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domingo, 18 de diciembre de 2016

4º DOMINGO DE ADVIENTO

SAN MATEO 1,18-24
              "La concepción de Jesucristo fue así: La madre de Jesús estaba desposada con José, y antes de vivir juntos resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo.
   José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero apenas había tomado esta resolución se le apareció en sueños un ángel del Señor, que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”.
     Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel (que significa: Dios-con-nosotros).
    Cuando José se despertó hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer."
                                            ***             ***             ***
REFLEXIÓN PASTORAL
    En el umbral de la Navidad, aparecen los personajes más cercanos al misterio:María y José. 
    María nos muestra el modo más veraz de celebrar la venida del Señor: acogida gozosa y cordial de la Palabra del Señor; y el estilo: encarnándola y alumbrándola en la propia vida.  María es la primera luz, la señal más cierta de que viene  el Enmanuel, porque lo trae ella.
     En esto consiste su inigualable grandeza: en una entrega inigualablemente audaz y confiada en las manos de Dios; en una acogida inigualablemente creadora del Señor.
    María es una figura que produce vértigo, por su altura y profundidad. Interiorizada por Dios, que la hizo su madre, e interiorizadora de Dios, a quien hizo su hijo. Dios es el espacio vital de María y, milagrosamente, María se convierte en espacio vital para Dios. Dios es la tierra fecunda donde se enraíza María y, milagrosamente, María es la tierra en la que florece el Hijo de Dios.
    Pero esto no le dispensó de la fe más honda y difícil. La encarnación de Dios estuvo desprovista de todo triunfalismo. La Navidad fue para  María, ante todo, una prueba y una profesión de fe. “Dichosa tú, que has creído” (Lc 1,45). Por eso es “bendita entre todas las mujeres” (Lc 1,42).         
    Y junto a María, José, “que era justo” (Mt 1,19).  Y porque era justo: aceptó el misterio que Dios había obrado en María, su esposa (Mt 1,24); se entregó sin fisuras al servicio de Jesús y de María; asumió las penalidades de la huida a Egipto para proteger la vida de Jesús, amenazada por Herodes, (Mt 2,13-15); lo buscó angustiado, con María, cuando, a los doce años, decide quedarse en Jerusalén (Lc 2,41-50); fue el acompañante permanente del crecimiento de Jesús en edad, sabiduría y gracia (Lc 2,52); y aceptó el silencio de una vida entregada al servicio del plan de Dios, renunciando a cualquier tipo de protagonismo… José no es un “adorno”, ni un personaje secundario. Nos enseña a saber estar y a saber servir.
     María y José son los protagonistas de un SÍ a Dios, que hizo posible el gran SÍ de Dios al hombre: Jesucristo, a quien san Pablo presenta (2ª lectura) como el núcleo del Evangelio, destacando su condición humana -“de la estirpe de David”- y su condición divina -“Hijo de Dios, según el Espíritu”-.
     Estos son los mimbres con los que Dios quiso tejer el gran misterio de su nacimiento.  Mimbres humildes, flexibles, pero sólidos. Dios elige “lo que no cuenta…” (1 Cor 1,28).
    “No temas quedarte con María” (Mt 1,20). Porque ella hizo florecer la Navidad; porque es maestra del Evangelio; porque con  ella siempre estará su Hijo.  Será la mejor compañera, constructora y maestra de la Navidad. Y tampoco olvidemos a José, porque de él Jesús aprendió a ser hombre.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- En el umbral de la Navidad, ¿con qué actitudes me dispongo a celebrarla?
.- ¿Qué ha supuesto para mí el tiempo de Adviento?
.- ¿En qué modelos me inspiro para celebrar la Navidad?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

domingo, 11 de diciembre de 2016

DOMINGO III DE ADVIENTO

  SAN MATEO  11,2-11

    En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras de Cristo, le mandó a preguntar por medio de dos de sus discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”
    Jesús les respondió: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí!”
    Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. ¿Entonces, ¿a qué salisteis, a ver a un Profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quién está escrito: ‘Yo envío mi mensajero delante de ti para que prepare el camino ante ti´. Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista, aunque el más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que él”.
                            ***             ***             ***
    A la cárcel le llegan a Juan noticias de Jesús, de sus obras, que no parecen coincidir con el perfil austero y penitencial diseñado por él (cf. Mt 3,1-12; 11,18). Por eso envía discípulos para conocer la respuesta personal de Jesús. Y ésta es clara: sus obras, contempladas a la luz de los oráculos proféticos (Is 35,5-6; 42,18) no dejan lugar a dudas; y revelan también que su mensaje es la Buena Noticia.
     Junto a este autotestimonio, Jesús da testimonio de Juan. Aunque él, Jesús, aporta un plus  -un tono y un rostro nuevo-, no lo descalifica: Juan no es un predicador oportunista ni un halagador de los oídos del poder; es más que profeta: es el Precursor.
REFLEXIÓN PASTORAL
    “Se alegrarán el páramo y la estepa…” (Is 35,1). Es el mensaje del tercer domingo de Adviento -por eso designado domingo “gaudete”-. Pero, ¿es un mensaje posible? ¿Existe en nuestra sociedad, tan tensionada, un espacio y un motivo para la alegría? ¿Más que alegrarse no está gimiendo la creación por la violencia a la que la tiene sometida el hombre (cf. Rom 8,22)?
    La Palabra de Dios nos invita no sólo a la alegría, sino que ofrece el auténtico motivo para la misma: la venida del Señor.  El profeta Isaías, con una mirada profunda, atisba el rejuvenecimiento de la creación, reflejo de “la belleza de nuestro Dios” (vv.1-2), del rejuvenecimiento hombre, que recuperará el pleno uso de sus sentidos, y del de la misma sociedad (vv. 3-6).
    La alegría y la esperanza descansan, recuerda el salmo responsorial, en la fidelidad y lealtad de Dios (Sal 146,6), que vendrá para salvarnos.
   La venida cierta pero sorpresiva del Señor es el motivo de nuestra alegría. Pero esperar no es fácil. Por eso la Carta de Santiago nos advierte: “Tened paciencia, hermanos,…y manteneos firmes” (Sant 5,7.8).
    “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos todavía que esperar a otro?” (Mt 11,3). En esa  pregunta se encuentra condensada la expectación de toda la historia humana. ¿Eres tú… el agua viva (Jn 4,10), el pan de la vida (Jn 6,35), la luz (Jn 8,12), el camino, la verdad, la vida… (Jn 14,6), o tenemos que seguir esperando a otro, apurando fuentes y alimentos que no sacian, internándonos por caminos que no nos conducen a ninguna parte o que, por lo menos, no nos conducen a Dios? ¿Eres tú?
     “Dichoso el que no se siente defraudado por mí” (Mt 11,6). En realidad Él, Jesucristo, no defrauda, porque vino a dar testimonio de la Verdad, pero sí que pueden sentirse defraudados, desencantados los que van tras Él buscando otras cosas, y no la Verdad (cf. Jn 6,26).
    Acojamos la pregunta del Bautista y examinemos si es el Señor, quien orienta y colma nuestra esperanza; si es Él el fundamento de nuestra alegría. En todo caso, es importante que nos preguntemos y respondamos con sinceridad a esa cuestión, pues llegará el momento en que el mismo Jesús nos pregunte: “¿Y vosotros, quién decís que soy yo?” (Mt 16,15).
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Quién digo yo que es Jesús? ¿Lo digo de palabras, o lo digo con la vida?
.- ¿Me reconozco en la bienaventuranza de Jesús?

