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jueves, 5 de agosto de 2010

UN CORAZÓN ENAMORADO DE CRISTO (VIII)



MUERTE PRECIOSA
Han pasado dos días desde que Inocencio lV aprobara y confirmara la Regla de Santa Clara.
También había llegado de Florencia su queridísima hermana Inés, que quería estar a su lado en esta hora suprema. Esta visita la dio gran alegría. Inés lloraba inconsolable y Clara le dijo con inmenso cariño:
- No llores, hermana mía; Pronto se acabará ya mi destierro; pero no te dejaré, pues el Señor tiene dispuesto que muy pronto estemos juntas por toda la eternidad.
- Qué consuelo tan grande es para mí esa revelación; -dijo Inés entre lágrimas- ¡Ah! Sin ti ya no sabría vivir en adelante.
Clara va perdiendo fuerzas. Ahora quiere escuchar el relato de la Pasión del Señor. Allí están llorosos y contristados Fray Rainaldo y Fray Ángel, compañeros de Francisco de la “primera hora”, que tienen a Clara como “la plantita tan querida del “Poverello” y espejo viviente de su Regla. Ven que se va de este mundo y no pueden menos de llorar su pérdida. No falta a su lado Fray León, “la ovejuela de Dios”, que, si no se separó de San Francisco, tampoco puede dejar a la plantita: besa el lecho entre lágrimas en que ella padece y va a morir.
Estando así en la agonía, de pronto se la ve que habla y se la oye decir:
“Parte en paz, parte segura, que tendrás buena escolta. Aquél que te creó... te santificó, e infundió en ti el Espíritu Santo; y luego te ha cuidado siempre como la madre a su hijo pequeño”.
Una hermana, llena de admiración le pregunta:
- Madre ¿con quien hablas? ¿A quien dices tales cosas?
- Hablo a mi alma bendita; afirmó la santa con sencillez.
Y esforzando el acento cuánto podía, añadió:
- Tú, Señor, bendito seas, porque me creaste.
Todavía resistirá algún tiempo en esta gravedad.
Verá al Rey de la gloria y a la Virgen Santísima con un séquito de vírgenes vestidas de blanco y adornadas con sendas coronas de oro; rodean su lecho y la recrean con su cariño y con su presencia celestial.
Quedó como dormida, sonriente y feliz de unirse para siempre en el cielo a su Divino Esposo Cristo-Jesús, al que tan ardientemente amó en este mundo. Era el día 11 de agosto de 1253.

Cantará eternamente las misericordias del Señor;
Cantará eternamente el “cántico nuevo” de las vírgenes en pos del Esposo;
¡Cantará eternamente con júbilo sin fin el cántico del Amor!

En la tierra, se cierne sobre el convento de San Damián, una nube de intensa nostalgia. El dolor de la separación de madre tan querida produce un río de lágrimas, pero a la vez un sentimiento de honda paz embarga el ánimo de cuantos presenciaron muerte tan feliz.
La noticia se propagó por la ciudad y acudieron las gentes al Convento. Todos la tenían por santa.
El Papa Inocencio lV acudió con sus cardenales para celebrar este dichoso tránsito. Él se disponía a celebrar el funeral con el oficio de vírgenes, si no es que algún cardenal escrupuloso le advirtió que no debía hacerlo antes de su canonización oficial.
Con esta fama tan grande de santidad el mismo Papa Inocencio lV, que tanto estimaba a Santa Clara, ordenó que se comenzara inmediatamente el proceso de canonización, aunque no llegó a canonizarla él, por haber muerto el 7 de diciembre de 1254.

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