SAN LUCAS 3, 1-6
"En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato
gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de
Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el
desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de
conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los
oráculos del Profeta Isaías: “Una voz grita en el desierto: preparad el camino
del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y
colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la
salvación de Dios."
*** *** ***
La historia de la salvación no es una
abstracción: se ubica en la historia de los hombres: tiene nombres, geografía y
cronología… La irrupción de Jesús se vio precedida por la actividad de Juan el Bautista: la voz
que gritaba en el desierto un mensaje renovador y de esperanza, ofreciendo como
signo un bautismo de conversión.
REFLEXIÓN PASTORAL
Comenzábamos el pasado domingo la
andadura por el ciclo litúrgico del Adviento con el deseo de adentrarnos en el
camino de Cristo, de convertirnos, a ese horizonte de esperanza que es la
venida del Señor. Venida que san Pablo hoy designa como “el Día de Cristo Jesús” (2ª lectura); lo que, implícitamente,
supone afirmar que en tanto llegue ese día, estamos viviendo “días de otro”, de
otros señores, de otros poderes, de otros valores..., y eso puede desorientar
nuestra fe y desfondar nuestra esperanza.
¿Cómo vivir estos tiempos, en verdad
recios? Ante todo no permitiendo que las contradicciones de la vida nos
sumerjan en el escepticismo, ni que las utopías humanas aminoren o ahoguen en
nosotros el deseo por el Señor y su venida.
Hoy, la liturgia quiere fortificar
nuestra esperanza con una verdad fundamental: la llegada del “Día de Cristo”,
que supondrá un juicio -no una revancha, sino el triunfo de la verdad-,
clarificando definitivamente las diversas situaciones de la historia humana,
poniendo a cada uno en su sitio e invirtiendo, consecuentemente, bastante
ordenes y escalafones (cf. Sab 5).
Y es importante mantener viva esta referencia a la
verdad última, para que no nos obnubilen y ofusquen las medias verdades o las
grandes mentiras. “En el cristianismo hay muchas paradojas. Y una de ellas es
esta: cuanto más peso damos en nuestro corazón a la otra vida, más capaces nos
hacemos de liberar y transformar esta a favor del hombre. Porque así son los
planes de Dios. Cuando la vida eterna desaparece de nuestra mente, las cosas de
este mundo se agrandan ante nosotros y acaban dominándonos, nos deshumanizan,
nos dividen, acaban con la paz del mundo y la alegría de los corazones”
(Sebastián Aguilar).
La palabra de Dios (1ª) nos invita a
despojarnos de vestidos de luto y aflicción (las obras del pecado) y a
revestirnos de galas perpetuas (las obras del amor); a ponernos en pie, a
ascender y mirar al Oriente, lugar de donde viene la Luz. Dios diseñará un
horizonte nuevo y un camino nuevo con su justicia y su misericordia.
Pero la liturgia de hoy no solo nos muestra el objeto
final de nuestra esperanza, nos descubre también el modo de vivir en la espera:
“Preparad el camino del Señor”.
La esperanza cristiana no es quedarse boquiabiertos
mirando al cielo, ni de brazos cruzados mirando al suelo. Nuestra esperanza
debe implicarnos y complicarnos en la realización de lo que esperamos.
Hacer camino,
he ahí el modo cristiano de esperar. Pero, ¿cómo? Es san Pablo quien nos dice:
“que vuestra comunidad de amor siga
creciendo más y más en penetración y sensibilidad para discernir los valores”.
El amor es el mejor constructor de caminos a la esperanza, además de ser el
mejor camino. Pero no un amor platónico ni diplomático, sino un amor operativo,
“como yo os he amado” (Jn 13,34). Un
amor crítico, que discierne situaciones personales y estructurales, un amor que
urge rectificaciones donde sean necesarias. No, por tanto, condescendencia
indolente, sino urgencia para el bien.
Esto, entre otras cosas, significa esperar “el día de
Cristo” y trabajar porque su Reino llegue a nosotros. Que el Señor nos ayude a
comprenderlo y a vivirlo.
REFLEXIÓN PASTORAL
.- ¿Cómo preparo y me preparo para “el
Día de Cristo?
.- ¿Vivo ya en ese “Día”. ¿Por qué
caminos discurre mi vida?
.- ¿Qué discernimiento hago de los
valores de la vida?
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