SAN MATEO 5,13-16
"En aquel
tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
Vosotros
sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros
sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un
monte.
Tampoco
se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el
candelero y que alumbre a todos los de casa.
Alumbre
así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria
a vuestro Padre que está en el cielo."
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A continuación de la proclamación de las bienaventuranzas, Jesús descubre a los
discípulos su peculiaridad y su responsabilidad ante el mundo. Las
imágenes de la sal y de la luz son elocuentes. La misión del discípulo es
“sazonar” e “iluminar”, la vida, no desazonarla ni oscurecerla. Un quehacer que
debe verificarse no a través de discursos y proclamas sino a través de “buenas
obras”, que den testimonio de Dios. El creyente en Jesús no puede ser un
producto insípido, sino sabroso; no puede ser una realidad opaca, sino
luminosa. Un sabor y una luz propias de quien ha gustado qué bueno es el Señor
(1 Pe 2,3), y quiere hacer participe de ese “gusto” a los hombres.
REFLEXIÓN
PASTORAL
La sal servía para conservar los alimentos y sazonarlos
debidamente. Era como una fuerza interna y condimento de toda nutrición…
Así el discípulo de Jesús: no es un adorno superfluo, sino un condimento
necesario para sazonar la vida y la sociedad. Esta es la grandeza de la
vocación y misión cristiana, pero también de su responsabilidad.
Para sazonar, el cristiano ha de estar previamente “sazonado”. Jesús advierte
al discípulo que su vocación puede malograrse y correr la suerte de la sal
insípida: ser arrojada fuera por inservible. Pero la sal sazona desapareciendo,
disolviéndose en el condimento: ha de morir. El cristiano en su servicio de dar
vida, ha de entregar la vida. Así sazonó Jesús la vida, entregando la suya.
Y la luz. Otra comparación muy expresiva. Conectados a Cristo, luz del mundo
(Jn 8,12), el cristiano adquiere la luminosidad necesaria para clarificar los
horizontes del mundo y los caminos del hombre.
La luz del Evangelio es una gracia y una responsabilidad. Responsabilidad para
con todos: con los de fuera -los no creyentes- y con los de casa, porque
también el cristiano ha de iluminar la realidad de la propia casa, personal,
familiar y eclesial, necesitada permanentemente de ese baño de luz.
Y añade Jesús algo importante: “Alumbre así vuestra luz ante los hombres,
para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en
los cielos” (Mt 5,16).
Esa luz
no son ideas teóricas y quiméricas. El Evangelio no es una nueva filosofía o
una nueva teoría, sino “acción viva”, que pueda y deba ser vista y oída.
¡Buenas obras! Luz infiltrada en la vida; fe vivida; verdad hecha carne; la
vida cristiana en acción, como recuerdan la primera lectura y el salmo
responsorial.
Es la luz
con la que Pablo anunció el Evangelio a los cristianos de Corinto (2ª lectura),
y que brillará “cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y
la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago
del indigente” (1ª lectura).
Y esa luz no debe resultar en
beneficio personal; no debe enfocarnos a nosotros. El Padre que está en
los cielos es quien debe ser reconocido. La luz del discípulo debe remitir,
conducir al origen, al “Padre de las luces” (Sant 1,17). Esta es la
finalidad última y el motivo más profundo de la vocación del discípulo. Y ahí
reside su fuerza, como nos recuerda san Pablo en la primera carta a los
Corintios.
Al cristiano no le está permitido desertar de la vida, aunque haya de
transitar por sus desiertos; precisamente ahí debe ser referente y ayuda para
hacer la travesía aportando compañía y esperanza.
Si nuestra sociedad -y nuestra Iglesia- están y andan desazonadas y
entenebrecidas, ¿qué hacemos nosotros de la sal y la luz que el Señor ha puesto
en nuestras vidas? Sal y luz son elementos bautismales, es decir, originales,
que deben configurar nuestra existencia, y que hoy la Palabra de Dios nos
invita a recuperar y actualizar.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿En qué
baso yo mi testimonio de Jesucristo?
.- ¿Mis
prácticas religiosas vitalizan la vida y la humanizan?
.- ¿Mi vida
es una vida con sabor y brillo de Evangelio?
DOMINGO J.
MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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