SAN MARCOS 9, 1-9.
“En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Estaban asustados y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: Este es mi Hijo amado; escuchadlo.
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.
Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.”
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El relato de la Transfiguración es un relato de revelación. Muestra la centralidad plenificadora de Jesús -entre Elías, el profeta de los últimos tiempos, y Moisés, el revelador de la Ley-, y su verdad íntima y última: el Hijo amado de Dios. La invitación a “escucharle” es la tarea de quien quiera ser su discípulo. Una escucha cordial, que ha de traducirse en la vida. La “conversación” de Elías y Moisés con Jesús desvela, además, que de él, de Jesús, reciben su luz y su plenitud la Ley y los Profetas (Mt 5,17).
REFLEXIÓN PASTORAL
Avanzar en el conocimiento del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud, era el horizonte que el pasado Domingo nos marcaba la oración colecta de la misa. Y para eso hoy Jesús, junto con Pedro, Santiago y Juan, nos lleva al monte de la Transfiguración. Necesitamos inundar nuestra vida con su luz, para ser “luz del mundo” (Mt 5,14); necesitamos acceder a su verdad más íntima, para ser testigos de la Verdad…
El escenario que contempla el evangelio de este domingo es radicalmente distinto al del domingo pasado: del desierto inhóspito y árido, al monte luminoso de la Transfiguración; del Jesús tentado por el diablo, al Jesús glorificado por el Padre; del “Si eres hijo de Dios…”, al “Este es mi Hijo”.
La Cuaresma nos sitúa ante la apremiante necesidad de situarnos en la ruta de Jesús, de asumir sus proyectos, ya que “mis planes no son vuestros planes” (Is 55,8), de abrir nuestro corazón a su evangelio -“convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15)-, y esto exige someter nuestra vida a un fuerte ritmo. Un camino que solo podremos recorrer y un ritmo que solo podremos mantener, iluminados por la convicción y la experiencia de la cercanía y de la presencia del Señor.
De ahí que exclame san Pablo: “Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (2ª lectura). Aún las situaciones aparentemente más contradictorias y desesperadas encuentran la perspectiva justa cuando los ilumina la fe. Dios es quien da la auténtica dimensión a las cosas. Sin él todo se desdibuja, se tergiversa…, y el hombre y el mundo quedan desenfocados, sin perspectiva.
La primera lectura nos ofrece un ejemplo claro de cómo quien se abandona, quien abraza cordialmente el plan de Dios, no queda frustrado. ¡Dios no defrauda, ni merma! ¡Devuelve, enriquecida, nuestra ofrenda!
A Abrahán se le exige que sacrifique su futuro, su hijo único, al que quiere, a Isaac, y él no pregunta, no se revela, no formula ningún “pero”… ¡Dios proveerá! Se fía de Dios más que de sí mismo… En definitiva, su futuro no estaba en su hijo, su futuro era Dios y estaba en Dios. Y obedeciendo a Dios hasta el final no perdió a su hijo, y ganó el futuro.
Por el contrario, nosotros ¡cuántas veces nos desestabilizamos ante cualquier dificultad e impugnamos el proceder de Dios, haciéndole responsable de nuestra irresponsabilidad! ¡Cuántos porqués dirigidos a Dios, deberíamos responderlos nosotros mismos!
Nos cuesta aceptar la limitación inherente a nuestro ser de criaturas; nos cuesta abrazar cordialmente las exigencias de la conversión cristiana; nos cuesta desprendernos de nuestros esquemas de vida para acoger los del Señor; nos cuesta todo tanto, hasta parecernos imposible; nos falta clarividencia para descubrir la auténtica verdad, más allá de la aparente verdad de las cosas…, porque nos falta la experiencia de Dios, de su cercanía, de su presencia. Y un creyente sin experiencia de Dios es una contradicción. Sin sentir esa presencia íntima, esa fuerza de Dios, la vida cristiana es imposible. No es una aventura sino una locura.
Profundicemos en el mensaje de la palabra de Dios, que nos invita a situarnos en la ruta de Jesús, a caminar a su ritmo; a hacer un camino que, gracias a Dios, pasará por la etapa del monte Calvario, pero que tiene su meta definitiva en el de la Transfiguración. Una ruta que, contra toda apariencia, tiene sentido, porque es Dios quien la da el sentido, ya que “si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom 8,31)
El evangelio de hoy ilumina la Cuaresma, descubriendo su auténtico sentido: la meta de la conversión cristiana no es la mortificación, sino la transfiguración
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Me fío y confío en el Señor?
.- ¿Hasta dónde permito que Dios “invada” mi vida?
.- ¿Es la luz y la verdad de Dios las que iluminan mis pasos?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.