SAN JUAN 2, 13-15
En aquel tiempo se acercaba la Pascua de
los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores
de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote
de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas
les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendía palomas les
dijo: Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Sus
discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora”.
Entonces intervinieron los judíos y le
preguntaron: ¿Qué signos nos muestras para obrar así?
Jesús contestó: Destruid este templo, y en
tres días lo levantaré.
Los judíos replicaron: Cuarenta y seis años
ha constado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y
cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo
había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús.
Mientras estaba en Jerusalén por las
fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía;
pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba
el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de
cada hombre.
*** *** ***
Mientras los evangelios sinópticos
colocan este relato en la última semana de vida de Jesús, el IV evangelio lo
anticipa, situándolo al inicio de su actividad pública. Quiere con ello indicar
que este es su proyecto original: Jesús ha venido para abrir un tiempo nuevo,
caracterizado por un nuevo “espacio” teologal, personalizado en él y culminado
en su muerte y resurrección, acabando con las “localizaciones” geográficas
partidistas (cf. Jn 4,21-24). Los judíos de entonces no lo entendieron así; los
discípulos lo entenderían solo después de la resurrección.
Pero junto a este subrayado
cristocéntrico, conviene no olvidar otro antropocéntrico, porque el hombre es
verdadero templo de Dios, “si alguno
destruye (profana) el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el
santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario” (1 Cor 3,17).
¡Atención a no confundir ni confundirse!
REFLEXIÓN
PASTORAL
Nos encontramos, prácticamente, en el
centro de la Cuaresma, una buena ocasión para hacer balance y sacar
conclusiones. ¿Cómo estamos viviendo este tiempo? ¿Cómo tiempo de gracia y de
salvación? ¿Advertimos en nosotros realmente esos frutos? ¿O nuestra vida se
desliza indolente, perezosa y rutinaria?
El evangelio de hoy nos invita a revisar
nuestras actitudes y comportamientos, no sea que también nosotros, como los
moradores del templo de Jerusalén, hayamos pervertido los contenidos más
genuinos de nuestra fe cristiana.
La imagen de Jesús de este tercer domingo choca notablemente con la del domingo
precedente. Si el domingo anterior le contemplábamos resplandeciente y
transfigurado en el monte, ahora aparece también transfigurado, pero por el
celo de la casa de su Padre.
Jesús con un
látigo en las manos arrojando a los mercaderes del Templo ha dado y sigue dando
pie a algunos para decir: ¿Ves? ¡También Jesús recurrió a la violencia! Y fijándose
solo en el látigo, no escuchan sus palabras.
El gesto de Jesús no es un arrebato de
violencia, sino un gesto profético, que no puede aislarse de sus palabras: “No convirtáis en un mercado la casa de mi
Padre”.
Con él quiso denunciar la desviación de un
culto que se nutría de la especulación y la mercantilización de la religion; la contradicción
de un templo consagrado al Dios único, y en cuyos atrios crecían los ídolos; la
insuficiencia de una religiosidad que pretendía satisfacer las exigencias de la
fe solo con ofrendas materiales… Y, sobre todo, quiso revelar y anunciar al
auténtico templo: “Destruid este templo y
en tres días lo levantaré”. Y puntualiza el evangelista que lo dijo
refiriéndose a sí mismo.
Sí, Jesús es el auténtico espacio sagrado;
el verdadero templo donde se da culto a Dios en espíritu y en verdad; es el
verdadero sacerdote y la verdadera ofrenda.
“No
convirtáis en un mercado de la casa de mi Padre”, esta advertencia /
recriminación de Jesús hemos de escucharla nosotros atentamente, porque el peligro
de esa perversión también nos acecha.
También nosotros podemos pervertir la
voluntad de Dios, esos mandamientos de los que nos habla la primera lectura;
también nosotros podemos vaciar de sentido nuestra fe, reduciéndola a prácticas
rutinarias, sin garra en la vida… ¿Qué son para nosotros los mandamientos? A veces damos la
impresión, triste impresión, de ser solo normas, obligaciones…; y reducimos la
vida a observancias y cumplimientos raquíticos y formalistas… “Si
conocieras el don de Dios” (Jn 4,10). Porque los Mandamientos son don de Dios para que el hombre sea feliz (Dt 63).
“Los mandatos del Señor son rectos y
alegran el corazón…, más preciosos que el oro…; más dulces que la miel de un
panal que destila” (Sal 19,9.11). Y es que sin la alegría de creer, es
imposible la alegría de vivir la fe.
Pero hay algo más, la Palabra de Dios no
solo nos dice que Jesús es el verdadero Templo, sino que nuestra vocación
es ser templos del Espíritu: espacios
desde los que se glorifique a Dios. “¿No
sabéis que sois templos de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en
vosotros?” (1 Cor 3,16). Que somos espacios
sagrados, que no podemos profanar, porque cuando lo hicisteis con uno de estos,
los hicisteis conmigo. ¡Atención a no confundir ni confundirse!
Estamos ante la celebración de la Semana
Santa, ¿y no podemos pervertirla, convirtiéndola en pretexto para la evasión,
la ostentación y el consumo? No seré yo quien invite a coger ningún látigo,
pero sí a preguntarnos: si Jesús viniera a nuestra Semana Santa ¿se
reconocería, y en quién se reconocería?
REFLEXIÓN
PERSONAL
.-
¿Advierto en mí frutos de conversión?
.-
¿Me percibo y percibo a los otros como “templo” de Dios?
.-
Cómo vivo los “mandamientos”: como don o como imposición?
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