SAN JUAN 18, 33b-38
"Pilato preguntó a Jesús: ¿Eres tú el rey
de los judíos? Respondió Jesús: ¿Dices eso por tu cuenta , o es que otros te lo
han dicho de mí?
Pilato
contestó: ¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han
entregado a mí. ¿Qué has hecho?
Respondió
Jesús: Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mi gente
habría combatido; pero mi Reino no es de aquí.
Entonces
Pilato le dijo: ¿Luego tú eres rey?
Respondió Jesús: Sí, como dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para
esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la
verdad escucha mi voz."
EN LA EUCARISTÍA Y EN LOS POBRES NOS VISITA... ¡EL REY!
A un pobre, juzgado por sanedrines teocráticos y
magistrados imperiales, condenado por todos, ajusticiado como blasfemo, como
esclavo y criminal, y sellado en un sepulcro para enterrar allí con su cuerpo
también su memoria, a ese pobre los cristianos lo celebramos en la liturgia de
cada día, que es lo mismo que decir, lo recordamos cada día con agradecimiento
y con fiesta, y hoy lo declaramos, no sólo nuestro Rey, sino El Rey del
universo, ¡El Rey!
Interrogado por el procurador romano: ¿Eres tú el rey de los judíos?, Jesús de
Nazaret, un despojado de todo poder, un acusado a quien todos podían escupir y
despreciar, humillar y atormentar, responde: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para
ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.
Ese hombre, Jesús, con su púrpura de burla, su corona
de espinas, su trono de crucificado, ése es el Rey ante quien nosotros nos
inclinamos, ése es el Rey a quien hoy aclamamos diciendo: El Señor reina, vestido de majestad.
En ese hombre, en ese pobre, en su abandono, en su
debilidad, reconocemos el amor que da consistencia al universo, la fuerza que
lo mueve; en ese retoño sin aspecto que pudiéramos apreciar, en ese desecho de
hombre, reconocemos al Hijo más amado, en quien el Padre quiso fundar todas las
cosas: Así está firme el orbe y no vacila.
En ese crucificado reconocemos a Aquel que nos amó y
nos liberó de nuestros pecados y nos ha convertido en un reino, y nos ha hecho
sacerdotes de Dios.
De ese hombre nos fiamos. A ese Rey le abrimos de par
en par las puertas de nuestra vida
Sea que lo recibamos resucitado y humilde en la divina
eucaristía, sea que lo recibamos herido y necesitado en el cuerpo de sus
pobres, es siempre el Rey quien entra en nuestra vida, es el Señor quien se sienta como rey eterno, es el Señor quien bendice a
su pueblo con la paz.
Y cuanto dije de él, cuanto creo de él, cuanto celebro
de su misterio, lo digo de él en los pobres, lo creo de los pobres en él.
Ellos, los despojados de poder, de derechos y de pan,
los acusados de violentos y borrachos, los señalados como un peligro para los
demás, ellos son “el rey”, y quienes son de la verdad escuchan su
voz.
Ellos, expuestos a la muerte, asfixiados en éxodos
imposibles, condenados a morir de hambre y de frío en fronteras diseñadas para
la seguridad de unos pocos, ellos son “el rey”.
En ellos, en su abandono, en su debilidad, la fe
reconoce y abraza al Hijo más amado, al Señor de nuestra vida, a aquel en quien
el Padre quiso fundar todas las cosas.
Ellos, con su estigmatización social a cuestas, con
sus vidas a cuestas, con su fardo de miedos y angustias y terrores y agonías a
cuestas, ellos son mi rey, de ellos voy diciendo: “El Señor reina”; y no
quiero borrar lo que el salmista añadió: “vestido de majestad”; pues
también en estos reyes, de burla para la impiedad, pero de verdad para la fe, habita,
como en el Rey del universo, la gloria de Dios.
Pero éstas son sólo cosas de la fe, misterios que ella
sola revela, luz que ella enciende en la mirada.
Hoy, el milagro de la fe nos permite ver al Rey,
recibirlo y abrazarlo en la
Eucaristía y en los pobres.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger