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domingo, 14 de junio de 2020

¡FELIZ DOMINGO! DEL CORPUS CHRISTI

  SAN JUAN 6, 51-59.

     "En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
    Disputaban entonces los judíos entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
    Entonces Jesús les dijo: Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre."
                                           ***             ***             ***
    Quizá estos versículos encajarían mejor en el contexto de la última cena de Jesús con sus discípulos, tal como la narran los sinópticos. El autor del IV Evangelio los insertó aquí como continuación del discurso sobre el pan de vida (Jn 6,22-71) tras la multiplicación de los panes (Jn 6, 1-15). Como Moisés desveló el sentido del maná (Dt 8,3), Jesús desvela el sentido y la identidad del pan verdadero: el que da la vida eterna que solo el Hijo del Hombre puede dar (Jn 6,27). Él es el verdadero maná (Jn 6,32). Pan de la vida; pan necesario; pan gratuito; pan de comunión. Ese es el pan por el que hemos de esforzarnos (Jn 6,27); porque ese es el pan que sacia de verdad las hambres del hombre.
REFLEXIÓN PASTORAL.
La celebración de esta fiesta debe suscitar una pregunta: ¿Qué es la Eucaristía? Una pregunta necesaria en unos contextos como los nuestros, donde todo se rutinariza, se desdibuja y desfigura con presentaciones “a la carta”. Porque no podemos convertir en rutina irrelevante la herencia más valiosa de Jesús.
La Eucaristía es la mayor audacia de Cristo, de su amor. El colofón de la gran aventura de la encarnación de Dios. No fue una improvisación de última hora. Fue algo muy pensado. Nació de su corazón. El amor tiene necesidad de dar y, si es preciso, de darse. Pero, además, el amor desea quedarse. La ausencia es el gran tormento del amor. En la hora del “adiós” se dejan cosas que suplan o amortigüen la ausencia… No importa lo que sea, pero siempre es algo en el que uno pone lo mejor de sí mismo, “para que te acuerdes de mí”, decimos.
La Eucaristía no fue, pues, un hecho aislado ni aislable en la vida de Cristo: se sitúa en la lógica de su vida, una vida para los demás, una vida entregada.  Y de maneras diferentes fue sembrando su vida de alusiones.
Siendo sapientísimo, no supo inventar cosa mejor; siendo todopoderoso, no pudo hacer nada mejor ni hacerlo mejor; siendo riquísimo, no pudo hacernos mejor don que el de sí mismo. Ahí está el misterio de la eucaristía.       
La Eucaristía es presencia real, no única (no excluye otras presencias de Jesús), pero singular y privilegiada. Presencia para adorar y escuchar en la oración y meditación; presencia a celebrar como sacramento de nuestra fe (Lc 22,19); presencia para actualizar apostólicamente “hasta que vuelva” (1 Cor 11,26); presencia cohesionadora de la comunidad cristiana (1 Cor 10,16-17); presencia que nos invita a interpretar eucarísticamente la propia vida, en clave de donación y entrega (Lc 22,19-20) y de acción de gracias (Col 3,15).
         De esto nos habla la Eucaristía, pero no solo nos habla, también nos urge. Esa presencia no es solo evocadora sino provocadora. Cristo hecho presencia nos urge a hacerle presente en nuestra vida, y a estar presentes junto al prójimo. Cristo hecho pan, nos urge a compartir nuestro pan. Cristo solidario, nos urge a la solidaridad fraterna. Cristo, entregado y derramado por nosotros, nos urge a abandonar posiciones cómodas para recrear su estilo radical de amar y hacer el bien. Por eso la Eucaristía es recordatorio y llamada al amor fraterno. Es la expresión de la caridad de Dios al hombre y llamada a la caridad del hombre para con el hombre. Comulgar a Jesús supone comulgar con todo lo de Jesús. La comunión eucarística debe ser una “encarnación” de Jesús en nuestra vida y de nuestra vida en Jesús.
Hay otro aspecto, entre muchos y de gran transcendencia, que no conviene olvidar: la Eucaristía es presencia y ausencia de Cristo; certeza y nostalgia. Nos habla de Cristo y nos remite a Cristo. Es memoria de Cristo y  profecía de Cristo. La celebramos mientras esperamos su gloriosa venida (Apo 22,20). Por eso es “el sacramento de nuestra fe”, del amor de Cristo y de la esperanza cristiana.  Solo desde ella estamos capacitados para salir al encuentro de la vida como profetas del Señor (Jn 15,5). La Eucaristía no solo es alimento de vida sino proyecto y modelo de vida.
REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Alimento mi vida con la fuerza de la Eucaristía?
.- ¿Cómo me acerco a ella?
.- ¿Cómo la traduzco en mi vida.
Domingo J. Montero Carrión, franciscano capuchino.

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