.- ¿Me inunda la alegría del evangelio?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCAp.

domingo, 20 de noviembre de 2016

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

  SAN LUCAS 23, 35-43

                                                 
    En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros se ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”.
    Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”.
    Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Éste es el rey de los judíos”.
    Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
    Pero el otro lo increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio éste no ha faltado en nada”.
   Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
Jesús le respondió: “Te lo aseguró: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
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    Los líderes religiosos no reconocieron en Jesús al “Ungido”. El Reino que Jesús anunciaba y encarnaba les resultaba increíble. Y, burlándose de su pretensión, lo condenaron a muerte de cruz. Y, precisamente, en ese trono paradójico es reconocido como “Mesías” por un malhechor. (Mc 15,32 y Mt 27,44, sin embargo, indicarán que "le injuriaban los que con él estaban crucificados"). Jesús no se salva de la cruz; nos salva con su cruz, que es el “lugar” desde donde ejerce su reinado. San Juan en su evangelio presentará la cruz como el lugar de la exaltación  de Jesús y de la instauración de su señoría (Jn 12,32-33). 
REFLEXIÓN PASTORAL
    Dando culmen al año litúrgico, la Iglesia celebra la fiesta de Cristo rey. Es verdad que a algunos esto puede sonarles a imperialismo triunfalista o a temporalismo trasnochado. Es el riesgo del lenguaje, por eso hay que ir más allá, superando las resonancias espontáneas e inmediatas de ciertas expresiones para captar la originalidad de cada caso; de esta fiesta y de este título en concreto.
    La afirmación del señorío de Cristo se encuentra abundantemente testimoniada en el NT.: Él es Rey (Jn 18,37); es el primogénito de la creación y todo fue creado por él y para él (Col 1,15-16); es digno de recibir el honor, el poder y la gloria (Ap 5,12)... La segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, que acabamos de proclamar es un exponente cualificado de esta realeza de Cristo.
     Pero no es éste el único tipo de afirmaciones; existen otras, también de Cristo Rey: “Vosotros me llamáis el Señor, y tenéis razón, porque lo soy; pues yo os he lavado los pies” (Jn 13,13-14), porque “no ha venido a ser servido sino a servir” (Mc 10,45),  y su servicio más cualificado fue dar la vida en rescate por muchos, reconciliando consigo todos los seres, haciendo la paz por la sangre de su cruz (Col 1,20).
    Hablar de Cristo Rey exige ahondar en el designio salvador de Dios, abandonando esquemas que no sirven. El que nace en un pesebre, al margen de la oficialidad política, social y religiosa, el que trabaja con sus manos, el que recorre a pie los caminos infectados por la miseria y el dolor, el que no tiene dónde reclinar la cabeza, el que no sabe si va a comer mañana, el que acaba proscrito en una cruz…, ése tiene poco que ver con los reyes al uso, los de ayer y los de hoy.
    Precisamente, el evangelio de este domingo nos le presenta reinando desde un trono escandaloso, la cruz, en una postura incómoda, y ejerciendo hasta el final lo que fue su forma peculiar de gobierno, el perdón y la misericordia.
    Sí, Cristo es rey. Él habló ciertamente de un reino; más aún éste fue el tema central de su vida, y vivió consagrado a la instauración de ese reino; pero nunca aceptó que le nombraran rey. En una ocasión la gente lo intentó, y él, nos dice el evangelista S. Juan: “Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarlo por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte solo” (6,15). “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18,36), dijo Jesús ante Pilato.
    E inmediatamente se puede caer en la equivocación de pensar que no es para este mundo. El reino de Cristo, y Cristo rey, no se identifica con los esquemas de los reinos o poderes de este mundo, pero sí que reivindica su protagonismo como fuerza transformadora de este mundo.
    Como se  dice en el prefacio de la misa, el reino de Cristo es el reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y la paz. O sea, la lucha contra todo tipo de mentira (personal o institucional), contra todo atentado a la vida (antes y después del nacimiento), contra todo tipo de pecado (individual o estructural), contra cualquier injusticia, contra la manipulación de la paz y contra la locura suicida y fratricida del odio. ¡No es de este mundo…, pero es para este mundo!
    Celebrar la fiesta de Cristo Rey supone para nosotros una llamada a enrolarnos como militantes de su “reinado”; a situar a Cristo en el vértice y en la base de nuestra existencia; a abrirle de par en par las puertas de nuestra vida, porque él no viene a hipotecar sino a posibilitar la vida. “Abrid las puertas a Cristo. Abridle todos los espacios de la vida. No tengáis miedo. Él no viene a incautarse de nada, sino a dar posibilidades a la existencia. A llenar del sentido de Dios, de la esperanza que no defrauda, del amor que vivifica” (Juan Pablo II).
    La fiesta de Cristo rey nos invita, también a elevar a él los ojos y el corazón, para pedirle con humildad y esperanza: “Señor acuérdate de mi cuando estés en tu reino” (Lc 23,43). ¡Hermosa confesión general!
     Quizá añoramos o evocamos tiempos de consagraciones multitudinarias a Cristo rey, a las que asistíamos o de las que regresábamos convencidos y contentos de su éxito. No importaba que después de tal consagración todo funcionara como antes o peor. No importaba que los negocios fueran sucios, que las autoridades abusasen del poder, que los poderosos ignorasen a los pobres y éstos odiasen  a los poderosos, que se funcionara en muchos aspectos no sólo al margen sino en contra de Cristo, que en muchas casa no entrase Cristo aunque sí estuviese a la puerta… No importaba todo eso, porque en algún lugar, con gran solemnidad, unos cuantos, o muchos, habían decido ponerlo todo oficialmente a los pies de Cristo rey. 
    No podemos ser injustos ni ironizar sobre el pasado. Sin duda que aquello era un gesto bien intencionado y noble…, pero insuficiente.
    ¡A Cristo no hay ponerle muy alto sino muy dentro! El reino de Dios empieza en la intimidad del hombre, donde brotan los deseos, las inquietudes y los proyectos; donde se alimentan los afectos y los odios, la generosidad y la cobardía…
    A Cristo rey, en definitiva, se le conoce, como nos recuerda el evangelio, profundizando en el misterio de la cruz. Acampemos cerca de él, para escuchar como el buen ladrón la palabra salvadora: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Siento pasión por el reino de Dios?
.- ¿Con qué actos y actitudes colaboro a que venga a nosotros su Reino?
.- ¿Adopto la actitud “regia” de Jesús?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

domingo, 13 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO

 SAN LUCAS 21,5-19
                                                              
 En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: Esto que contempláis, llegará un día que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido.
    Ellos le preguntaron: Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo esto está para suceder?
   Él contestó: Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usando mi nombre diciendo: ‘Yo soy´ o bien ‘el momento está cerca´; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y revoluciones no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.
    Luego les dijo: Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los tribunales y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa: porque yo os daré palabras y sabiduría a la que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá: con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
                                   ***                  ***                  ***                  ***
   
    Nos encontramos en el inicio de la sección del evangelio de san Lucas denominada “discurso escatológico”. Ante la grandiosidad del Templo, Jesús invita a una lectura más profunda, a no quedarse en la exterioridad. Ese Templo desaparecerá. Y desactiva la curiosidad de sus contemporáneos, que mostraban más interés por saber el cuándo de los acontecimientos que anunciaba que en entrar en las urgencias que planteaba Jesús a sus vidas para la conversión.
    Jesús advierte de la necesidad de un discernimiento personal e histórico, para no confundirlo con falsas propuestas que aparecerán bajo la etiqueta de su nombre. Y es que con su nombre puede circular otro “producto” o, como dirá Pablo, “otro evangelio” (Gál 1,6). Y anima a la fidelidad para tiempos difíciles, que sin duda llegarán a sus discípulos. En realidad algunos de los elementos apuntados en el texto reflejan ya situaciones vividas por la primitiva comunidad, posterior a Jesús.
REFLEXIÓN PASTORAL
    Los textos bíblicos que acabamos de leer nos sitúan ante la problemática del fin del mundo. Para muchos la perspectiva del fin de la propia existencia, del mundo en que se mueven y en cuya construcción quizá han gastado lo mejor de sus vidas, suscita una resignada amargura, cuando no una desesperada protesta ante lo inevitable. Por otra parte, nos movemos en un ambiente de presagios funestos y fatalistas, donde abundan signos que incitan a pensar que nos encontramos en el umbral de grandes catástrofes. Es, pues, un tema que apasiona a muchos y que, en no pocas ocasiones, altera el equilibrio de la persona, atemorizada por el cómo y el cuándo de tales acontecimientos.
    Como creyentes, ¿qué responder? Para el discípulo de Cristo no hay cabida más que para una actitud: la esperanza y la serenidad. A los cristianos de Tesalónica, preocupados por la suerte de los difuntos y de los últimos días, san Pablo les escribe: “Por lo que a esto se refiere no quiero que viváis como los que no tienen esperanza”. Además, “el día y la hora nadie lo conoce” (Mt 24,36), por tanto, “en lo que se refiere al tiempo y al momento, hermanos, no tenéis necesidad de que os escriba (1 Tes 5,1ss)…, y no os dejéis alterar fácilmente, ni os alarméis por alguna manifestación profética… Que nadie os engañe” (2 Tes 2,1ss).
     Pero es que, además, ese fin no será el final, ni una catástrofe sino la victoria definitiva de Cristo. Entonces tendrá lugar la nueva creación de unos cielos nuevos y una tierra nueva. Será una transformación de la existencia, por la que, en frase de san Pablo, “la creación entera gime y sufre dolores de parto…, porque la salvación es objeto de esperanza” (Rm 8,22). Entonces recibirán el premio los que vienen de la gran tribulación (cf. Ap 7,14). Entonces desaparecerán “las apariencias” por muy deslumbrantes que sean.
    No se trata de destrucción, sino de renovación; no de muerte, sino de esperanza; no de fin, sino de comienzo, si bien, para ello, es necesario que el grano de trigo sea enterrado, que Cristo sea crucificado y que el cristiano tome cada día su cruz…; pero no lo olvidemos, el hecho básico de la vida de Jesús fue la resurrección, y de la vida del cristiano ha de ser la esperanza de que, si Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos.
    Nada de actitudes negativas ni tremendistas. Creemos en Cristo, vivamos consecuentemente, empeñados diariamente porque esta nueva creación -para los pesimistas el fin- se realice con nuestra aportación, ya que el reino de Dios, cuya implantación pedimos en el padrenuestro, no puede sernos ajena.
     El mensaje de Jesús es una llamada a la responsabilidad. Él vino a situar al hombre en la esperanza, desinstalándole de las falsas esperas. No vino a ilustrar nuestra curiosidad, prediciendo el futuro a modo de parte meteorológico, sino a fundamentar nuestra fe en algo y en alguien. Nos colocó ante el fin, y se marchó sin indicarnos la fecha, pero con una tarea que cumplir:
·        nos señaló un trozo de la viña, y nos dijo: venid y trabajad;
·        nos mostró una mesa vacía, y nos dijo: llenadla de pan;
·        nos presentó un campo de batalla, y nos dijo: construid la paz;
·        nos sacó al desierto con el alba, y nos dijo: levantad la ciudad;
·        puso una herramienta en nuestras manos, y nos dijo: es tiempo de crear.
    Nos hizo una llamada a dar intensidad a nuestra vida desde el ángulo de la fe, a “finalizar” la vida. De ahí que hayamos de rechazar las actitudes superficiales, centradas en lo anecdótico.
Pero en el mensaje de Jesús hay una clarificación muy importante. Ante la fascinación por la grandiosidad del Templo de Jerusalén precisó: “De esto no quedará piedra sobre piedra”. Las estructuras, aún las más fascinantes, sucumben. Resiste mejor la embestida del huracán un junco que un  muro. Y con esos mimbres, nos dice Jesús, Dios hace sus proyectos.
    En espera de que nuestra existencia alcance esa dimensión definitiva sigamos el consejo de san Pablo: “Hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de amable, de puro…, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4,8), y “cuanto hacéis, de palabra y de obra, realizadlo todo en el nombre del Señor” (Col 3,17).
    Sólo con una vida así interpretada podremos acceder a celebrar coherentemente la Eucaristía, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro salvador Jesucristo.

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo me sitúo ante el tema del fin del mundo?
.- ¿Hasta qué punto asumo mi responsabilidad por construir la “tierra nueva”?
.- ¿Anima la esperanza mi vida  y anima mi vida la esperanza?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

domingo, 6 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO

SAN LUCAS 20,27-38

     En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos que niegan la resurrección y le preguntaron: Maestro, Moisés nos dejó escrito: ‘Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia s su hermano´. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.
Jesús les contestó: En esta vida hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob´. No es Dios de muertos sino de vivos: porque para Dios todos están vivos.
                                         ***                  ***                  ***                  ***
     La escena presenta un debate doctrinal dentro del judaísmo respecto del  tema de la suerte de los difuntos. Las dos posturas dominantes -sólo inmortalidad (saduceos)-, inmortalidad y resurrección (fariseos)- aparecen enfrentadas. Jesús comparte la creencia farisea. Frente al planteamiento “espiritualista” (sólo el alma) de los saduceos, Jesús defiende un planteamiento más “integrador”: toda la realidad personal (alma y cuerpo) quedará asumida. Y lo argumenta desde la fe de Israel profesada por Moisés. Todo el proyecto humano creado por Dios es el llamado a la resurrección. Que es más que la reanimación de un cadáver: es la incorporación definitiva al gran resucitado Jesucristo, “primogénito de  los muertos” (Col 1,18; cf 1 Co 15,20-23)
REFLEXIÓN PASTORAL
    En el marco del mes de Noviembre, en que todos, seguramente, hemos orientado nuestros pasos y sobre todo nuestro corazón al recuerdo de nuestros difuntos, para depositar unas flores en sus tumbas y elevar una oración por ellos, puede encajar muy bien este fragmento del evangelio de san Lucas. El día 2 de Noviembre para muchos absolutiza demasiado el tema de la tierra, de la tumba…, y difumina lo que debe ser fundamental: la vida, el cielo…
   Con la historia de la mujer que había ido enviudando sucesivamente en siete ocasiones, los saduceos, que no creían en la resurrección, quieren poner en aprietos a Jesús. Su argumentación no logra, sin embargo, enredarle. Y de una pregunta curiosa, formulada desde el escepticismo, Jesús aprovecha para dar una respuesta sobria y esclarecedora. “No os imaginéis la vida del mundo futuro -que existe- según el modelo de la vida actual, donde los hombres se casan y mueren; en la otra vida nadie puede morir, ni casarse”. Es decir, esta vida nos sirve para conseguir la otra, pero no para imaginárnosla. Palabras que corren el riesgo de resbalar por la piel del hombre de hoy. ¿La vida eterna? ¡Bueno, ya lo veremos cuando estemos allí, si es que hay algo! ¡No!, nos avisa Jesús. Desde este mundo hay que preocuparse por ser un buen ciudadano del otro mundo.
    No es que tengamos que ponernos a fabular sobre el otro mundo. Quizá en esto se ha exagerado. Jesús rompe con las imaginaciones inútiles y hasta delirantes. Serán “como ángeles”, es decir, “estarán con Dios”. Dios será su única referencia. No se está devaluando la realidad positiva del matrimonio, ni se nos prohíbe soñar cómo viviremos allí nuestros amores de aquí, con tal de no olvidar que se trata de algo inimaginable.
    ¿Será esto, como a  veces insinúan algunos, la necesidad de tranquilizarnos contra el miedo a morir? Hay anhelos de tranquilidad a toda costa que no son sanos ni verdaderos; pero creer en Jesús, que es la Verdad, forma parte de una buena salud humana y cristiana.
     Frente a sus oyentes judíos, saduceos, Jesús recurre a lo que más podía impresionarles, la autoridad de Moisés. Esto también puede decirnos algo a nosotros: “Buscad la respuesta al tema del más allá no en los filósofos o imaginativos, sino en la revelación, en la Palabra de Dios”. Nuestra fe en la resurrección y en la otra vida no es fruto del mero deseo, de una nostalgia o de un razonamiento: es sólo fruto de la adhesión a Cristo, que dice: “Yo soy la resurrección y la vida…, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá (Jn 11,25)… Porque Dios no es Dios de muertos sino de vivos, porque para él todos están vivos”.
    Dios no nos ha creado para hacer de nosotros meros candidatos a la muerte, unos difuntos en potencia. El, “amigo de la vida” (Sab 11,26), no puede permitir que su grandioso proyecto, el hombre, -“Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1,126)- acabe sepultado para siempre en un cementerio.
    El evangelio nos impulsa y estimula a vivir la fe en el Dios vivo, con realismo, pues la fe es también compromiso humano, pero sobre todo, con optimismo, pues sabemos que nuestros mejores sueños y deseos serán superados por los planes y deseos que nuestro Padre Dios ha concebido para nosotros.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Tiene algún eco la resurrección en mi vida de cada día?
.- ¿Siento a Dios como el amigo de la vida?
.- ¿Vivo con gratitud el don de la fe?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

domingo, 30 de octubre de 2016

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS 19,1-10

   
  "En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí.
    Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.
    Él bajó en seguida, y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.
    Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré dos veces más.
    Jesús le contestó: Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar  lo que estaba perdido."
                                          ***                  ***                  ***                  ***
    “El buscador buscado”, podría ser el título de esta escena. A una mirada inicialmente curiosa, la de Zaqueo, le sigue una mirada profunda, la de Jesús. Zaqueo la aceptó, y aquella mirada le transformó. Otros contemplaron la escena con ojos diferentes, los que, al verlo, murmuraban. Jesús siempre mira así, su mirada es una oferta permanente de renovación, pero, como Zaqueo, hay que aceptar  su mirada.
REFLEXIÓN PASTORAL
     “Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria… Nunca ha tenido el hombre un sentido tan grande de la libertad, y, entre tanto, surgen nuevas formas de esclavitud social y sicológica. Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y su mutua interdependencia…, se ve, sin embargo, dividido gravísimamente por  la presencia de fuerzas contrapuestas. Persisten, en efecto, todavía agudas tensiones políticas, sociales, económicas, raciales e ideológicas, y ni siquiera falta el peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo… Afectados por tan compleja situación a muchos de nuestros contemporáneos les atormenta la inquietud, y se preguntan, entre angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo” (GS. 4).
     En este contexto, que amenaza con neurotizarnos, es posible que algunos, como nos recuerda hoy san Pablo pierdan la cabeza y se alarmen con supuestas revelaciones de un inminente final, y que otros se hundan en el escepticismo o el derrotismo.
     La palabra de Dios hoy es como un balón de oxígeno, como una inyección de optimismo para tiempos de contradicción y desconcierto. ¡Nada hay irremisiblemente perdido, porque todo tiene una raíz buena y sana: el amor de Dios!
    “Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho. Si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. ¿Y cómo subsistirían si tú no las hubieses querido? Perdonas a todos porque son tuyos, Señor, amigo de la vida” (1ª lectura). ¡No somos fruto del acaso, sino del Amor”.
    Dios es el gran “amigo de la vida”, es la vida; un Dios que no se complace en la muerte del pecador…, cuya misericordia se extiende de generación en generación…, que espera y busca el retorno de los extraviados… Hay que esperar, incluso y sobre todo, de aquellos que nos parecen malos -“¿quién eres tú para juzgar al prójimo?”(St 4,12); hay que esperarlos y no exasperarlos. Como hizo Jesús, que no vino a condenar sino a salvar, precisamente a los que estaban perdidos.
     Zaqueo pertenecía oficialmente a la mala gente de entonces. “Baja, porque hoy quiero hospedarme en tu casa”, así se adelantó Jesús a Zaqueo. Éste nunca hubiera pensado llegar a tanto, se contentaba con verle, sin ser visto, ni por Jesús ni por la gente. Pero Jesús no se contentaba con eso; no había venido a servir de espectáculo; buscaba la persona de aquel hombre y no sólo satisfacer su curiosidad. Y al contacto con el amor de Jesús, Zaqueo se redescubre a sí mismo y se convierte. Porque sólo el amor redime. La denuncia del mal, si no está encarnada en una voz que ama, puede no ser más que nuevo combustible para la gran pira de la violencia.
    Tender la mano en un gesto amistoso, fraterno y salvador; purificar la mirada para contemplar el mundo con esperanza y amor; trabajar en la medida de nuestras posibilidades para que el mundo se reencuentre en su proyecto original de amor…, pueden ser llamadas de atención que el Señor nos dirige en este momento a través de su palabra.
    Dios nunca pasa de largo; pulsa respetuosamente a la puerta, y “si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Apo 3,20). ¡Abrámosles, acojámosle y, seguramente, que su presencia provocará en nosotros una transformación como la de Zaqueo.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- Mi lectura de la vida, ¿es una lectura esperanzada?
.- ¿Con qué pasión me entrego a “la tarea de la fe?
.- ¿Acepto en mi vida la mirada de Jesús?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

