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sábado, 19 de octubre de 2019

¡FELIZ DOMINGO! 29º DEL TIEMPO ORDINARIO


  SAN LUCAS 18,1-8

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:
Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”; por algún tiempo se negó; pero después se dijo: “Aunque no temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”.
Y el Señor respondió: Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
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Consciente de que la inconstancia es uno de los peligros de la oración, Jesús invita a la perseverancia en la misma. La parábola quiere mostrar que si la perseverancia puede cambiar el corazón de un hombre “neutro”, sin sensibilidad religiosa y humana, cuánto más alcanzará al corazón misericordioso de Dios. Pero, ¿a Dios hay que informarle? No. “No ha llegado la palabra a mis labios y ya, Señor, te la sabes toda” (Sal 139,4). ¿Entonces? No oramos para activar la memoria de Dios, sino la propia. Orar nos recuerda temas fundamentales: que somos hijos de Dios y que él es nuestro Padre. Jesús nos anima a orar como hijos de Dios y con la temática de los hijos de Dios, que él resumió en el Padrenuestro.
REFLEXIÓN PASTORAL

   Dos son los núcleos en los que insisten los textos bíblicos de este domingo: en la importancia de la oración o, mejor, de la perseverancia en la oración. Porque no se trata de algo intermitente ni discontinuo, sino de perseverar en ella como Moisés (1ª lectura) o como la viuda del evangelio. Y en la importancia del estudio y proclamación de la Palabra de Dios (2ª lectura). Dos elementos esenciales: estudio-anuncio de la Palabra de Dios y oración.
   “La Palabra de Dios no está encadena” (2 Tm 2,9), pero no por falta de intentos. Son muchas las tácticas para acallar, para encadenar la Palabra de Dios: unas violentas y represivas, otras más sutiles y camufladas.
  Hay quienes la impugnan frontalmente; quienes la tergiversan y manipulan, sirviéndose de ella mientras da cobertura a sus intereses; quienes la dan por no dicha…., y quienes culpablemente la ignoran.
   Pretenden silenciarla sus enemigos, pero, y esto es lo más grave, la silenciamos los propios creyentes. Encadenamos la Palabra de Dios con nuestras rutinas, con nuestra falta de compromiso, con nuestro desconocimiento de la misma. La amordazamos con nuestros silencios y evasiones culpables…
   Cargado de cadenas por su predicación del Evangelio (2 Tm 2,9; Flp 1,13), san Pablo proclama que el Evangelio no está encadenado, que a la Palabra de Dios no le paralizan las dificultades, las cadenas…; solo la superficialidad, la rutina son paralizadoras.
  La Palabra de Dios, más bien, es desencadenante, pone en marcha procesos de renovación, de liberación personal y comunitaria. Los testimonios más antiguos de la historia bíblica nos presentan con gran fuerza y plasticidad esta dimensión liberadora y salvadora de la Palabra de Dios, rompedora de esclavitudes y miedos congénitos o impuestos…
   En nuestra vida personal y comunitaria deberíamos conceder mayor espacio, tiempo y credibilidad a la Palabra de Dios; así se ampliarían también los espacios de nuestra libertad, porque, inspirada por Dios e inspiradora de Dios, es una palabra pedagógica: “útil para enseñar, corregir, educar”.
Investigad las Escrituras, dijo Jesús, ellas dan testimonio de mí” (Jn 5,39). Estudiar la Palabra de Dios es un paso imprescindible para conocerla, amarla, orarla y actuarla. No podemos concederle un espacio devocional o marginal, sino un espacio vital y eso significa, entre otras cosas, abrir el Evangelio en todos los momentos de la vida y abrirse al Evangelio en todas las situaciones de la vida.
     Sin olvidar el segundo aspecto: la oración perseverante. Dios siempre escucha, pero lo hace a su manera y a su tiempo. La oración cristiana no tiende a cambiar el plan de Dios, sino a conocerlo y a cumplirlo. Pero sigue en pie la pregunta de Jesús: ¿existirá en la oración ese componente de fe, sin el cual la oración es imposible?
   La celebración del DOMUND en este domingo aparece un año más como una llamada a nuestra conciencia cristiana para “orar al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,38) y para desde el conocimiento y amor por la Palabra de Dios “tomar parte en las duras tareas del evangelio” (II Tm 1,8).
 
