sábado, 1 de febrero de 2025

¡FELIZ DOMINGO! ¡FELIZ FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR! ¡FELIZ JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA!

San Lucas 2, 22-40  

    "Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”.

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quién has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.

Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este está puesto en Israel para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”.

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.

Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.

El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba."

                       

«Ahora»

Así empieza el cántico de Simeón: “Ahora, Señor”.

Ese “ahora” es mucho más que un adverbio de tiempo: es un adverbio de salvación encontrada, de plenitud tomada en brazos, de promesas cumplidas, de futuro conjugado en presente… Ese “ahora” que impregna todas las palabras del cántico, es un adverbio de fe, que sólo en labios creyentes se puede abrir…

Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”: es como si el vaso de la vida de quien así habla, se hubiese llenado de paz hasta los bordes… Es como si la muerte, ella también, para ese creyente, ya no fuese más que una última mensajera de paz… Es como si nada quedara ya que esperar, como si nada quedara ya por ver…

Y si preguntas –al justo Simeón, a la profetisa Ana-, ¿qué es lo que ha acontecido para que irrumpiera en su mundo la novedad de ese “ahora”? Los dos te dirán: _Hemos visto.

Entonces viene a la memoria la vieja definición de fe en el catecismo de mi infancia: “Fe es creer lo que no vimos”. Y escucho de nuevo la voz de Simeón, la voz de Ana, que, a su modo, van diciendo: _No, no, no es verdad; fe es ver lo que creemos.

Entonces vuelvo a preguntar: _¿Qué es lo que hoy habéis visto? ¿Qué es lo que ha entrado en el templo? ¿Qué es lo que ha entrado en el tiempo y hecho posible ese “ahora” que ya nunca se acabará?

Hemos visto –responderán- lo que el profeta había anunciado: “Entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis”. Hemos visto lo que el salmista había cantado: “Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria”. Hemos visto lo que el evangelista ha narrado: “Sus padres llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor”.

Hemos visto a un niño, lo tomamos en brazos, y en ese niño reconocimos “al Señor”, “al Rey de la gloria”, reconocimos “al Salvador”, al que es Luz para iluminar a las naciones, al que es Gloria del pueblo de Dios.

Hemos visto… Lo dicen Simeón y Ana, y con ellos lo vas diciendo tú, Iglesia que, impulsada por el Espíritu, has venido hoy a celebrar la eucaristía: en la palabra que escuchamos, en el pan que comemos, hemos visto al Señor; en la comunidad que somos, en los pobres que abrazamos, en la humanidad que amamos, hemos visto al Salvador.

Ahora eres tú la que, con el salmista, vas clamando: “Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria”. Y adviertes que estás clamando, no a las puertas del templo de Jerusalén, no a las puertas de un templo de piedra, sino a las puertas de tu propio corazón, para que, abiertas de par en par, dejen paso al que esperas, al que buscas, al que necesitas, al que amas, al que llega, a tu Rey, a tu Dios.

Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios”: Tú escuchas la palabra de Dios y comulgas el Pan de la eucaristía –es tu modo de tomar en brazos el sacramento de la salvación, es tu modo de tomar en brazos a Cristo Jesús-, y entonas tu “Ahora”, porque en la eucaristía, también tú has visto que Dios ha entrado en tu vida, también tú has visto al que es tu Salvador.

Y, si vemos en la Eucaristía al Salvador, se nos abrirán los ojos para que lo veamos siempre en los pobres.

Feliz “ahora”. Feliz domingo.

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger