SAN LUCAS 17, 11-19.
Yendo Jesús camino
de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo,
vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le
decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo. “Id a
presentaros a los sacerdote”.
Y mientras iban de
camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió
alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús,
dándole gracias. Este era un samaritano.
Jesús tomó la
palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde
están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?” Y le
dijo: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado”.
*** *** ***
El relato es propio
del evangelio de san Lucas y subraya, una vez más, la actitud compasiva y
bienhechora de Jesús. Curiosamente se trata de un grupo “mixto” de enfermos de
lepra (judíos y samaritanos). La desgracia une a quienes la ortodoxia oficial
consideraba inconciliables (los judíos y los samaritanos no se relacionaban).
Como ese tipo de enfermedad excluía oficialmente de la comunidad, Jesús les
ordena que vayan a los sacerdotes para que, reconociendo su curación, les
devuelvan a la vida social. Los enfermos, creyendo en la palabra de Jesús, aún
leprosos, se ponen en camino. Al verse curados, nueve siguen adelante a
oficializar su situación legal, pero uno, y samaritano, regresa para dar
gracias. Jesús, que no actúa por interés pero no es indiferente a la
ingratitud, alaba la actitud agradecida del samaritano, y lamenta profundamente
la ingratitud de los otros nueve. Estos fueron curados de la lepra; el
samaritano, ademas, es salvado.
REFLEXIÓN PASTORAL
Dios es gratuito, no
se conquista, se entrega; y su voluntad de entrega es universal. Las fronteras
étnicas y político-religiosas que levantamos los hombres no llegan hasta Dios,
que es Padre de todos, está sobre todos y lo transciende todo (Ef 4,6). Es el
mensaje de la primera lectura. También Naamán, el sirio, experimentó la bondad
de Dios, y desde esa bondad Naamán reconoció al verdadero Dios.
Entrega y bondad que
se hizo realidad plena en su Hijo, en Jesucristo -“tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Unigénito” (Jn 3,16)-, que vino para derribar el muro que separaba
a los hombres, reuniendo a todos en un gran proyecto familiar -la familia de
los hijos de Dios-, la iglesia (cf. Ef 2,14).
Nada más contrario
al designio de Dios que el sectarismo, la marginación o la automarginación. Y
la segunda lectura nos invita a recordarlo: “Haz memoria de Jesucristo”, que
asumió y prolongó en su vida el quehacer integrador del Padre, acogiendo a
todos, haciendo el bien a todos y muriendo por todos, sin distinciones de
credos ni culturas. Es el tema del evangelio.
Hasta aquí una
afirmación fundamental de los textos bíblicos: la salvación es una donación
gratuita de Dios, es Dios que se da. Pero hay un segundo elemento a destacar: a la gratuidad corresponde la gratitud.
¡Dar gracias! Hoy,
cuando vivimos tan apresurados; cuando parece que nunca llegaremos a tiempo;
cuando nos abrimos paso en la vida a codazos, empujones y zancadillas…, no
resulta fácil ni frecuente detenerse a agradecer la presencia y la obra de los
otros en nuestro entorno, y ni siquiera la presencia y la obra de Dios.
Hemos absolutizado
la dimensión productiva del hombre, olvidando otras fundamentales, como la
estética, la contemplativa… Hemos alterado profundamente el sentido del
trabajo, hasta convertir de bendición en opresión; de medio de realización
personal en instrumento despersonalizador… Nos hemos incapacitado para
descubrir el bien de los otros y la parte que tienen en la construcción de
nuestra vida…, por eso vivimos en frecuente tensión: olvidándonos de dar gracias
a Dios y a los hombres.
Jesús fue una
persona profundamente agradecida, no se le escapaba un detalle: ni un baso de
agua dado en su nombre quedará sin recompensa; por eso le apenaba profundamente
la falta de gratitud: “¿No eran diez los curados?; los otros nueve ¿dónde están?”
María, también, fue una mujer
agraciada y agradecida. Su canto es la expresión de un corazón sensible:
agradece el detalle que Dios tuvo de escogerla para madre de Jesús; agradece,
de antemano, la acogida que la dispensarán las generaciones futuras; agradece
el que Dios tome parte por los pobres, y se declare contra los opresores
poderosos… María hizo de su vida un “magnificat”, un “gracias, Señor” (cf. Lc
1,47-55).
Francisco de Asís
fue otro hombre que no pasó de largo por la vida, sirviéndose de las cosas,
sino que en todo momento escuchaba y agradecía la voz de Dios presente en el
sol, la luna y las estrellas; en el agua y en el fuego; en la vida y en la
muerte; en las aves, en los peces… y en el hombre. Por todo decía: “Loado seas,
mi Señor”.
Dar gracias es
nuestra vocación. “En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios quiere de
vosotros” (I Tes 5,18) exhorta san Pablo. Es nuestra tarea,
pero no es una tarea fácil. Para ello hay que ser contemplativos, personas con
una mirada limpia, purificada y purificadora. En no pocas ocasiones las sombras
y oscuridades que percibimos en nuestro entorno no son sino la proyección de
nuestra oscuridad interior. Sólo purificando la mirada hasta el grado de ver a
Dios en las cosas, suceso y personas se puede reconocer su verdad íntima y
última.
Dar gracias es
acoger, encarnar, interiorizar, vivenciar el don, en nuestro caso la salvación
de Dios. Es un ejercicio del corazón y no sólo de los labios; es un compromiso
real y no sólo un cumplido.
La eucaristía,
memorial de Cristo por excelencia, es la acción de gracias que el cristiano
presenta al padre en nombre de Cristo. En Cristo, por Cristo y con Cristo
agradezcamos el donde la fe, su constante presencia entre nosotros, traducida
en salud, trabajo, familia, dolor (también Dios se nos manifiesta en el dolor)
y que Él no clarifique y purifique la mirada para saber reconocer y agradecer
su presencia entre nosotros.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué espacio ocupa en mí la gratitud y la gratuidad?
.- ¿Hago memoria de Jesucristo en
mi vida y con mi vida?
.- ¿Cómo participo en la
Eucaristía, rutinaria o responsablemente?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, franciscano-capuchino.
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