REFLEXIÓN PERSONAL
 
.- ¿Qué conocimiento tengo de la palabra de Dios? ¿La leo asiduamente?
.- ¿Qué compromisos trae a mi vida la celebración del DOMUND?
.- ¿Soy perseverante en la oración?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, franciscano-capuchino.

¡FELIZ DOMINGO! 28º DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS  17, 11-19.
                                                                     
Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo. “Id a presentaros a los sacerdote”.
Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?” Y le dijo: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado”.
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El relato es propio del evangelio de san Lucas y subraya, una vez más, la actitud compasiva y bienhechora de Jesús. Curiosamente se trata de un grupo “mixto” de enfermos de lepra (judíos y samaritanos). La desgracia une a quienes la ortodoxia oficial consideraba inconciliables (los judíos y los samaritanos no se relacionaban). Como ese tipo de enfermedad excluía oficialmente de la comunidad, Jesús les ordena que vayan a los sacerdotes para que, reconociendo su curación, les devuelvan a la vida social. Los enfermos, creyendo en la palabra de Jesús, aún leprosos, se ponen en camino. Al verse curados, nueve siguen adelante a oficializar su situación legal, pero uno, y samaritano, regresa para dar gracias. Jesús, que no actúa por interés pero no es indiferente a la ingratitud, alaba la actitud agradecida del samaritano, y lamenta profundamente la ingratitud de los otros nueve. Estos fueron curados de la lepra; el samaritano, ademas, es salvado.
REFLEXIÓN PASTORAL
    Dios es gratuito, no se conquista, se entrega; y su voluntad de entrega es universal. Las fronteras étnicas y político-religiosas que levantamos los hombres no llegan hasta Dios, que es Padre de todos, está sobre todos y lo transciende todo (Ef 4,6). Es el mensaje de la primera lectura. También Naamán, el sirio, experimentó la bondad de Dios, y desde esa bondad Naamán reconoció al verdadero Dios.
   Entrega y bondad que se hizo realidad plena en su Hijo, en Jesucristo -“tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito” (Jn 3,16)-, que vino para derribar el muro que separaba a los hombres, reuniendo a todos en un gran proyecto familiar -la familia de los hijos de Dios-, la iglesia (cf. Ef 2,14).
   Nada más contrario al designio de Dios que el sectarismo, la marginación o la automarginación. Y la segunda lectura nos invita a recordarlo: “Haz memoria de Jesucristo”, que asumió y prolongó en su vida el quehacer integrador del Padre, acogiendo a todos, haciendo el bien a todos y muriendo por todos, sin distinciones de credos ni culturas. Es el tema del evangelio.
    Hasta aquí una afirmación fundamental de los textos bíblicos: la salvación es una donación gratuita de Dios, es Dios que se da. Pero hay un segundo elemento a destacar: a la gratuidad corresponde la gratitud.
    ¡Dar gracias! Hoy, cuando vivimos tan apresurados; cuando parece que nunca llegaremos a tiempo; cuando nos abrimos paso en la vida a codazos, empujones y zancadillas…, no resulta fácil ni frecuente detenerse a agradecer la presencia y la obra de los otros en nuestro entorno, y ni siquiera la presencia y la obra de Dios.
    Hemos absolutizado la dimensión productiva del hombre, olvidando otras fundamentales, como la estética, la contemplativa… Hemos alterado profundamente el sentido del trabajo, hasta convertir de bendición en opresión; de medio de realización personal en instrumento despersonalizador… Nos hemos incapacitado para descubrir el bien de los otros y la parte que tienen en la construcción de nuestra vida…, por eso vivimos en frecuente tensión: olvidándonos de dar gracias a Dios y a los hombres.
   Jesús fue una persona profundamente agradecida, no se le escapaba un detalle: ni un baso de agua dado en su nombre quedará sin recompensa; por eso le apenaba profundamente la falta de gratitud: “¿No eran diez los curados?;  los otros nueve ¿dónde están?”
   María, también, fue una mujer agraciada y agradecida. Su canto es la expresión de un corazón sensible: agradece el detalle que Dios tuvo de escogerla para madre de Jesús; agradece, de antemano, la acogida que la dispensarán las generaciones futuras; agradece el que Dios tome parte por los pobres, y se declare contra los opresores poderosos… María hizo de su vida un “magnificat”, un “gracias, Señor” (cf. Lc 1,47-55).
Francisco de Asís fue otro hombre que no pasó de largo por la vida, sirviéndose de las cosas, sino que en todo momento escuchaba y agradecía la voz de Dios presente en el sol, la luna y las estrellas; en el agua y en el fuego; en la vida y en la muerte; en las aves, en los peces… y en el hombre. Por todo decía: “Loado seas, mi Señor”.
   Dar gracias es nuestra vocación. “En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios quiere de vosotros” (I Tes 5,18) exhorta san Pablo. Es nuestra tarea, pero no es una tarea fácil. Para ello hay que ser contemplativos, personas con una mirada limpia, purificada y purificadora. En no pocas ocasiones las sombras y oscuridades que percibimos en nuestro entorno no son sino la proyección de nuestra oscuridad interior. Sólo purificando la mirada hasta el grado de ver a Dios en las cosas, suceso y personas se puede reconocer su verdad íntima y última.
   Dar gracias es acoger, encarnar, interiorizar, vivenciar el don, en nuestro caso la salvación de Dios. Es un ejercicio del corazón y no sólo de los labios; es un compromiso real y no sólo un cumplido.
    La eucaristía, memorial de Cristo por excelencia, es la acción de gracias que el cristiano presenta al padre en nombre de Cristo. En Cristo, por Cristo y con Cristo agradezcamos el donde la fe, su constante presencia entre nosotros, traducida en salud, trabajo, familia, dolor (también Dios se nos manifiesta en el dolor) y que Él no clarifique y purifique la mirada para saber reconocer y agradecer su presencia entre nosotros.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué espacio ocupa en mí  la gratitud y la gratuidad?
.- ¿Hago memoria de Jesucristo en mi vida y con mi vida?
.- ¿Cómo participo en la Eucaristía, rutinaria o responsablemente?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, franciscano-capuchino.

domingo, 6 de octubre de 2019

¡FELIZ DOMINGO! 27º DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS 17, 5-10.
          
"En aquel tiempo los Apóstoles dijeron al Señor: Auméntanos la fe.  El Señor contestó: Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería.
Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor, cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: “En seguida, ven y ponte a la mesa?” ¿No le diréis: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras yo bebo; y después comerás y beberás tú?” ¿Tenéis que estar agradecido al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.
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Dos instrucciones aparecen en estos versículos del texto lucano. Una, centrada en la fuerza de la fe. Otra, exhorta al servicio fiel, sin expectativas compensatorias añadidas.
La instrucción sobre la fe responde a una petición de los Apóstoles: reconocen que su fe es débil, y solo Jesús puede acrecentarla y fortalecerla. La respuesta es, a primera vista, sorprendente, porque la fe no está para cambiar la orografía, ni Jesús ha venido para eso. Con ella simplemente quiere indicarles que “todo es posible al que tiene fe” (Mc 9,23).
Con la segunda instrucción Jesús invita a adoptar en la vida el puesto del servicio, como hizo él, hasta lavar los pies de los discípulos: “Os he dado ejemplo” (Jn 13,15). A Dios no hay que pasarle factura.
 
REFLEXIÓN PERSONAL

  Actualmente el número de los españoles que se declaran ateos, agnósticos e indiferentes es considerable; además de todos aquellos que se manifiestan como creyentes no practicantes. Pero hay algo más preocupante que la mera  estadística: la mayoría de los que se declaran así fueron un día miembros de la Iglesia; de ella recibieron los sacramentos de la iniciación cristiana y, por rudimentaria que fuera, la catequesis del Evangelio. Y, además, es precisamente este bloque de ciudadanos el que aparece con mayor futuro social y capitaliza el dinamismo de la vida pública de nuestro país.
   ¿Cómo se ha llegado a esta situación? Sin duda que las causas son variadas. ¿Qué se está haciendo para poner freno a esta hemorragia de lo religioso?  Algunos han tomado conciencia del problema, pero a la mayor parte de los católicos esto les (nos) deja despreocupados. Es como si hubiéramos decidido responder con la indiferencia al indiferentismo religioso que nos rodea.
   “El justo vivirá por su fe”, afirma el profeta Habacuc;  “Si tuvierais fe como un granito de mostaza diríais a esa morera: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería”.  Palabras que hemos de entender correctamente. Solemos decir que la fe mueve montañas, pero evidentemente la fe no es una fuerza para trasformar la orografía y el paisaje, sino la propia vida.
“Si tuvierais fe...”;  si tuviéramos fe...
·        Buscaríamos ante todo el Reino de Dios...
·        Daríamos mayor profundidad a nuestra vida...
·        Seríamos capaces de reconocer la presencia de Dios...
·        Superaríamos el miedo a “dar la cara por nuestro Señor”, y la tentación al disimulo.
·        Nuestra oración sería más abundante y comprometida...
·        Dejaríamos de lamentar el mal, para entregarnos a hacer el bien...
·        No nos limitaríamos a  ocupar un asiento en la iglesia, sino que buscaríamos desempeñar una función en ella.
·        No nos contentaríamos con oír el Evangelio, sino que  participaríamos “en los duros trabajos del evangelio”...
   Si tuvierais fe... ¿Tan poca fe tenemos? ¿Qué es tener fe? Por supuesto que no es solo creer que Dios existe. “También lo demonios lo creen y tiemblan”, afirma Santiago en su carta (2,19). ¡Y esa fe no les salva! ¡Nuestra fe no puede ser la fe de los demonios!
Sin duda que una respuesta ajustada a esas preguntas  supone integrar muchos elementos. Propongo un camino sencillo: acercarnos al Evangelio. Conocemos la narración del centurión (Mt 8,5-13). La actitud de aquel militar pagano admiró a Jesús (“En ningún israelita he encontrado tanta fe”). Y no es este el único botón de muestra. Una mujer pagana, cananea (Mt 15,21-28), se acerca a Jesús con una petición: “Ten compasión de mí. Mi hija tiene un demonio muy malo”.  Jesús se hace el huidizo; casi la provoca con un desaire. La mujer, que es madre, no se rinde ni se ofende. Y Jesús se entrega: “¡Qué grande es tu fe, mujer!”.
   A Jesús le impresionó y casi desarmó la “fe” de estos dos “no creyentes” oficiales; al tiempo que le decepcionó profundamente la falta de fe de tantos “creyentes de oficio”. En su propio pueblo “se extrañó de aquella falta de fe” (Mc 6,6).
¿En qué consiste, entonces, la verdadera fe? ¿Cuál es? Son cuestiones que rehúyen la simplificación de una respuesta apresurada. Al evocar estos hechos, a primera vista paradójicos, mi propósito es invitar a buscar la respuesta. Pero quiero ofrecer una pista: Dios es más que un dogma, y la fe más que una teoría.
   Creer no es solo saber y aceptar intelectual y afectivamente unas verdades; hay que acogerlas efectivamente. Creer es integrar la vida en el designio, en la verdad de Dios, e integrar el designio de Dios, su verdad, en la vida. La fe es acogida y entrega; recepción y donación.
   Creer es situar la vida en otra dimensión; sentirse profunda, vitalmente captado por Dios. Dejar que él protagonice mi vida. Creer no es tanto opinar cuanto vivir. Habituados a creer creyendo, nos hemos olvidado de creer creando. El justo vive de la fe. “Tu eres nuestra fe” exclamará Francisco.
    Y una última sugerencia apuntada en el evangelio, “Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer”. O sea que por creer, por vivir según la fe, a Dios no hay que  pasarle  factura, ni pedirle cuentas; hay que darle gracias.
   Como los apóstoles, pidámosle: “Señor, auméntanos la fe”, o como aquel otro personaje del evangelio digámosle: “Señor, creo, pero ven en ayuda de mi poca fe” (Mc 9,24). Con Francisco de Asís oremos: “Dame fe recta”.
 
REFLEXIÓN PERSONAL

.- Si creer es crear, ¿qué dinamismo aporta la fe a mi vida?
.- ¿Oro sinceramente a Dios pidiéndole cada día el don de la fe?
DOMINGO MONTERO, OFM Cap.