SAN JUAN 20,19-23
“Al anochecer de aquel día, el
día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas
cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les
dijo: Paz a vosotros.
Y, diciendo esto, les enseñó las
manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: Paz a vosotros.
Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y, dicho esto, exhaló su aliento
sobre ellos y les dijo. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan
retenidos”.
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Mientras el libro de los Hechos
vincula el don del Espíritu a
Pentecostés, el Evangelio de san Juan habla del “anochecer del día primero de
la semana”. Jesús confía a los discípulos la misión del perdón vinculada al
Espíritu Santo. Descubre así el rostro del Espíritu, como Espíritu del perdón,
porque el perdón es de Dios (cfr. Sal 130,4). Y ese perdón es el fundamento de
la Paz. Los discípulos son enviados como prolongación de la misión de Jesús: “El Espíritu del Señor sobre mí, me ha enviado a anunciar a los pobres la
Buena Nueva, a proclamar la libertad a los cautivos…, para dar libertad a los
oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19).
Pentecostés no marca solo la “hora” de
la misión de la Iglesia, sino también los estilos y los contenidos. La Iglesia
tiene como misión primordial actuar la misericordia y el perdón de Dios.
REFLEXIÓN PASTORAL
Esta fiesta cierra la gran trilogía
pascual. Jesús, que había resucitado al tercer día, como lo había predicho; que
había subido al cielo, como lo había anunciado; envía su Espíritu, como lo
había prometido: “Os conviene que yo me
vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros
el Consolador; pero si me voy os lo enviaré (Jn 16,7)... Mucho podría deciros aún, pero ahora no
podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la
verdad completa” (Jn 16,12-13)... Y después de la resurrección advirtió a
los Apóstoles: “Mirad yo voy a enviar
sobre vosotros la Promesa de mi Padre (Lc 24, 49)…; recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch
1,8). Con
esta aparición de la fuerza de Dios, que es su Espíritu, se pone en marcha el
tiempo de la Iglesia, tiempo fundamentalmente dedicado a la predicación del
evangelio de Jesús de Nazaret.
No es fácil hablar del Espíritu
Santo. Es un tema fluido que rehúye el encasillamiento en nuestros esquemas
mentales ordinarios. Sin embargo, eso mismo es un indicio de que nos acercamos
a un tema divino. Hablar de Dios siempre supera nuestra capacidad de
comprensión y de expresión. La inexactitud, la imprecisión, resultan
inevitables. Es casi un buen síntoma. Si a esto se añade la falta de práctica, es decir, el relativo
silencio creado en torno al Espíritu Santo, la dificultad se acentúa.
“¿Habéis recibido el Espíritu Santo?”, preguntó Pablo a los
cristianos de Éfeso. “No hemos oído decir siquiera que exista el
Espíritu Santo”, respondieron (Hch 19, 1-2). Posiblemente, nosotros
habríamos dado alguna respuesta: es Dios, la Tercera persona de la Santísima
Trinidad…Y quizá ahí se acabaría nuestra “ciencia del Espíritu”. Y sin embargo
es la gran novedad aportada por Cristo; es su don, su herencia, su legado.
Un don necesario para pertenecer a Cristo (Rom 8,9), para
sentirle y tener sus criterios de vida, y acceder a la lectura de los designios
de Dios. Un don para todos (universal) y
en favor de todos. De ahí que todo planteamiento “sectario” en nombre del
Espíritu sea un pecado contra el mismo. Los monopolizadores del Espíritu no son
sino sus manipuladores.
Es el Maestro de la Verdad; es él
quien nos introduce en el conocimiento del misterio de Cristo -“Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino
por influencia del Espíritu” (1 Cor 12,3)- , y del misterio de Dios -“Nadie conoce lo íntimo de Dios sino el
Espíritu de Dios” (1 Cor 2,11)) -.
Es el Maestro de la oración. El Espíritu Santo es
la posibilidad de nuestra oración -“viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues
nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por
nosotros” (Rom 8,26)- y el contenido de
la oración (Lc 11,8-13).
Es el Maestro de la comprensión de la Palabra. Inspirador de la
Palabra, lo es también de su comprensión, pues “la Escritura se ha de leer con
el mismo Espíritu con que fue escrita”. Él da vida a la Palabra; hace que no se
quede en letra muerta. Él facilita su encarnación y su alumbramiento. “Él os llevará a la verdad plena” (Jn
16,13)
Es el Maestro del testimonio
cristiano. Sin la fuerza del Espíritu, el hombre no solo carece de fuerza para
dar testimonio del Señor, sino que su testimonio es carente de fuerza.
Es una realidad envolvente.
Cubrió totalmente la vida de Jesús - “El
Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18) -; la vida de María -“La
fuerza del Altísimo descenderá sobre ti” (Lc 1,35)-, y debe cubrir la vida
de todo cristiano comunitaria e individualmente.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué conocimiento y
experiencia tengo del Espíritu Santo y de su magisterio?
.- ¿Fructifican en mí los “frutos del Espíritu
(Ga 5,22-23?
.- ¿Cómo concreto mi
responsabilidad apostólica?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN,
OFMCap
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