"En aquel tiempo dijo Jesús a sus Apóstoles:
El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que
quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no toma
su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentra su vida, la perderá, y
el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me
recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado. El que recibe a
un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta; y el que recibe a un
justo porque es justo, tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea
más que un baso de agua fresca a uno de estos pobrecillos, solo porque es mi
discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro."
*** *** ***
No deja de ser significativo que los
destinatarios de estas advertencias tan radicales sean los doce apóstoles,
aquellos que ya han decidido dejarlo todo y seguirlo (cf. Mt 19,27). Jesús les
recuerda que no es lícito poner la mano al arado y mirar para atrás (cf. Lc
9,62). Él se ha identificado con ellos, por ellos salió del Padre (cf. Jn
16,28), y les pide a ellos que se identifiquen con él, por encima de cualquier
otra referencia. Esto no rompe los lazos familiares pero los “resitúa”. Jesús
debe ser “priorizado”. Él no es excluyente; la opción por él enriquece la vida.
Pero esas palabras no son exclusivas para los doce apóstoles; nos incluyen a
todos los que queremos ser sus discípulos.
REFLEXIÓN
PERSONAL
El “Discurso de la misión” continúa
inspirando la reflexión de este domingo XIII del Tiempo Ordinario. Son las
palabras finales (leerlo).
Dos ideas
se destacan: la necesidad de priorizar, de privilegiar a Jesucristo como
referencia primera y última de la existencia, y la de no idealizar / ideologizar
la fe, sino concretarla en el horizonte de la acogida y asistencia fraternas.
En primer lugar, Jesús no viene a
cuestionar, ni mucho menos a romper el amor familiar, sino a fundamentarlo en
un amor previo y primero, su amor, desde el que se profundiza y purifica el
amor de los padres a los hijos y de los hijos a los padres, el amor conyugal de
los esposos y el amor fraterno de los hermanos. No es, pues, un rompefamilias.
Pero advierte de que en ocasiones hasta a ese espacio, el de la familia, puede llegar
la necesidad de “obedecer a Dios antes
que a los hombres” (Hch 5,29). Se trata de vivir el amor familiar en el
amor de Cristo; vivir el amor en su Amor.
Tampoco la invitación a tomar la cruz lo
es al victimismo ni a la resignación, sino al protagonismo responsable, al
seguimiento de la ruta marcada por Cristo. La cruz cristiana debe tener los
mismos perfiles que la de Cristo. Quien tome en serio el seguimiento del Señor
se adentrará por un camino difícil, estrecho, aunque sea el camino que conduce
a la Verdad y a la Vida, o quizá precisamente por eso es así, estrecho y
difícil.
La exigencia del seguimiento llega,
incluso, hasta la relativización de uno mismo, la relativización de la propia
existencia. S. Pablo lo entendió perfectamente: “Todo lo considero basura comparado con el conocimiento de Cristo Jesús,
mi Señor; para mí, la vida es Cristo y una ganancia el morir” (Flp 3,8). La
existencia del cristiano debe estar configurada por la de Cristo, con su muerte
y su resurrección (2ª lectura). Eso es lo que realiza y ratifica el bautismo.
Un sacramento que no puede banalizarse, y ha de ser recuperado de ciertas
“celebraciones” que lo distorsionan, haciéndolo irreconocible como sacramento
de la iniciación cristiana.
Junto a estos subrayados o concreciones de
la necesidad de priorizar a Cristo como referencia primera y última de la
existencia, las palabras finales del Discurso apuntan a la necesidad de no
espiritualizar o idealizar demasiado la fe en Cristo. Él ha querido vincularse
y vincularla al hombre: “por eso, quien a
vosotros recibe, a mí recibe…, y ni un baso de agua fresca dado en mi nombre
quedará sin recompensa”.
Sí; la acogida de Jesús no puede ser
meramente intelectual, teórica. Creer en Cristo significa convertir el corazón
en casa de acogida cálida y tierna. “Pues,
si alguno dice: amo a Dios (creo en Dios) y no ama a su prójimo, miente; pues quien no ama a su hermano, a quien
ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20). “Pues si alguno ve a su hermano pasar necesidad y le cierra el corazón,
¿Cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1 Jn 3,17). ¡Es imposible
vivir de frente a Dios y de espaldas al prójimo! Siempre que pretendamos
dirigirnos a Dios, diciendo: “Padre nuestro”, Él nos va a preguntar: “¿Dónde está tu hermano?” (Gen 4,9).
REFLEXIÓN
PASTORAL
.-
¿Priorizo a Cristo en mi vida, o lo compatibilizo y hasta supedito?
.- ¿Qué
concreción tiene en mi vida el seguimiento de Jesús?
.- ¿Qué
vivencia tengo del bautismo?
DOMINGO
J. MONTERO CARRIÓN, franciscano capuchino.
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