domingo, 22 de junio de 2025

¡FELIZ DOMINGO, SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO!

 


San Lucas  9, 11b-17
                                                
“En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios, y curó a los que lo necesitaban. Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida; porque aquí estamos en descampado.
Él les contestó: Dadles vosotros de comer.  Ellos replicaron: No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío. (Porque eran unos cinco mil hombres).
Jesús dijo a sus discípulos: Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta. Lo hicieron así, y todos se echaron.
Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos”.
 

Sólo vamos ofreciendo pan

 Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, quien, con estos alimentos sagrados, ofrece el remedio de la inmortalidad y la prenda de la resurrección”. La liturgia del día remite a un sacramento que en mesa humilde ofrece al creyente manjares celestes.

 

El banquete eucarístico:

¿Por qué hablamos de un banquete si en la eucaristía sólo vemos un poco de pan y una copa de vino? Hablamos de banquete, porque hablamos de Cristo, y Cristo es todo lo que Dios puede dar al hombre, y todo lo que nosotros pudiéramos desear si fuésemos capaces de desear según la generosidad de Dios. En este sacramento, “Cristo es nuestra comida”, el Hijo de Dios es nuestro alimento, el cielo está dispuesto sobre el mantel de nuestra mesa.

La revelación y la experiencia mística fueron dando nombre a los bienes que se nos ofrecen en esta mesa de Dios para su pueblo. Aquí “el hombre recibe pan de ángeles”, a los hijos de Dios se les da “un pan delicioso bajado del cielo, que colma de bienes a los hambrientos, y deja vacíos a los ricos”. Aquí recibimos un alimento que es medicina de inmortalidad, prenda de la gloria futura: “El que coma de este pan, vivirá para siempre”.

Entonces, ¿por qué hablamos de pan y vino, si estamos hablando del cielo? Hablamos de pan y vino porque el Señor a quien recibimos, el que es para su pueblo resurrección y vida, la luz que nos ilumina y la gloria que esperamos, de un pan y una copa de vino quiso hacer, con una bendición agradecida, memoria verdadera de sí mismo, imagen real de su cuerpo entregado, de su sangre derramada.

Ésta es, Iglesia peregrina, la mesa de la divina caridad que te alimenta. En ella se te ofrece Cristo Jesús, el cual viene del amor que es Dios, es don del amor que Dios te tiene, es medida del amor con que Dios te ama. Tú, que lo recibes por la fe y la comunión, aprendiste a llamarle “mi salvador”, “mi redentor”, “mi Señor”, “mi Dios”, pues tu corazón sabe que todo eso quiso ser para ti el que te entregó su vida como se entrega un pan que se come, como se entrega una copa de vino que se comparte.

“¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra al memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura!”

 

Un sacramento que es memoria del Señor:

La Iglesia celebra la eucaristía según “una tradición que procede del Señor” y que sabemos inseparablemente unida a “la noche” en que lo “iban a entregar”. Aquella noche Jesús instituyó la memoria de su vida. No hizo un milagro para sorprendernos, ni nos dejó una herencia para enriquecernos. La memoria instituida fue sólo un pan repartido con acción de gracias, y una copa de vino compartida del mismo modo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros… Esta copa es la nueva alianza en mi sangre”.

Éste es el sacramento que se nos ha dado para que hagamos memoria de Jesús y proclamemos su muerte hasta que vuelva: “Haced esto en memoria mía”.

Ésta es la memoria de un amor extremo, que llevó al Hijo de Dios a hacerse para ti pan de vida y bebida de salvación: memoria de obediencia filial y súplica confiada; memoria de la santidad divina arrodillada a tus pies para lavarte; memoria del Señor hecho siervo de todos; memoria de una pobreza abrazada para enriquecerte con ella; memoria de una locura, que hizo de la tierra a Dios, para hacerte a ti del cielo.

Ésta es la memoria de una encarnación, de un anonadamiento, de un descenso de Dios al abismo de nuestra morada, memoria de Dios hecho prójimo del hombre, buen samaritano de hombres malheridos y abandonados, buen pastor que da la vida por sus ovejas.

Ésta es la memoria de un nacimiento en humildad y pobreza, memoria de un hijo envuelto en pañales y acostado en un pesebre; ésta e la memoria de la salvación que se ha hecho cercana a los fieles, de la gloria que habita nuestra tierra, de un abrazo entre la misericordia y la fidelidad; ésta es la memoria de un beso entre la justicia y la paz.

Ésta es la memoria de la vida del Hijo de Dios hecho hombre, memoria de su palabra, de su mirada, de su poder, de su ternura, de sus comidas, de sus alegrías, de sus lágrimas. Ésta es la memoria de su muerte y de su resurrección, de su servicio y de su ofrenda. Ésta es la memoria del cielo que esperamos. Ésta es la memoria del Señor.

 

Comieron todos y se saciaron:

Así dice el evangelio que se proclama este día en tu celebración eucarística: “Comieron todos y se saciaron”. Habrá muchos que se queden distraídos en lo que aquel hecho pudo tener de asombroso, de increíble, de imposible. Tú sabes, por experiencia de fe, lo que tuvo de anticipación de la eucaristía que celebras. Los panes que aquellos cinco mil comieron, eran apenas sombra del pan eucarístico que alimenta a los innumerables hijos de Dos.

No hace falta, Iglesia amada del Señor, que nadie te lo explique, porque tú misma lo ves: En tu celebración nos alimentamos de Cristo, pan único y partido, con el que alimenta a sus hijos el Padre del cielo. Comemos todos por la fe. Y nos saciamos, porque es a Cristo a quien recibimos, y él es para nosotros el cielo que esperamos.

Comieron… se saciaron… y cogieron las sobras”. Si la eucaristía es un pan para todos, necesariamente ha de sobrar, pues de ese único pan, del que comen los que creen, han de poder comer quienes todavía no lo han conocido. Lo más sorprendente en el relato de la multiplicación de los panes, no es que muchos hubiesen comido con poco, sino que hubiese sobrado para que comiesen todos los que no participaron de la comida.

Algunos piensan que los creyentes vamos por el mundo con la idea triste de ganar prosélitos. Un día sabrán que sólo vamos ofreciendo pan, un pan del cielo, que contiene en sí todo deleite.

 

Un misterio de plenitud y gratuidad:

Dicho sencillamente: Todo se nos da con Cristo, todo se nos da por gracia. Y no habría más que añadir. Se nos pide que recibamos lo que por gracia se nos ofrece.

Al comenzar la existencia, cada uno de nosotros ha vivido en el seno de la propia madre un entrañable misterio de plenitud y de gratuidad. Allí recibimos todo lo que necesitábamos para ser en cada momento, para abrirnos al futuro, para desarrollar nuestras posibilidades. Allí, si no hemos sido muy desafortunados, todo se nos ha dado con amor y todo ha sido para nosotros puro regalo.

Algo parecido vive el creyente que celebra la eucaristía: Todo lo recibe, todo se le regala. Ahora bien, por la fe, conocemos el don que se nos hace; por eso no sólo recibimos, también agradecemos, contemplamos, saboreamos, imitamos y amamos: ¡Aprendemos a dar, como Cristo Jesús, el pan de nuestra vida! ¡Todo por nada!

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 8 de junio de 2025

¡FELIZ DOMINGO DE PENTECOSTÉS!

 


San Juan 20, 19-23.

“Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.

Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”.

 

Bautizados y ungidos para amar

 

 

En este día último del Tiempo Pascual la Iglesia celebra el misterio de Pentecostés: Cristo glorificado envía su Espíritu a la Iglesia.

Hoy, al comenzar tu celebración eucarística, cantarás Aleluya por la admirable belleza de la obra de Dios en ti, Iglesia santa, creación nueva y admirable del poder de su gracia. Hoy cantarás tu Aleluya asombrada de lo que contemplas: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado y habita en nosotros”.

No me han hecho cristiano unos vestidos, no lo soy por los ritos que practico, no me identifica como cristiano el código moral que regula mi conducta, no me acreditan como de Cristo las verdades que sobre él puedo aceptar y profesar. Todo eso puede quedar reducido a engañosa apariencia de vida cristiana. Donde hay un cristiano, hay una humanidad nueva. “¡Circuncisión o no circuncisión, qué más da! Lo que importa es una humanidad nueva”, humanidad habitada por el Espíritu Santo y animada por el amor de Dios.

Necesitamos discernir, a la luz de la fe, la verdad de nuestra condición, a qué mundo pertenecemos, qué somos.

Conocemos de cerca nuestra vieja condición, fácilmente identificable por sus estructuras de pecado y sus divisiones: “judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres”… progresistas y conservadores, adoradores de novedades y adoradores de tradiciones, blancos y negros, ricos y pobres, nuestros y extraños…

Conocemos esa vieja condición y la reconocemos como nuestra, pues de muchas maneras le pertenecemos: nacimos en ella, y, por nacimiento, hemos heredado el mal que la aflige. Pero buscamos con toda el alma pertenecer a otro mundo, a la humanidad nueva que tiene por cabeza y hombre primero a Cristo Jesús, al pueblo de los que han sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo” en Cristo Jesús.

Bautizados en un mismo Espíritu, ungidos por un mismo Espíritu, para ser de Cristo, para ser Iglesia, para formar un solo cuerpo, para ser cuerpo de Cristo.

Bautizados en un mismo Espíritu, ungidos por un mismo Espíritu, y enviados por el mismo que nos bautiza: “Jesús repitió: _Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: _Recibid el Espíritu Santo”.

Conocemos de cerca la vieja condición humana, pero somos humanidad nueva, bautizada en el amor que es Dios, ungida por el amor que es Dios.

No dejes de cantar tu Aleluya, Iglesia amada de Dios, pues de Cristo recibes el Espíritu que te habita, que te unge, que te envía a los pobres para que seas la buena noticia que ellos esperan y hables a todos de las maravillas que Dios ha realizado contigo.

No dejes de cantar tu Aleluya, Iglesia cuerpo de Cristo, pues has sido bautizada y ungida para amar.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 18 de mayo de 2025

¡FELIZ DOMINGO! 5º DE PASCUA

 San Juan 13, 31-33a. 34-35. 

“Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús. Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. (Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará). Hijos míos, me queda poco tiempo de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros”. 


[Texto preparado para la homilía en la misa del V Domingo de Pascua, con motivo del 8º Centenario del Cántico de las criaturas]

 

A todos: Paz y Bien.

La Familia Franciscana está celebrando el octavo centenario de la aprobación de la Regla de vida que Francisco de Asís escogió para sí y para sus hermanos, de la primera representación que Francisco hizo en la ciudad de Greccio del Nacimiento de nuestro Salvador, de la impresión de las llagas del Señor en el cuerpo enfermo de Francisco, del Cántico de las criaturas, y de la muerte de Francisco.

En este año de 2025 se cumplen los ocho siglos del Cántico de las criaturas.

A su vez, en estos días, grabados ya para siempre en la memoria de nuestro corazón, hemos vivido la muerte del papa Francisco, y el nombramiento de su sucesor, el papa León XIV –el Hermano León-, como pastor y guía de la Iglesia en camino hacia el reino de Dios.

En este contexto escuchamos hoy el mandamiento de Jesús a sus discípulos: “que os améis unos a otros como yo os he amado”. Y se nos ha dicho también que ese amor certifica nuestra identidad de discípulos de Jesús: “en esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros”.

Ese mandato nos devuelve la memoria del papa Francisco, sacramento del amor de Jesús a sus discípulos, a los pobres, a los excluidos, a los últimos.

Ese mandato nos devuelve la memoria del hermano Francisco de Asís, de quien el amor hizo una imagen viva de su Señor, una imagen viva de Jesús crucificado.

Locura es el amor con que Jesús nos amó, amor hasta el extremo, amor hasta dar la vida, hasta perderlo todo porque nosotros ganáramos la dicha de estar con él.

Y esa locura de amor es el mandato que reciben, como norma de vida, los discípulos de Jesús.

Desde que oímos el mandamiento, empezó a habitarnos la certeza de que los discípulos de Jesús vivimos para dar vida, vivimos para ser más de los otros que de nosotros mismos… Oído aquel mandato, el discípulo de Jesús sabe que está en el mundo para salvar, más que para salvarse…

Si el mandato recibido es el de amar como Jesús nos amó, el mal, la injusticia, la opresión que padecen los pequeños de la tierra, serán siempre realidades que interpelan nuestra vida de creyentes. De nada nos servirá una fe que no haga de cada uno de nosotros una buena noticia para los pobres.

El mandato del amor deja a los pobres en el corazón de nuestra vida.

En su día, el sufrimiento de los leprosos interpeló al hermano Francisco de Asís.

Aquel joven ambicioso y derrochador, podía pensar razonadamente que no era él la causa de la lepra que padecían aquellos enfermos; podía decir con verdad que no era él quien los había condenado a su terrible soledad, a su espantosa miseria, a su tristísima condición; podía alegar muchos motivos, y todos buenos, para apartarse de los leprosos, para no encontrarse con ellos, para no verlos siquiera…

Pero la gracia de Dios lo llevó entre ellos.

Y allí Francisco descubrió que podía curar a quien estaba llagado, que podía acercarse a quien estaba solo, que podía besar a quienes antes sólo le repugnaban; allí descubrió que podía ver al leproso, volverse a él, lavarlo, curarlo, abrazarlo, besarlo.. Y así descubrió también que, lo que antes le resultaba amargo, se le transformó en dulzura del alma y del cuerpo.

Volvamos ahora los ojos a nuestro mundo; también él se nos muestra lleno de ‘leprosos’, entiéndase de vejados, excluidos, olvidados, explotados, esclavizados, diferentes, un mundo de hombres y mujeres y niños a quienes llevar la buena noticia de un amor creador, liberador, salvador: nuestro amor, el de Dios –nunca conocerán el amor de Dios si no conocen el nuestro-.

Si amamos al modo de Jesús, nos hallaremos colaboradores de Dios en la tarea de enjugar lágrimas y hacer que retrocedan la muerte, el luto, el llanto y el dolor.

Si amamos al modo de Jesús, no sólo se hará realidad en torno a nosotros un mundo nuevo, sino que se hará real también dentro de nosotros un cántico nuevo, pues el amor habrá dejado a Dios en el centro de nuestra vida, dentro de nuestras heridas, en la soledad de nuestra noche, en la oscuridad de nuestro calvario… Se escribirá dentro de nosotros un cántico nuevo, porque el amor nos habrá hecho hermanos de todos, hermanos de todo… porque la muerte habrá sido vencida … porque en la vida y en la muerte, somos de Dios…

 Hace ahora ocho siglos, el hermano Francisco de Asís, hecho imagen viva de Cristo crucificado, Francisco pobre y llagado y en soledad como Cristo Jesús, escribió su Cántico de las criaturas, su canción del alma, una asombrada declaración de amor…

Y nosotros hacemos nuestro ese Cántico, para decirlo con los pequeños de la tierra, con los hambrientos de pan y de justicia, con los pobres a quienes se anuncia el evangelio, con todas la criaturas…

Con ellos y con el hermano Francisco de Asís, a nuestro Dios le decimos ‘altísimo”, porque lo hemos reconocido abajado hasta lo hondo de nuestra condición humana… Y confesamos ‘omnipotente’, al que hemos conocido en la debilidad de nuestra carne… Y reconocemos ‘Señor’, al que hemos conocido siervo de todos, arrodillado a los pies de todos…

Las estrofas de nuestro cántico son apenas un eco del cántico de amor que Dios ha hecho resonar para todos sus hijos desde el comienzo de la creación:

Loado seas, mi Señor, con el hermano sol… “Por él, tú nos alumbras”…

Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas… “Tú las has formado claras y preciosas y bellas”…

Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego… “Por él alumbras la noche, tú lo has hecho hermoso y alegre y robusto y fuerte”…

Loado seas, mi Señor, por el hermano viento, y por el aire y el nublado y el sereno y todo tiempo, por el que tú “a tus criaturas das sustento”…

Loado seas, mi Señor, porque nos has amado tanto, que nos diste a Hijo, a tu único, para que, creyendo en él, tengamos vida eterna.

