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domingo, 15 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

SAN JUAN 20,19-23
                                                    
    “Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros.
    Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
   Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
    Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”.
                   ***                  ***                  ***                  
    Mientras el libro de los Hechos vincula el don del Espíritu  a Pentecostés, el Evangelio de san Juan habla del “anochecer del día primero de la semana”. Jesús confía a los discípulos la misión del perdón vinculada al Espíritu Santo. Descubre así el rostro del Espíritu, como Espíritu del perdón, porque el perdón es de Dios (cfr. Sal 130,4). Y ese perdón es el fundamento de la Paz. Los discípulos son enviados como prolongación de la misión de Jesús: “El Espíritu del Señor sobre mí,  me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la libertad a los cautivos…, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). Pentecostés no  marca solo la “hora” de la misión de la Iglesia, sino también los estilos y los contenidos. La Iglesia tiene como misión primordial actuar la misericordia y el perdón de Dios.
REFLEXIÓN PASTORAL
    Esta fiesta cierra la gran trilogía pascual. Jesús, que había resucitado al tercer día, como lo había predicho; que había subido al cielo, como lo había anunciado; envía su Espíritu, como lo había prometido: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros  el Consolador; pero si me voy os lo enviaré (Jn 16,7)... Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,12-13)... Y después de la resurrección advirtió a los Apóstoles: “Mirad yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre (Lc 24, 49)…; recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). Con esta aparición de la fuerza de Dios, que es su Espíritu, se pone en marcha el tiempo de la Iglesia, tiempo fundamentalmente dedicado a la predicación del evangelio de Jesús de Nazaret.
    No es fácil hablar del Espíritu Santo. Es un tema fluido que rehúye el encasillamiento en nuestros esquemas mentales ordinarios. Sin embargo, eso mismo es un indicio de que nos acercamos a un tema divino. Hablar de Dios siempre supera nuestra capacidad de comprensión y de expresión. La inexactitud, la imprecisión, resultan inevitables. Es casi un buen síntoma. Si a esto se añade la  falta de práctica, es decir, el relativo silencio creado en torno al Espíritu Santo, la dificultad se acentúa.
    “¿Habéis recibido el Espíritu Santo?”, preguntó Pablo a los cristianos de Éfeso.  “No hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo”, respondieron (Hch 19, 1-2). Posiblemente, nosotros habríamos dado alguna respuesta: es Dios, la Tercera persona de la Santísima Trinidad…Y quizá ahí se acabaría nuestra “ciencia del Espíritu”. Y sin embargo es la gran novedad aportada por Cristo; es su don, su herencia, su legado.
     Un don necesario  para pertenecer a Cristo (Rom 8,9), para sentirle y tener sus criterios de vida, y acceder a la lectura de los designios de Dios.  Un don para todos (universal) y en favor de todos. De ahí que todo planteamiento “sectario” en nombre del Espíritu sea un pecado contra el mismo. Los monopolizadores del Espíritu no son sino sus manipuladores.
     Es el Maestro de la Verdad; es él quien nos introduce en el conocimiento del misterio de Cristo -“Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por influencia del Espíritu” (1 Cor 12,3)- , y del misterio de Dios -“Nadie conoce lo íntimo de Dios sino el Espíritu de Dios” (1 Cor 2,11)) -.
    Es el  Maestro de la oración. El Espíritu Santo es la posibilidad de nuestra oración -“viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros” (Rom 8,26)-  y el contenido de la oración (Lc 11,8-13).
    Es el Maestro de la  comprensión de la Palabra. Inspirador de la Palabra, lo es también de su comprensión, pues “la Escritura se ha de leer con el mismo Espíritu con que fue escrita”. Él da vida a la Palabra; hace que no se quede en letra muerta. Él facilita su encarnación y su alumbramiento. “Él os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13)
    Es el Maestro del testimonio cristiano. Sin la fuerza del Espíritu, el hombre no solo carece de fuerza para dar testimonio del Señor, sino que su testimonio es carente de fuerza.
     Es una realidad envolvente. Cubrió totalmente la vida de Jesús - “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18) -; la vida de María  -“La fuerza del Altísimo descenderá sobre ti” (Lc 1,35)-, y debe cubrir la vida de todo cristiano comunitaria e individualmente.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué conocimiento y experiencia tengo del Espíritu Santo y de su magisterio?
.-  ¿Fructifican en mí los “frutos del Espíritu (Ga 5,22-23?
.- ¿Cómo concreto mi responsabilidad apostólica?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap

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