SAN MATEO 15, 21-28.
“En aquel tiempo, salió Jesús y se retiró al país de Tiro y de Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a
gritarle: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio
muy malo.
Él no le respondió nada. Entonces los
discípulos se acercaron a decirle: Atiéndela que viene detrás gritando.
Él les contestó: Solo me han enviado a las
ovejas descarriadas de Israel.
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le
pidió de rodillas: Señor, socórreme.
Él le contestó: No está bien echar a los
perros el pan de los hijos.
Pero ella repuso: Tienes razón, Señor; pero
también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.
Jesús le respondió: Mujer, qué grande es tu
fe: que se cumpla lo que deseas.
En aquel momento quedó curada su hija.”
*** *** *** ***
Tres momentos pueden detectarse
en este relato: narración, instrucción y corrección. Comparado con el paralelo de Mc 7,24-30 se advierten
algunos matices peculiares. Jesús, tras la disputa con los fariseos (Mt
15,1-20), sale a tierra extranjera. Y allí tiene lugar la escena, protagonizada
por el drama de una madre pagana. Aparentemente Jesús se mueve dentro de los
cánones de la ortodoxia judía, pero obrando así pone al descubierto la
inhumanidad del sistema. Los mismos discípulos, aunque por otros motivos le
piden que atienda a esa mujer. Finalmente, Jesús salta las fronteras y realiza
el milagro, porque allí, en aquella mujer, había una grande fe. Es la narración. A partir de ahí el relato se
convierte en instrucción a una
comunidad de cristianos provenientes de judaísmo que miraban con prejuicios y
reticencias la apertura a los paganos, y, finalmente, puede leerse también como
una corrección de conductas
aislacionistas y sectarias, mostrando cómo Jesús se acercó a todas las
personas, superando fronteras geográficas y religiosas.
REFLEXIÓN PASTORAL
No hay
limitaciones geográficas ni étnicas al amor de Dios. Jesús traspasa todas las
fronteras (Ef 2.14). Dios no discrimina, y nos urge a no discriminar (1ª
lectura). Es, también, el mensaje de la segunda lectura: “… pues Dios nos
encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos” (Rom
11,32); no hay méritos que justifiquen su amor. Es gratuito.
La vía de acceso a Dios está abierta a los que guardan el derecho y
practican la justicia (Is 56,1; Hch 10,34-35), y a los que creen.
¿Y qué es creer? No es solo saber y aceptar intelectual y afectivamente
unas verdades; hay que acogerlas efectivamente, o, mejor, hay que acogerse
efectivamente a la Verdad, dejarse inundar por ella. Creer es integrar la vida
en el designio de Dios -“Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch 22,10)-, e
integrar el designio de Dios en la vida -“Hágase en mí, según tu palabra”
Lc 1,38)-. La fe es acogida y entrega; recepción y donación.
Es aceptar sin reticencias el señorío de Dios en la vida. Recrear cada
día, en el horizonte concreto del hermano, el amor con que Dios nos ama (1 Jn
4,16). Amor misericordioso, que no espera a que seamos buenos para amarnos,
sino que nos hace buenos al amarnos; por eso es creador y redentor.
Mensaje que adquiere toda su fuerza en esta escena evangélica: Jesús
entra en contacto con lo heterodoxo: tierra extranjera y mujer extranjera, que
le suplica no con oraciones rituales sino con gritos de dolor. Los discípulos,
queriendo deshacerse del problema, le piden que intervenga. Jesús da una
respuesta desconcertante: “Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de
Israel” (Mt 15,24). Con ella, más que expresar sus sentimientos personales,
Jesús parece subrayar lo ridículo que son los sectarismos y apriorismos del
judaísmo.
Cuando, postrada a sus pies, la mujer le suplica, con el corazón roto,
por la salud de su hija, Jesús continúa en el mismo tono de la ortodoxia judía:
no hay que desperdiciar el pan de los hijos. Y la mujer, madre sobre todo,
asume la aparente matización, porque no está allí para discutir de privilegios,
sino para arrancar de Jesús la curación de su hija. Está dispuesta solo a las
migajas.
Y, ante la fe de aquella mujer, Jesús parece desmoronarse. Y aquí es donde quería llegar Jesús: la fe no
tiene fronteras. Y esa fe arranca el milagro, pero sobre todo una gran lección:
“Mujer, qué grande es tu fe” (Mt 15,28), porque “todo es posible para
el que cree” (Mc 9,23).
Y ¿qué es la fe? Para hablar de la fe en
Dios, primero hay que considerar la fe de Dios, porque Dios es creyente, y
modelo de creyentes.
Como el amor no consiste en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero (1 Jn 4,10), tampoco la fe
consiste en que nosotros hayamos creído en Dios, sino en que El ha creído
primero en nosotros. Porque Dios es Amor y Fe. Y ese Amor y esa Fe son el amor
y la fe que nos salvan, y que nos urgen.
El creyente no es un conquistador; es solo,
y nada menos, un ser descubierto por Dios, y un
descubridor agradecido de las huellas de Dios, que siempre le precede
(Sal 139). Antes de ser creyente, el hombre ha sido creído, y fue Dios el
primero que creyó en él, hasta crearlo y entregarle su creación (Gen 1,27-29).
Y no fue éste su último acto de fe. A pesar
del hombre, de su pecado, Dios siguió creyendo en él hasta hacerse hombre.
Jesucristo es la profesión más perfecta de la fe de Dios en el hombre, por eso
es también la formulación más perfecta de la fe del hombre en Dios. Es a esa fe
a la que adhirió la cananea y a la que nos adherimos nosotros.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo es mi fe? ¿Teórica,
ritual…? O ¿creativa, vivencial e interpelante?
.- ¿Con qué la alimento?
.- ¿En qué la concreto?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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