"Al anochecer de aquel día, el día primero
de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por
miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a
vosotros.
Y diciendo esto, les enseñó las manos y el
costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el
Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre
ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos."
*** *** ***
La muerte de Jesús había desconcertado a
los discípulos; el miedo les atenazaba. Jesús se les presenta, como dador de la
Paz y acreditado por las señales de su pasión y muerte: el Resucitado es el
Crucificado; la resurrección no elimina la cruz sino que la ilumina. Al verlo,
los discípulos recuperan no solo la Paz sino la alegría (sin Él no hay alegría
ni paz verdaderas). Y Jesús, antes de marchar, les confía la tarea de proseguir
la obra que le encomendó el Padre. Como Él, la realizarán, con la ayuda del
Espíritu, su don definitivo; y, como Él, esa misión tendrá como contenido
principal anunciar y realizar la oferta misericordiosa de Dios: el perdón.
REFLEXIÓN PASTORAL
Los
cristianos necesitamos dirigir la mirada a los puntos orientadores de la
existencia, para recorrer los senderos oscuros de la vida (Sal 23,4). Y uno de
esos puntos luminosos y orientadores es el Espíritu Santo. Es el guía por excelencia
en esa ruta inevitable, pero arriesgada, hacia la Verdad (Jn 16,13). Perfilar
el Espíritu sería una contradicción y, sin embargo, se trata de un Espíritu con
“rostro”, con entidad e identidad.
No
es fácil hablar del Espíritu Santo. La fiesta de Pentecostés nos ofrece la
posibilidad de hacerlo. Es un tema fluido que rehúye el encasillamiento en
nuestros estrechos esquemas mentales. Hablar de Dios siempre supera las
capacidades expresivas de nuestro lenguaje. La inexactitud, la imprecisión resultan
inevitables. ¡Casi es un buen síntoma! (cf. 1 Cor 13,9). Exige un
descalzamiento de los estereotipos ordinarios, es una “tierra sagrada” (Éx
3,5).
Si a esto se añade la falta de práctica, es
decir el relativo silencio creado en torno al Espíritu Santo, la dificultad se
acentúa. Sí, nuestra “ciencia” del Espíritu es bastante limitada y elemental (y
quizá también nuestra conciencia), y esto ya parece venir de atrás (Hch 19,2).
Y, sin embargo es la gran novedad aportada por Jesús, su promesa (Jn 14, 15-17.
25-26), su don más específico (Gál 4,6; Jn 16,5-15).
Un don para todos y a favor de todos (Hch
11,17; 15,8-9; 1 Cor 12,3); necesario para pertenecer a Cristo, porque “si
alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo” (Rom 8,9), ni “puede
decir Jesús es “Señor” (2ª), y para acceder a la comprensión de los
designios de Dios, pues “lo íntimo de Dios lo conoce solo el Espíritu de
Dios… El hombre natural no capta lo que es propio del Espíritu de Dios…, pero nosotros tenemos la
mente de Cristo” (1 Cor 2, 12-16),
por el Espíritu, “que nos ha sido dado” (Rom 5,5).
Un
Espíritu de perdón (Jn 20,22); integrador y promotor de las peculiaridades
carismáticas (1 Cor 12); pluralista y no discriminador (Hch 11,17); inspirador
del testimonio y de la audacia cristiana (Hch 5,17-22) frente a miedos
congénitos o repliegues sistemáticos (Jn 20,19); que supera las barreras
confesionales para acoger “al que
practica la justicia” (Hch 10,34-35); que prioriza la obediencia a
Dios (Hch 5,29); que no impone cargas más allá de lo esencial (Hch 15,28s).
Un
Espíritu de libertad interior (Gál 5,18; Rom 8,5-11) y de amor sin límites (1
Cor 12,31-13,13), verdaderos e inequívocos signos de su presencia, pues “el
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo” (Rom 5,5), y “donde está el Espíritu del Señor, hay
libertad” (2 Cor 3,17), pues no hemos recibido un espíritu de esclavos,
sino el de hijos, que es el del Hijo (cf. Rom 8,14-16).
Un Espíritu de quien
depende la alegría de creer y la fuerza para ser testigos; la paz para trabajar
unidos; la generosidad para socorrer al necesitado; la capacidad para perdonar;
la esperanza para superar los momentos oscuros y la luz para reconocernos y
reconocer a los otros como templo e imagen de Dios…
Un Espíritu que hemos de recuperar. Y eso
exige “volver a Pentecostés”, mejor, revivirlo, ya que Pentecostés no puede
reducirse a un “instante” de la Iglesia, sino que ha de ser su “situación”
permanente.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.-
¿Qué vivencia tengo del Espíritu Santo?
.-
¿Qué espíritu anima mi espíritu?
.- ¿Hablo el amor que es el lenguaje del
Espíritu?
Domingo J. Montero Carrión, OFMCap.
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