que, abiertas de par en par, dejen paso al que esperas, al que buscas, al que necesitas, al que amas, al que llega, a tu Rey, a tu Dios.

Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios”: Tú escuchas la palabra de Dios y comulgas el Pan de la eucaristía –es tu modo de tomar en brazos el sacramento de la salvación, es tu modo de tomar en brazos a Cristo Jesús-, y entonas tu “Ahora”, porque en la eucaristía, también tú has visto que Dios ha entrado en tu vida, también tú has visto al que es tu Salvador.

Y, si vemos en la Eucaristía al Salvador, se nos abrirán los ojos para que lo veamos siempre en los pobres.

Feliz “ahora”. Feliz domingo.

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger