“En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la
muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y
apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al
desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se
hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: «Estamos en despoblado y es
muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de
comer.»
Jesús les replicó: «No hace falta que vayan, dadles vosotros de
comer.»
Ellos le replicaron: «Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos
peces.»
Les dijo: «Traédmelos.»
Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco
panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió
los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la
gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos
de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.”
Ver, compadecerse, curar:
Nuestra celebración comienza con
una súplica que es memoria de la Pascua, memoria de una liberación, certeza de
la cercanía de Dios a los hijos de su pueblo: “Dios mío, dígnate librarme;
Señor, date prisa en socorrerme; que tú eres mi auxilio y mi liberación.
Somos un pueblo que guarda
memoria de los hechos de Dios, una comunidad que experimenta la propia
necesidad, y que ora animada por lo que recuerda y apremiada por lo que
necesita.
Hay diversas maneras de expresar
la propia fe y la propia necesidad: “La gente lo siguió por tierra desde los
pueblos”. Aquellas gentes siguen a Jesús porque recuerdan sus hechos; lo
siguen porque necesitan de él; y ese ‘seguir a Jesús’ es la forma que
ellos tienen de ‘pedir a Jesús’. Es ésta una oración que lleva dentro la
verdad de la vida, sus preocupaciones, sus amarguras, sus dolores, sus
enfermedades; esa oración es un grito sin palabras, una pobreza a la vista, una
pregunta clamorosa al silencio de Dios; esa oración no se escucha, se ve; por
eso el evangelio dice: “Vio Jesús el gentío”, y tú, al oír esas
palabras, entendiste que Jesús acogió la pregunta, vio la pobreza, escuchó el
grito, “sintió compasión y curó a los enfermos”.
La secuencia evangélica: “vio,
sintió compasión, curó”, evoca la secuencia pascual: “He visto la
opresión de mi pueblo, he oído sus quejas, me he fijado en sus sufrimientos, y
he bajado a librarlos… a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra
fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel”; y trae también a la
memoria aquella otra palabra del Señor: “Yo os he visitado y he visto cómo
os maltratan… y he decidido sacaros de la tribulación”.
Ahora, aunque es Jesús quien ve,
quien siente compasión y cura, nosotros reconocemos que en Jesús es Dios quien
ve, quien oye, quien se fija en el sufrimiento de los pobres y se acerca a
ellos para librarlos; en Jesús es Dios quien visita a su pueblo y lo saca de la
tribulación.
Encontrando a Jesús, los pobres
están viviendo una pascua nueva. El pan multiplicado hoy evoca el pan del
desierto. Escucha la palabra del Señor, y la reconocerás cumplida en la Eucaristía que
celebras: “Oíd, sedientos; acudid por agua también los que no tenéis dinero;
venid, comprad trigo; comed sin pagar, vino y leche de balde”.
Esa sorprendente y admirable Pascua
que los pobres vivieron con Jesús en las orillas del mar de Galilea era figura
de la Pascua
que vivimos en Cristo los que hemos creído y hemos sido bautizados en su nombre.
En esta Pascua nuestra, Dios nos vio por los ojos de Cristo, nos amó con el
corazón de Cristo, nos curó con las manos de Cristo. En esta Pascua nuestra, Dios
ha querido ser nuestro auxilio y nuestra liberación, Dios clemente y
misericordioso, bueno con todos, cariñoso con todas sus criaturas, Dios con
nosotros, Dios que salva.
Hoy, en la Eucaristía, somos nosotros
los que buscamos a Cristo y los que encontramos en Cristo la libertad que Dios
da. Aquellas palabras del evangelio: “Vio Jesús el gentío, sintió compasión,
curó a los enfermos”, describen lo que vivimos en nuestra celebración; también
aquí es verdadera la multiplicación del pan de Dios para los hijos de la Iglesia.
Sólo me queda recordar, Iglesia
amada de Dios, que eres cuerpo de Cristo, presencia viva del Señor Jesús en el
mundo, y que Dios, por tus ojos, continúa fijándose en el dolor de los
oprimidos, continúa sintiendo con tu corazón compasión por los afligidos,
curando con tus manos a los enfermos y multiplicando con tu trabajo el pan para
los hambrientos. Que en ti, como en Jesús, todos puedan reconocer la presencia
de Dios, clemente y misericordioso.
Feliz domingo.
SANTIAGO AGRELO MARTÍNEZ, O.F.M.
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