domingo, 23 de octubre de 2016

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS 18, 9-14
    "En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás:
Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.
    El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.
    Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido."
                                 ***             ***             ***             ***
    La parábola de Jesús invita al autoexamen de conciencia. Dos tipos antagónicos y paradigmáticos. Por medio del contraste, quizá hasta caricaturesco, Jesús quiere descubrir los planteamientos equivocados de una religión “formalista” inclinada a hacer cuentas con Dios. El hombre no se justifica ante Dios; es Dios quien hace justo al hombre. Para acceder a Dios hay que caminar por el camino de la verdadera humildad, ya que ese fue el camino por el que Dios ha venido a nosotros (Flp 2, 5-11)
REFLEXIÓN PASTORAL
                                               
    El fariseo era el hombre oficialmente justo (y puede que realmente lo fuera en muchos casos), el publicano era símbolo del pecador (y puede que en muchos casos realmente no lo fuera). Eran, sin embargo, clichés corrientes para catalogar a las personas de entonces. Pero, como toda verdad, tampoco la del hombre se reduce a tópicos y a clichés. “Lo que el hombre es ante Dios, eso es y nada más” decía san Francisco. Y ante Dios se sitúan estos dos “tipos” de hombre.
    “¡Oh Dios mío!”. Así comienzan ambos su oración, pero desde posiciones geográficas y espirituales distintas. El fariseo, erguido, en primera fila; el publicano, atrás, no se atrevía a levantar los ojos… Y desde ahí los caminos se bifurcan y se separan.
     El fariseo, aunque diga “Te doy gracias”, no da gracias a Dios: se aplaude a sí mismo. Su oración es imposible porque habla de confrontación con los otros, de distanciamiento, de descalificación y de autodefensa -“no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano”.
    El fariseo comienza invocando a Dios, pero lo ocultó en seguida con su enorme YO, con su propio ídolo. En aquel hombre tan lleno de sí mismo no quedaba espacio para Dios. No deja que Dios le justifique; se justifica él mismo. Se creía santo y por eso hasta su orgullo era santo. Pobres santos, quienes confunden la santidad con el cumplimiento legalista; quienes tienen que recordar a Dios que gracias a ellos recibe gloria; quienes necesitan desmarcarse del conjunto para hacerse oír de Dios. ¡Pobres santos, porque no son santos!
     El publicano, menos habituado al templo y a los rezos, que quizás desconocía las leyes religiosas, hace una síntesis más breve de su vida: “Soy un pecador”. Y concede a Dios todo el espacio, todo el protagonismo, toda la iniciativa. Deja que Dios sea Dios, que sea su salvador. Su pequeño yo no eclipsa a Dios.
    El fariseo entendía la salvación como hechura de sus propias manos; Dios era un simple remunerador. El publicano entendía la salvación como obra de Dios, confiándose a ella esperanzadamente Por eso, dijo Jesús, “bajó justificado a su casa”, porque dejó que Dios brillara en su vida.  Así juzga Dios.
     La primera lectura nos presenta el perfil del Dios justo. Una justicia que no es “neutralidad” aséptica, sino condescendencia misericordiosa ante las “precariedades” humanas: “Escucha las súplicas del oprimido, no desoye los gritos del huérfano o de la viuda…; sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes”. Para Dios no bastan las “pruebas externas”, que pueden estar amañadas. Dios no mira ni juzga como los hombres. Los hombres juzgan por las apariencias, pero Dios mira al corazón (1 Sam 16,7). 
       Por eso, en la segunda, san Pablo expresa su serenidad ante el momento final, convencido de que su vida de fidelidad y sufrimiento por el Evangelio serán acogidos por el Señor, juez justo, que conoce cómo ha corrido hasta la meta. Pero Pablo sabe que todo eso no ha sido por obra suya, sino por la gracia de Dios que ha actuado en él. No le salvará su fidelidad  para con Dios sino la fidelidad de Dios para con él. Una fidelidad que exige correspondencia, pero que, por encima de todo, es oferta permanente de misericordia.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Desde qué espacios vitales hago yo la oración?
.- ¿Mi oración es de “ajuste de cuentas” (fariseo) o de confianza filial (publicano)?
.- ¿Permanezco fiel en las pruebas, o me vengo abajo?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap

domingo, 16 de octubre de 2016

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO

 

SAN LUCAS 18,1-8
                                         
    En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”; por algún tiempo se negó; pero después se dijo: “Aunque no temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”.
    Y el Señor respondió: Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?, ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
                                         ***             ***             ***             ***
    Consciente de que la inconstancia es uno de los peligros de la oración, Jesús invita a la perseverancia en la misma. La parábola quiere mostrar que si la perseverancia puede cambiar el corazón de un hombre “neutro”, sin sensibilidad religiosa y humana, cuánto más alcanzará el corazón misericordioso de Dios. Pero, ¿a Dios hay que informarle? No. “No ha llegado la palabra a mis labios y ya, Señor, te la sabes toda” (Sal 139,4). ¿Entonces? No oramos para activar la memoria de Dios, sino la propia. Orar nos recuerda temas fundamentales: que somos hijos de Dios y que él es nuestro Padre. Jesús nos anima a orar como hijos de Dios y con la temática de los hijos de Dios, que él resumió en el Padrenuestro.
REFLEXIÓN PASTORAL
    Dos son los núcleos en los que insisten los textos bíblicos de este domingo: en la importancia de la oración o, mejor, de la perseverancia en la oración. Porque no se trata de algo intermitente ni discontinuo, sino de perseverar en ella como Moisés (1ª lectura) o como la viuda del evangelio. Y en la importancia del estudio y proclamación de la Palabra de Dios (2ª lectura). Dos elementos esenciales: estudio-anuncio de la Palabra de Dios y oración.
    “La Palabra de Dios no está encadena” (2 Tm 2,9), pero no por falta de intentos. Son muchas las tácticas para acallar, para encadenar la Palabra de Dios: unas violentas y represivas, otras más sutiles y camufladas.
    Hay quienes la impugnan frontalmente; quienes la tergiversan y manipulan, sirviéndose de ella mientras da cobertura a sus intereses; quienes la dan por no dicha…., y quienes culpablemente la ignoran.
    Pretenden silenciarla sus enemigos, pero, y esto es lo más grave, la silenciamos los propios creyentes. Encadenamos la Palabra de Dios con nuestras rutinas, con nuestra falta de compromiso, con nuestro desconocimiento de la misma. La amordazamos con nuestros silencios y evasiones culpables…
     Cargado de cadenas por su predicación del evangelio (2 Tm 2,9; Flp 1,13) , san Pablo proclama que el evangelio no está encadenado, que a la Palabra de Dios no le paralizan las dificultades, las cadenas…; sólo la superficialidad, la rutina son paralizadoras.
     La palabra de Dios, más bien, es desencadenante, pone en marcha procesos de renovación, de liberación personal y comunitaria. Los testimonios más antiguos de la historia bíblica nos presentan con gran fuerza y plasticidad esta dimensión liberadora y salvadora de la Palabra de Dios, rompedora de esclavitudes y miedos congénitos o impuestos…
     En nuestra vida personal y comunitaria deberíamos conceder mayor espacio, tiempo y credibilidad a la Palabra de Dios; así se ampliarían también los espacios de nuestra libertad, porque, inspirada por Dios e inspiradora de Dios, es una palabra pedagógica: “útil para enseñar, corregir, educar”.
     “Investigad las Escrituras, dijo Jesús, ellas dan testimonio de mí” (Jn 5,39). Estudiar la palabra es un paso imprescindible para conocerla, amarla, orarla y actuarla. No podemos concederle un espacio devocional o marginal, sino un espacio vital y eso significa, entre otras cosas, abrir el Evangelio en todos los momentos de la vida y abrirse al Evangelio en todas las situaciones de la vida.
     Sin olvidar el segundo aspecto: la oración perseverante. Dios siempre escucha, pero lo hace a su manera y a su tiempo. La oración cristiana no tiende a cambiar el plan de Dios, sino a conocerlo y a cumplirlo. Pero sigue en pie la pregunta de Jesús: ¿existirá en la oración ese componente de fe, sin el cual la oración es imposible?
    
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué conocimiento tengo de la palabra de Dios? ¿La leo asiduamente?
.- ¿Soy perseverante en la oración?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

domingo, 9 de octubre de 2016

DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS 17, 11-19
                                       
    "Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a  entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: Jesús Maestro, ten compasión de nosotros.
   Al verlos, les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes.
 Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano.
    Jesús tomó la palabra y dijo: ¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?
    Y le dijo: Levántate, vete: tu fe te ha salvado."
                                              ***                  ***                  ***                  ***
    La escena la relata solo san Lucas, aunque el tema de la curación de enfermos de lepra se halla presente en los otros evangelios sinópticos. La enfermedad de la lepra aislaba socialmente. Jesús, curando, integra socialmente y libera de esa impureza ritual. El relato, con todo, más que destacar la curación, destaca la extrañeza de Jesús por la falta de gratitud y por el hecho de que fuera un “extraño”, un samaritano, el que hubiera sabido reconocer la obra de Dios. Los otros nueve fueron curados, pero este, además, por su fe, fue salvado.

REFLEXIÓN PASTORAL
    Dios es gratuito, no se conquista, se entrega; y su voluntad de entrega es universal. Las fronteras étnicas y político-religiosas que levantamos los hombres no llegan hasta Dios, que es Padre de todos, está sobre todos y lo transciende todo (cf. Ef 4,6). Es el mensaje de la primera lectura. También Naamán, el sirio experimentó la bondad de Dios, y, desde esa bondad, Naamán reconoció al verdadero Dios.
    Entrega y bondad que se hicieron realidad plena en su Hijo, en Jesucristo -“tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo” (Jn 3,16)-, que vino para derribar el muro que separaba a los hombres (Ef 2,14), reuniendo a todos en un gran proyecto familiar -la familia de los hijos de Dios-, la iglesia.
    Nada más contrario al designio de Dios que el sectarismo, la marginación o la automarginación. Y la segunda lectura nos invita a recordarlo: “Haz memoria de Jesucristo”, que asumió y prolongó en su vida el quehacer integrador del Padre, acogiendo a todos, haciendo el bien a todos y muriendo por todos, sin distinciones de credos ni culturas. Es el tema del evangelio.
    Hasta aquí una afirmación fundamental de los textos bíblicos: la salvación es una donación gratuita de Dios, es Dios que se da. Pero hay un segundo elemento a destacar: a la gratuidad corresponde la gratitud.
    ¡Dar gracias! Hoy, cuando vivimos tan apresurados; cuando parece que nunca llegaremos a tiempo; cuando nos abrimos paso en la vida a codazos, empujones y zancadillas…, no resulta fácil ni frecuente detenerse a agradecer la presencia y la obra de los otros en nuestro entorno, y ni siquiera la presencia y la obra de Dios.
    Hemos absolutizado la dimensión productiva del hombre, olvidando otras fundamentales, como la estética, la contemplativa… Hemos alterado profundamente el sentido del trabajo, hasta convertirlo de bendición en opresión, de medio de realización personal en instrumento despersonalizador… Nos hemos incapacitado para descubrir el bien de los otros y la parte que tienen en la construcción de nuestra vida…; por eso vivimos en frecuente tensión: olvidándonosle dar gracias a Dios y a los hombres.
    Jesús fue una persona profundamente agradecida, no se le escapaba un detalle: ni un vaso de agua dado en su nombre quedará sin recompensa (Mt 10,42); de ahí que le apenara profundamente la falta de gratitud: “¿No eran diez los curados?;  los otros nueve ¿dónde están?”.
    María fue una mujer agraciada y agradecida. Su canto es la expresión de un corazón sensible: agradece el detalle que Dios tuvo de escogerla para madre de Jesús; la acogida que la dispensarán las generaciones futuras; el que Dios tome parte por los pobres, y se declare contra los opresores poderosos… María hizo de su vida un “magnificat”, un “¡Gracias, Señor!”.
    Francisco de Asís fue otro hombre que no pasó de largo por la vida, sirviéndose de las cosas, sino que en todo momento escuchaba y agradecía la voz de Dios presente en el sol, la luna y las estrellas; en el agua y en el fuego; en la vida y en la muerte; en las aves, en los peces… y en el hombre. Por todo decía: “Loado seas, mi Señor”.
     Dar gracias es nuestra vocación. “En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús,  quiere de vosotros” exhorta san Pablo (1 Tes 5,18).
     Es nuestra tarea, pero no es una tarea fácil. Para ello hay que ser contemplativos, personas con una mirada limpia, purificada y purificadora. En no pocas ocasiones las sombras y oscuridades que percibimos en nuestro entorno no son sino la proyección de nuestra oscuridad interior. Sólo purificando la mirada hasta el grado de ver a Dios en las cosas, sucesos y personas se puede reconocer su verdad íntima y última.
    Dar gracias es acoger, encarnar, interiorizar, vivenciar el don, en nuestro caso la salvación de Dios. Es un ejercicio del corazón y no solo de los labios; es un compromiso real y no solo un cumplido.
    En Cristo, por Cristo y con Cristo agradezcamos el don de la fe, su constante presencia entre nosotros, traducida en salud, trabajo, familia, dolor (también Dios se nos manifiesta en el dolor), y que El nos clarifique y purifique la mirada para saber reconocer y agradecer su presencia entre nosotros.

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué espacio ocupan en mi vida la gratitud y la gratuidad?
.- ¿Qué procesos desencadena en mi vida la palabra de Dios?
.- ¿Qué memoria hago de Jesucristo en mi vida?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFM cap

domingo, 2 de octubre de 2016

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS 17, 5-10
   " En aquel tiempo los Apóstoles dijeron al Señor: Auméntanos la fe.  El Señor contestó: Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería.
     Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor, cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: “En seguida, ven y ponte a la mesa?” ¿No le diréis: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras yo bebo; y después comerás y beberás tú?” ¿Tenéis que estar agradecido al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.
                        ***                  ***                  ***                  ***
    Dos instrucciones aparecen en estos versículos del texto lucano. Una, centrada en la fuerza de la fe. Otra, exhorta al servicio fiel, sin expectativas compensatorias añadidas.
    La instrucción sobre la fe responde a una petición de los Apóstoles: reconocen que su fe es débil, y sólo Jesús puede acrecentarla y fortalecerla. La respuesta es, a primera vista, sorprendente, porque la fe no está para cambiar la orografía, ni Jesús ha venido para eso. Con ella simplemente quiere indicarles que “todo es posible al que tiene fe” (Mc 9,23).
     Con la segunda instrucción Jesús invita a adoptar en la vida el puesto del servicio, como hizo él, hasta lavar los pies de los discípulos: “Os he dado ejemplo” (Jn 13,15). A Dios no hay que pasarle factura.
REFLEXIÓN PERSONAL
    Actualmente el número de los españoles que se declaran ateos, agnósticos e indiferentes es considerable; además de todos aquellos que se manifiestan como creyentes no practicantes. Pero hay algo más preocupante que la mera  estadística: la mayoría de los que se declaran así fueron un día miembros de la Iglesia; de ella recibieron los sacramentos de la iniciación cristiana y, por rudimentaria que fuera, la catequesis del Evangelio. Y, además, es precisamente este bloque de ciudadanos el que aparece con mayor futuro social y capitaliza el dinamismo de la vida pública de nuestro país.
     ¿Cómo se ha llegado a esta situación? Sin duda que las causas son variadas. ¿Qué se está haciendo para poner freno a esta hemorragia de lo religioso?  Algunos han tomado conciencia del problema, pero a la mayor parte de los católicos esto les deja despreocupados. Es como si hubiéramos decidido responder con la indiferencia al indiferentismo religioso que nos rodea.
     “El justo vivirá por su fe”, afirma el profeta Habacuc;  “Si tuvierais fe como un granito de mostaza diríais a esa morera: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería”.  Palabras que hemos de entender correctamente. Solemos decir que la fe mueve montañas, pero evidentemente la fe no es una fuerza para trasformar la orografía y el paisaje, sino la propia vida.
    “Si tuvierais fe...”;  si tuviéramos fe...
  • Buscaríamos ante todo el Reino de Dios...
  • Daríamos mayor profundidad a nuestra vida...
  • Seríamos capaces de reconocer la presencia de Dios...
  • Superaríamos el miedo a “dar la cara por nuestro Señor”, y la tentación al disimulo.
  • Nuestra oración sería más abundante y comprometida...
  • Dejaríamos de lamentar el mal, para entregarnos a hacer el bien...
  • No nos limitaríamos a  ocupar un asiento en la iglesia, sino que buscaríamos desempeñar una función en ella.
  • No nos contentaríamos con oír el Evangelio, sino que  participaríamos “en los duros trabajos del evangelio”... 
     Si tuvierais fe... ¿Tan poca fe tenemos? ¿Qué es tener fe? Por supuesto que no es solo creer que Dios existe. “También lo demonios lo creen y tiemblan”, afirma Santiago en su carta (2,19). ¡Y esa fe no les salva! ¡Nuestra fe no puede ser la fe de los demonios!
    Sin duda que una respuesta ajustada a esas preguntas  supone integrar muchos elementos. Propongo un camino sencillo: acercarnos al Evangelio.   Conocemos la narración del centurión (Mt 8,5-13). La actitud de aquel militar pagano admiró a Jesús (“En ningún israelita he encontrado tanta fe”). Y no es este el único botón de muestra. Una mujer pagana, cananea (Mt 15,21-28), se acerca a Jesús con una petición: “Ten compasión de mí. Mi hija tiene un demonio muy malo”.  Jesús se hace el huidizo; casi la provoca con un desaire. La mujer, que es madre, no se rinde ni se ofende. Y Jesús se entrega: “¡Qué grande es tu fe, mujer!”.
     A Jesús le impresionó y casi desarmó la “fe” de estos dos “no creyentes” oficiales; al tiempo que le decepcionó profundamente la falta de fe de tantos “creyentes de oficio”. En su propio pueblo “se extrañó de aquella falta de fe” (Mc 6,6).
     ¿En qué consiste, entonces, la verdadera fe? ¿Cuál es? Son cuestiones que rehúyen la simplificación de una respuesta apresurada. Al evocar estos hechos, a primera vista paradójicos, mi propósito es invitar a buscar la respuesta. Pero quiero ofrecer una pista: Dios es más que un dogma, y la fe más que una teoría.
     Creer no es sólo saber y aceptar intelectual y afectivamente unas verdades; hay que acogerlas efectivamente. Creer es integrar la vida en el designio, en la verdad de Dios, e integrar el designio de Dios, su verdad, en la vida. La fe es acogida y entrega; recepción y donación.
      Creer es situar la vida en otra dimensión; sentirse profunda, vitalmente captado por Dios. Dejar que él protagonice mi vida. Creer no es tanto opinar cuanto vivir. Habituados a creer creyendo, nos hemos olvidado de creer creando. El justo vive de la fe. “Tu eres nuestra fe” exclamará Francisco.
      Y una última sugerencia apuntada en el evangelio, “Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer”. O sea que por creer, por vivir según la fe, a Dios no hay que  pasarle  factura, ni pedirle cuentas; hay que darle gracias.
     Como los apóstoles, pidámosle: “Señor, auméntanos la fe”, o como aquel otro personaje del evangelio digámosle: “Señor, creo, pero ven en ayuda de mi poca fe” (Mc 9,24). Con Francisco de Asís oremos: “Dame fe recta”.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- En este “año de la fe”, ¿cómo me he situado ante esta realidad?
.- Si creer es crear, ¿qué dinamismo aporta la fe a mi vida?
.- ¿Oro sinceramente a Dios pidiéndole cada día el don de la fe?

DOMINGO MONTERO, OFM Cap.

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO

SAN LUCAS 16,19-31                                          

    "En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas.
    Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico y lo enterraron.  Y estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno y gritó: Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.
    Pero Abrahán le contestó: Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a su vez males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros.
     El rico insistió: Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.
    Abrahán le dice: Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen.
    El rico contestó: No, padre Abrahán. Pero, si un muerto va a verlos, se arrepentirán.
    Abrahán le dijo: Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto."
      
                                          ***                  ***                  ***                  ***
    Jesús era un maestro que visualizaba sus mensajes. Esta parábola es una muestra. La enseñanza se percibe inmediatamente. Las riquezas ciegan (impiden ver) y aíslan (impiden oír). El rico vivía aislado en sí mismo y en sus cosas. Cuando se le abrieron los ojos, ya era tarde. El rico de la parábola no tiene nombre propio, porque no representa a un individuo sino a una tipología. El pobre tiene nombre propio -Lázaro, “el ayudado de Dios”-, porque ningún pobre es anónimo ante Dios, y siempre tiene a Dios de su parte: por eso es “bienaventurado”.
    Jesús invita a hacer una lectura correcta de la vida desde una escucha atenta de la Palabra de Dios -Moisés y los profetas-. La parábola no pretende ilustrar sobre el más allá -descrito desde un escenografía propia de aquel tiempo-, sino iluminar el más acá para salvar la propia vida y ayudar a salvar vidas.
REFLEXIÓN PASTORAL
    Podríamos pensar en un drama en dos actos. Acto primero: un rico malvado en medio de su prosperidad y un pobre hundido en  su desgracia… Acto segundo: el rico ha caído en desgracia -muere y va al infierno-  y el pobre muere y es recogido por los ángeles. A san Lucas le gustan estos contrates y, como se muestra muy crítico con las riquezas por los peligros que encierran, ha afilado su pluma y llevado su estilo hasta una concisión sublime.
     Pero no es sólo eso. Jesús con esta parábola quiere advertirnos. Él no habla de rico “malvado”, sino simplemente de “un hombre rico que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día”, y hasta de seis hombres ricos -él, el que murió, y sus cinco hermanos-. Y mostrándonos hasta qué punto vivían cegados y sordos antes las carencias humanas, Jesús nos advierte: “No aguardéis a la muerte para abrir un poco los ojos a la vida”.
      El rico no “veía” a Lázaro, “echado en su puerta, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico”. No le echó de su puerta porque no le molestaba, ni siquiera lo “veía”. ¡Terrible ceguera! Hoy muere una anciana abandonada y los vecinos dicen: “No sabíamos nada”. La ignorancia genera indiferencia, y la indiferencia, ignorancia.
     La gente bien acomodada, los ricos, no son necesariamente de corazón duro ni despiadados, pero no “ven”: viven encerrados en su mundo, en sus intereses. Si viesen de cerca el sufrimiento ajeno que existe a su alrededor, muchos se mostrarían fraternales; les entrarían ganas de compartir y compadecer y se salvarían. ¡Porque al final todos veremos!
     Aquel rico también vio, pero ya fue tarde. Vio, finalmente, a Lázaro y lo que le costó haber sido rico en dinero y pobre en amor; pero esa ciencia, ese conocimiento ya no le sirvió. Y como no era tan malo y seguía queriendo a su familia quiere advertir a sus hermanos para que no continúen en su equivocado proceder. “Padre, le dice a Abrahán, te ruego que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que con su testimonio, evites que vengan ellos también a este lugar de tormento”.
    Ya tienen la palabra de Dios –Moisés y los profetas- le responde Abrahán, que la escuchen. Pero el rico se muestra escéptico. También él la tuvo, pero, por experiencia sabe que hay que golpear más fuerte para convertir a los hombres.
    Abrahán replica: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”. Y es que nada hay tan fuerte para convertirnos a Dios como la escucha de su palabra. Y esta es la lección que quiere darnos Jesús: el testimonio de la Palabra de Dios es más fuerte y digno de crédito que el testimonio de un muerto resucitado. ¿Por qué? Porque Dios merece más crédito que un difunto.
     Aunque nosotros podamos distanciarnos del rico de la parábola, nos damos cuenta de que también nosotros somos un tanto ciegos respecto de los hermanos necesitados, y sordos respecto de la palabra de Dios. No estamos plenamente decididos a seguir a Jesús con todas sus implicaciones. ¡Si nos ocurriera algo extraordinario, una revelación, una aparició, ¡ah, entonces sí!
     Nada hay tan extraordinario, nos dice Jesús como la palabra de Dios. Esa que en la segunda lectura nos recuerda que la fe no es solo una aceptación pasiva y teórica de un credo, sino la llamada a la práctica de “la justicia, de la religión, del amor, la paciencia y la delicadeza”; es decir, un compromiso por humanizar la vida desde la coherencia de la fe. A eso lo llama san Pablo combatir “el buen combate de la fe”, que lleva a la “vida eterna”.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Tengo activados mis sentidos, y sobre todo el corazón, para percibir al necesitado?
.- ¿Revalido con la vida mi profesión de fe?
.-  ¿Es la palabra de Dios revulsivo y criterio de vida?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap