SAN MATEO
14, 22-33.
"Después que se sació la gente, Jesús
apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la
otra orilla mientras él despedía a la gente. Y después de despedir a la gente
subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo.
Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de
tierra, sacudida por la olas, porque el viento era contrario. De madrugada. se
les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos viéndole andar sobre el
agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma.
Jesús les dijo en seguida: ¡Ánimo, soy yo,
no tengáis miedo!
Pedro le contestó: Señor, si eres tú,
mándame ir a ti andando sobre el agua.
Él le dijo: Ven.
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre
el agua acercándose a Jesús; pero al sentir la fuerza del viento, le entró
miedo, empezó a hundirse y gritó: Señor, sálvame.
En seguida Jesús extendió la mano, lo
agarró y le dijo: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?
En cuanto subieron a la barca amainó el
viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo: Realmente eres Hijo de
Dios."
*** *** ***
Tras el milagro de los panes, Jesús
despide a los discípulos y se despide de las gentes. Ya solo, se retira al
monte a orar. La oración es esencial en la vida de Jesús. Desde ese “faro” de
la contemplación sigue la travesía de los discípulos. La oración de Jesús no es
ausencia ni huida, sino presencia. Es la primera escena.
La segunda tiene ver con la travesía de los
discípulos. Con gran sencillez Jesús aparece cercano a los suyos en los
momentos difíciles. El diálogo con Pedro, y sobre todo la pregunta centran el
relato. Solo la fe salvará a la barca y mantendrá a flote a los discípulos.
Ella es el timón y la brújula que aporta seguridad y orientación a la barca. Se
trata de una “parábola” de la travesía de la iglesia en un mar de dudas y de
aguas agitadas. Pero el Señor está siempre atento y presente, en medio de las
turbulencias.
REFLEXIÓN
PASTORAL
La existencia humana reviste,
frecuentemente, las características de una travesía no exenta de riesgos y
peligros. Si es cierto que, unas veces veces, parece discurrir por parajes
encantados y encantadores, no es menos cierto que, en otras, afronta momentos
de incertidumbre y angustia. El fragmento evangélico que se proclama este
domingo es una referencia iluminadora. También el texto de la primera lectura
está en esa línea.
Elías, campeón de la fe ante una sociedad
desorientada política, social y religiosamente, se siente dominado por el
desánimo. Ve el deterioro y el rechazo; considera su vida quemada, gastada en
una causa justa, sí, pero utópica. Y huye al desierto, refugiándose en una
cueva, pidiendo a Dios que le envíe la
muerte (1 Re 19,1-4).
Elías pensaba que estaba solo, pero Dios
estaba con él para llenar de sentido y de esperanza su vida. ¡Elías creyó!
San Pablo también, en la segunda lectura,
dice atravesar por una experiencia profunda de dolor por el rechazo que la
mayoría de sus “hermanos, los de mi raza y mi sangre” (Rom 9,3) han dado
a Jesús y a su Evangelio. Pero tiene
esperanza que esa situación acabará por revertir e Israel reconocerá a Jesús
como el Mesías, porque Dios es fiel.
El relato evangélico nos presenta no ya a
un hombre solo, sino a una barca llena de hombres, y llenos de miedo y de
dudas. Sabemos que esa barca significa para el evangelista san Mateo la
Iglesia.
En su travesía, la barca de la Iglesia,
surcará aguas agitadas -las está surcando-; necesitará manos expertas que la
guíen, pero, sobre todo, necesitará confiar en el Señor, pues aunque camine por
cañadas oscuras (Sal 23,4) y se agiten los mares con su furia (Sal 93,4), Dios
es el Enmanuel (Is 7,14).
En la vida tranquila, creer en Dios y en
Cristo, resulta fácil. Cuando todo sucede a la medida de nuestros deseos, nos
sentimos invadidos por la presencia de Dios. Nos sentimos bendecidos. Nadar y
navegar a favor de la corriente es cómodo.
Pero llegada la tempestad, el viento contrario, la noche del sufrimiento
físico, del fracaso profesional, del problema familiar, de la ancianidad, de la
soledad…, sentimos el vacío y hasta el abismo abierto a nuestros pies. Y nos
preguntamos ¿dónde está Dios?, ¿podrá sacarnos de estas aguas turbulentas? Y
estamos expuestos a caer en la tentación de pensar si nuestra fe no habrá sido
solo una fantasía, y Cristo solo un fantasma. ¡Y dudamos!
Y dudar no
es malo; porque la duda ayuda a purificar certezas irreflexivas e infantiles.
Pero hay que salir de dudas. No podemos permanecer indefinidamente en esas
aguas. El milagro, entonces, puede hacerse milagro para nosotros. Basta, y es
necesario, que sintamos, que sepamos descubrir la presencia del Señor.
Todos hacemos nuestra peculiar y personal
travesía por ese mar de dudas. Sus aguas no sólo bañan las costas de nuestras
vidas, sino que a veces las azotan e inundan, cubriéndolas con su inquietante
oleaje de preguntas y temores.
“¿Por qué has dudado?” (Mt
14,31). Esta pregunta de Jesús a Pedro
no es solo una recriminación a la incredulidad, sino una invitación al análisis.
“¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?”
(Lc 24,38), preguntó Jesús a sus discípulos, confusos después de su muerte y
resurrección.
¿Por qué surgen dudas en nuestro
interior? Quizá porque no hemos salido de él, encerrados en nuestros egoísmos y
temores. Quien toca o abraza con fe la
Cruz de Cristo; quien hace la experiencia de amar como Dios manda, o mejor,
como Dios ama, supera todas las dudas. Y aborda decisiones profundas, como hubo
de hacerlo Pablo. Su opción por Cristo configuró su existencia, llevándole a un
tránsito existencial: del integrismo judío al seguimiento radical de Jesús.
Hay que salir de dudas; para eso hay
que salir de uno mismo y tomar la mano que Cristo nos tiende, aunque notemos en
ella la señal de los clavos. Es la prueba más cierta de que esa mano es la
suya.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.- ¿Qué espacio
tiene la oración en mi vida?
.- ¿Qué tipo de
oración?
.- ¿De dónde
provienen las dudas de mi interior?
DOMINGO J.
MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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