Loado seas, mi Señor, porque hoy nos concedes escuchar tu palabra, recibir al que nos amó, al que nos ama, a aquel a quien hemos de imitar… Loado, mi Señor, porque hoy nos concedes comulgar lo que nos pides que seamos…

Loado seas, mi Señor, porque nos has hecho discípulos del amor, aprendices de Jesús, evangelio para los pobres… instrumentos de tu paz…

Loado seas, mi Señor, por el hermano Francisco de Asís.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 20 de abril de 2025

¡FELIZ DOMINGO! DE PASCUA EN LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

 


San Juan 20, 1-9.

    “El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue a donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien quería Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo: pero no entró. Llegó también Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.”

 

No temáis

 

Sobre nuestra vida de creyentes vuelve a brillar la luz de la Pascua anual, la “luz gozosa” que es Cristo resucitado. Es la Pascua del Señor, el día en que la comunidad de los discípulos de Jesús oye, dichas para ella, las palabras del ángel del Señor: “No temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, ha resucitado.

 

No temas, Iglesia que buscas al crucificado:

Escuchando como discípula la palabra de Jesús, habías empezado a soñar un mundo nuevo, hermoso como la misericordia y el perdón, generoso como la hospitalidad y la solidaridad, abierto como el corazón de Dios, un mundo tan cercano a ti como lo estaba el Maestro que te hablaba y caminaba delante de ti.

Luego, en la tarde del viernes de su Pasión, tú que desde Galilea habías seguido de cerca a Jesús para servirle, y que ahora mirabas desde lejos mientras lo crucificaban, empezabas a sentir que se estaba alejando de ti todo lo que amabas. Te habían arrebatado a Jesús, lo habían apartado de ti, lo habían crucificado, y con él habían crucificado tu mundo, tus esperanzas, tus sueños.

Al atardecer de aquel viernes, la piedad humana bajó de la cruz el cuerpo de Jesús para enterrarlo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en un sepulcro nuevo. Tú estabas allí, sentada frente al sepulcro, frente a lo único nuevo que te quedaba de todo lo nuevo que habías soñado.

Cuando, pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, fuiste a ver el sepulcro, intentabas sólo llenar tu soledad con el recuerdo de lo que allí habías visto que enterraban: Tu Jesús crucificado, su mundo, tu mundo desvanecido.

En aquel sepulcro, con el cuerpo de Jesús, habían quedado enterradas las bienaventuranzas, la buena noticia del Reino de Dios, la revelación de su justicia, el banquete mesiánico, el amor a los enemigos, el perdón de las ofensas, la fiesta por la moneda encontrada, por la oveja devuelta al redil, por el hijo que vuelve a los brazos de su padre. Tú vas a ver el sepulcro, pero el ángel del Señor sabe que tu corazón va buscando lo que has perdido, sabe que tú vas buscando a Jesús, sabe que tú vas a ver el sepulcro porque añoras el mundo de Jesús.

Entonces, para ti, pronunció el mensajero celeste aquellas palabras que, por ti misma, nunca hubieses podido imaginar: No está aquí, ha resucitado”.

Sólo oíste decir que Jesús ha resucitado: todavía no le has visto, pero ya crees; y te alejas a toda prisa del sepulcro, con temor por la cercanía del ángel del Señor que se te revela, y con gozo porque su palabra te devuelve todo lo que amas.

El anuncio de la resurrección de Cristo te devuelve, con la presencia del Señor, su palabra y sus gestos salvadores, su Espíritu y su paz.

Jesús vuelve a tu vida, y tú vuelves a ser la Iglesia que escucha y se pone en camino para realizar lo que ha soñado, porque ahora, de nuevo, todo es posible.

Lo has oído: No está aquí, ha resucitado. Y en tu pecho, el eco del mensaje va repitiendo: Ha resucitado la dicha de los pobres, ha resucitado la justicia del Reino, el evangelio de la gracia, la fiesta de los pecadores.

El anuncio de la resurrección de Cristo, es también anuncio de tu resurrección, pues, en Cristo y con Cristo, Dios te ha llevado de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del tiempo de luto al día de fiesta, de la oscuridad de tu noche al esplendor de su luz, de tu condición de sierva, sometida al pecado, a la condición de redimida, sometida a la justicia, liberada para la santidad.

Cristo ha resucitado, y tú vuelves a ser la comunidad de sus discípulos, que escucha su palabra salvadora y realiza la obra de la salvación.

 

No temas, pequeño rebaño:

En mi primera Pascua con vosotros, quiero acercarme, con respeto y gratitud, a vuestra vida: a vuestros proyectos y a vuestras preocupaciones, a vuestras esperanzas y a vuestros temores, a vuestras tareas y a vuestros cansancios.

Sois una Iglesia viva y fecunda, pequeña y humilde, sierva del Señor y de los pobres.

El Espíritu del Señor, con sabiduría y amor, os ha guiado al encuentro de Cristo, y os ha enseñado a verlo y a cuidarlo en sus pobres –que es nuestro modo de confesarle resucitado-.

Obedientes al Espíritu del Señor, visitáis a Cristo, prisionero en la cárcel, enfermo en el hospital; acogéis a Cristo, mujer abandonada, madre soltera, clandestino sin derechos, emigrante sin recursos, niño sordomudo, niño de la calle, disminuido psíquico, discapacitado profundo; ayudáis a Cristo, dándole conocimientos y pan, promoción y estima de su dignidad; hacéis presente a Cristo en un mundo que está llamado a conocerle y amarle, a reconocerle y confesarle; lo hacéis presente con vuestra contemplación, con vuestra oración comunitaria, con vuestra oración personal, con vuestras manos, con vuestra mente, con vuestra ternura, con todo vuestro ser.

Los pobres ven que Cristo ha resucitado porque ven que vosotros los amáis.

Al mismo tiempo, yo sé que experimentáis la desazón de la incertidumbre: Somos pocos y no tenemos motivos para pensar razonablemente que mañana seremos más numerosos; trabajamos, y nuestro trabajo no parece que vaya a tener la recompensa de las vocaciones consagradas que se multiplican, ni de las comunidades parroquiales que ven aumentar el número de los elegidos; los años se nos vienen encima, y no los percibimos como el tiempo esperado y sereno del relevo, sino más bien como el tiempo inquietante y temido en que la casa se derrumba y la vida parece llegar a su fin. Deja, Iglesia cuerpo de Cristo, deja que resuenen en tu interior las palabras del ángel de la resurrección: “No temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, ha resucitado

El Señor está contigo, con la pequeña comunidad de sus discípulos, y puedes ahora recordar las palabras con que te habló al corazón, mientras subíais a Jerusalén. Allí, él iba a consumar su éxodo de este mundo al Padre; allí, sus discípulos habían de experimentar un agobio hasta entonces desconocido para ellos, una angustia como la que tú sientes hoy. Entonces Jesús dijo: “No andéis agobiados por la vida… No os angustiéis… No temas, pequeño rebaño”.

Al oírlo, el corazón se te estremeció por la ternura que envolvía las palabras de tu Salvador. No temas, te dijo, porque Dios es Padre para ti, él te enseña a caminar y cuida de ti, él te atrae con cuerdas humanas, con lazos de amor. No temas, pues en tu pequeñez se manifiesta la infinita grandeza de Dios, en tu debilidad, la infinita fortaleza de Dios: Él ha escogido lo débil del mundo, para confundir lo fuerte; él ha escogido lo que no es, para reducir a la nada lo que es.

Escúchalo y aprende a no temer, no porque vayas a dejar de ser pequeña y pobre y débil, sino porque te auxilia tu Redentor, porque tu Padre cuida de ti, porque tu Padre te ha confiado su Reino, te ha confiado su Hijo, te ha confiado sus pobres.

Hoy Cristo ha resucitado, hoy hemos resucitado con Cristo, hoy ha resucitado la dicha para los pobres. Hoy, por Cristo y también por los pobres, por su vida y también por la nuestra, cantamos un himno de alabanza a nuestro Dios, un Aleluya que se prolongará en la eternidad. ¡Feliz Pascua, a todos los resucitados en Cristo!

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger