domingo, 25 de febrero de 2024

¡FELIZ DOMINGO! 2º DE CUARESMA

 

San Marcos 9, 1-9.

    “En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús.

     Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaban asustados y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: Este es mi Hijo amado; escuchadlo.

    De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.”

 

Escucha, y vivirás

Así, a locura, suena el mandato del Señor a Abrahán: “Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y ofrécemelo en sacrificio”.

Y locura nos parece el camino que Abrahán recorre para cumplir el mandato recibido: “Levantó el altar y apiló la leña, ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña… tomó el cuchillo para degollar a su hijo”.

Ahora considera lo que en esa locura es fuente de bendición: “Por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo único, te bendeciré”. “Porque me has obedecido, todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia”.

No es fuente de bendición la sangre, no lo es el holocausto, no lo es el sacrificio; la bendición nace de la obediencia, de la desapropiación.

Y empiezas a entrar en esa locura mayor, en ese misterio insondable de amor, que es la entrega del Hijo de Dios “por todos nosotros”.

El apóstol se asoma a ese abismo y pregunta: “El que entregó a su Hijo por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?

No se nos dio ese Hijo porque lo hayamos pedido. No se nos dio porque nuestra necesidad fuera grande y universal. Ese Hijo único se nos ha dado porque Dios lo amó a él y nos amó a nosotros.

Y tampoco ahora la bendición vendrá de la sangre, tampoco será su fuente el holocausto, el sacrificio; el Hijo que se nos entrega, será bendición por su desapropiación, por su obediencia: “Por eso, al entrar en el mundo, dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad»”.

De ahí que a los redimidos, a los liberados, a los bendecidos, no se les pida sangre sino obediencia, no se les pida sacrificio sino escucha: “Éste es mi Hijo amado; escuchadlo”.

Es como si toda la ley y los profetas se condensaran en ese único mandato: Escuchad a mi Hijo.

Escucha al Hijo el que escucha sus palabras y las pone en práctica.

Escucha al Hijo y conoce a Dios el que escucha a sus enviados.

Escucha al Hijo y cuida de él el que escucha el clamor de los pobres y cuida de ellos.

Son madre y hermanos de ese Hijo quienes escuchan la palabra de Dios y la cumplen.

Son dichosos, verdaderamente dichosos, los que escuchan la palabra de Dios –la palabra del Hijo, la Palabra que es el Hijo- y la cumplen.

Dichosa aquella María, hermana de Marta, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.

Dichosos también los muertos, pues con ese Hijo que el amor de Dios nos ha dado, ha llegado la hora en que “los muertos oirán su voz, y los que hayan oído vivirán”.

No hay Iglesia si no hay escucha del Hijo, si no hay escucha de la palabra del Señor, si no hay escucha de los pobres.

Escucha al Hijo, y “caminarás en presencia del Señor en el país de la vida”. Escucha, y vivirás.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

sábado, 17 de febrero de 2024

¡FELIZ DOMINGO! 1º DE CUARESMA

 

San Marcos 1, 12-15.

 “En aquel tiempo el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Nueva.”

 

Feliz camino con Cristo Jesús

 

Nos ponemos en camino con Cristo Jesús hacia la celebración anual de su Pascua, de nuestra Pascua con él, de nuestro paso con él desde la muerte a la vida.

Ese camino sólo existe para la fe: no lo abrimos nosotros; no somos nosotros quienes escogemos el modo de recorrerlo; no somos nosotros quienes señalamos la meta a donde lleva.

En ese camino, todo es de Dios. A nosotros sólo se nos pedirá fe para recorrerlo.

Hoy, en el misterio de ese itinerario pascual entramos de la mano del salmista, y lo hacemos suplicando: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador”.

Si pedimos: “enséñame”, “instrúyeme”, no es para saber sobre Dios, tampoco para saber de nosotros mismos. Si decimos: “enséñame”, “instrúyeme”, no es para presumir de conocimientos sino para caminar como creyentes, para “caminar con lealtad”, “con rectitud”, para seguir “el camino de Dios”.

Los que decimos: “enséñame”, “instrúyeme”, somos la comunidad convocada para la eucaristía, una comunidad de pobres en busca de lealtad, una comunidad de pecadores en busca de gracia, una comunidad de humildes en busca de rectitud.

Y aquel a quien decimos: “enséñame”, “instrúyeme”, es el “Dios de mi salvación” –“mi Dios y Salvador”-, y, en nuestra oración, recordamos “su misericordia y lealtad”, “su ternura”, “su bondad”, “su rectitud”…

Pero no olvidamos tampoco que, en ese itinerario de fe para ir a Dios, con nosotros camina también Jesús. Él con nosotros, nosotros con él, decimos al Padre: “Enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad”. Y en nuestro interior la fe susurra que Jesús mismo es el camino que lleva al Padre, la senda que el Padre nos muestra, el sacramento de su misericordia, de su ternura, de su lealtad, de su bondad, de su rectitud, de su amor.

En nuestra oración, con el salmista y con Jesús, decimos: “Acuérdate de mí, Señor”. Y la fe trae a la memoria la oración de un experto en hacer camino hacia la Pascua con Jesús. Fíjate de dónde sale ese experto que está crucificado al lado del Camino: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Y fíjate a dónde llega en aquel mismo instante: “En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Vemos que aquí no hay saber sino correr, no hay información sino salvación.

Hoy somos nosotros los que desde nuestro punto de salida decimos: “Acuérdate de mí, con misericordia, por tu bondad, Señor”. Y éste es el punto de llegada del camino en el que entramos –te lo dice la fe-: la vida con Cristo resucitado, la vida en Cristo resucitado, la vida con Cristo en su reino.

La comunidad eucarística dice: “Acuérdate de mí, con misericordia, por tu bondad, Señor”, y la fe recuerda el compromiso de Dios nosotros: “Pongo mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra”.

La comunidad dice: “Acuérdate de mí, Señor”, y la fe recuerda: “Está cerca el reino de Dios, convertíos y creed en el Evangelio”. Y es como si dijera: Está cerca el Hijo de Dios, está cerca la efusión de su Espíritu, está cerca el amor con que Dios nos ama, está cerca Jesús, está cerca la señal del pacto de Dios con la humanidad entera, está cerca el cuerpo de “su misericordia y lealtad”, de “su ternura”, de “su bondad”, de “su rectitud”…

Ahora, en comunión con Cristo Jesús, en camino hacia la Pascua, volvemos a entonar nuestro canto de asombro: “Tus sendas, Señor, son todas misericordia y lealtad”. Feliz camino con Cristo Jesús.

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 11 de febrero de 2024

¡FELIZ DOMINGO! 6º DEL TIEMPO ORDINARIO

 

San Marcos 1, 40-45.

 “En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero, queda limpio. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.  Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aún así acudían a él de todas partes.”

 

 

Gracias, porque me has amado

 

Más que una forma de vida, la del leproso pareciera una forma de no vida. De él se dice en el libro de la ley: “El que haya sido declarado enfermo de lepra… andará gritando: ¡Impuro, impuro!... vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”.

La liturgia de este domingo trae a la memoria de la comunidad el encuentro entre un leproso y Jesús, y nos permite revivir en nuestra eucaristía el misterio de ese encuentro.

Todo en el relato resulta asombroso: los es el leproso que se acerca a Jesús, lo es la mano extendida de Jesús y su contacto con lo impuro, lo es el imperativo divino que lo purifica: “Quiero, queda limpio”.

Es como si en aquella hora del tiempo de la salvación, lepra y limpieza, miseria y gracia, anularan todas las distancias: La miseria se acerca a la misericordia. La misericordia extiende su mano a la miseria y la toca. La misericordia se queda con la miseria. La miseria se sabe enriquecida por la gracia.

Hace muchos años que a mí mismo me reconocí en aquel leproso y me vi como él delante de Jesús, como él tocado por su mano, como él manchado y limpio, pecador y santificado, asombrado, gozoso, agraciado y agradecido.

Y así me veo aún, uno más en medio de una comunidad de leprosos sanados, de pecadores dichosos, una comunidad de hombres y mujeres misionera y festiva porque hemos sido curados, perdonados, agraciados, una comunidad de criaturas visitadas por la infinita misericordia de Dios.

Y así veo la eucaristía que hoy celebramos: un sacramento para el encuentro entre miseria y misericordia, entre necesitados de gracia y la fuente en que han de beberla, entre leprosos y la mano divina que nos toca y nos limpia.

Hemos oído la palabra leprosos; pero en la intimidad del corazón entendimos que se hablaba de pecadores, de nosotros.

Ese paso que va de aquel leproso a este pecador, lo da el salmo con que respondemos a la palabra de Dios. No dice: Dichoso el leproso que se ve limpio de su lepra; sino que dice: “Dichoso el que está absuelto de su culpa, aquel a quien le han sepultado su pecado; dicho el hombre a quien el Señor no le apunta el delito”. No decimos: Me había contagiado; sino que decimos: “Había pecado, lo reconocí; no te encubrí mi delito”.

La lepra de aquel hombre no es más que figura lejana del pecado de este hombre –de esta comunidad eclesial- que hoy se encuentra con Jesús en la eucaristía.

Encuentro gozoso y agradecido con aquel que nos ha amado, y a sí mismo se entregó por nosotros, para consagrarnos, para purificarnos, “para prepararse una Iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni nada semejante, una Iglesia santa e inmaculada”.

Encuentro gozoso y agradecido de la miseria con la luz de Dios, con la gloria de Dios, con la vida de Dios, con la santidad de Dios, con la belleza de Dios, con Cristo resucitado: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él”, ninguno de los que creen en él, “sino que tengan vida eterna”.

Somos un milagro del amor de Dios.

Gracias, Dios mío, porque me has amado.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

domingo, 4 de febrero de 2024

¡FELIZ DOMINGO! 5º DEL TIEMPO ORDINARIO

 

San Marcos 1, 29-39.

     “En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: Todo el mundo te busca. Él les respondió: Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido. Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.”

De leprosos y momias

Así se podría resumir el evangelio de hoy: “Curó a muchos enfermos de diversos males”.

Con esos relatos asombrosos de enfermos curados y endemoniados liberados, el evangelista muestra que, en Cristo Jesús, se está cumpliendo lo dicho por el profeta Isaías: “Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades”.

Considéralo con atención: Jesús no es un mago que nos deslumbra y de paso nos engaña; tampoco es un médico que hace lo que sus conocimientos le permiten hacer por devolver la salud a un enfermo. Jesús es la Palabra de Dios que se hizo carne para hacerse con nuestras dolencias y nuestras enfermedades.

Yo era el leproso, y Jesús se quedó con mi lepra. Yo era el ciego, y Jesús se quedó con mi oscuridad. Yo era el muerto, y Jesús, muriendo y resucitando, tomó consigo mi muerte para que yo me quedase con su vida.

Aquella mujer de la que habla el evangelio –la suegra de Simón-, postrada en cama con fiebre, es figura que bien te representa, Iglesia cuerpo de Cristo: más que a ella, mucho más que a ella, a ti se acercó el Señor; a ti te tomó de la mano el que es tu salvador; a ti te liberó el que por ti se entregó a sí mismo para consagrarte, para purificarte, para que fueses santa e inmaculada; a ti te levantó el que te resucitó.

Y habrás caído en la cuenta de que Jesús es también respuesta de Dios a las quejas de Job, más aún, es la respuesta de Dios al lamento de los humildes, al abandono en que yacen los arrojados a un espacio sin luz y sin esperanza: Con Jesús vuelve la dicha al corazón, la vida se eterniza en esperanza, y ya no preguntamos: “¿cuándo me levantaré?, porque nos sabemos levantados con Cristo, resucitados con él, enaltecidos con él y sentados con él a la derecha de Dios en el cielo.

Hemos dicho que “nos sabemos” levantados con Cristo, resucitados con él. Pero aún hay algo más que hemos de considerar, pues hoy, no sólo recordamos lo que ya “sabemos”, lo que ya hemos recibido, sino que nos encontramos con el que todo nos lo ha dado: hoy escuchamos su palabra; hoy, comulgando, nos hacemos uno con él, y en este admirable sacramento, revivimos el más admirable intercambio que el amor de Dios ha hecho posible: Cristo Jesús viene a nosotros y nosotros vamos a él; el que “tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades”, hoy, en la eucaristía, nos hace partícipes de la vida misma de Dios.

Ahora, con Job visitado por la gracia, con la suegra de Simón que ha sido levantada de su postración, con los enfermos que han sido curados, con los poseídos que han sido liberados, hacemos nuestra la oración del Salmista: “Alabad al Señor… Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas… El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados”.

Y el corazón, Iglesia cuerpo de Cristo, intuye que a tu cántico de alabanza se suman todos los humildes del mundo, todos los que fueron abandonados por los bandidos al borde del camino, todos los sacrificados por los idólatras a la crueldad del dinero, todos los ahogados en el mar sin entrañas de la indiferencia.

Con los humildes, con los abandonados, con los sacrificados, con hambrientos y sedientos, cantamos una alabanza que bandidos e idólatras jamás podrán comprender ni gustar: “Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados”.

Feliz eucaristía.

Feliz encuentro con la dicha: se llama Cristo Jesús.

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

 

P.S.: Lo acabo de leer:

Pateras a la deriva aparecen con emigrantes momificados en Brasil”.

Mientras la ortodoxia pierde el sueño por una bendición, los hijos de Dios, abandonados de todos, ignorados por todos, despreciados por todos, exprimidos por todos, también por el sol y la sal, se momifican en una patera a la deriva. Esos muertos han conocido el dolor de Job y la soledad atroz de los echados fuera del campamento. Esos muertos te necesitan, Jesús, y ya sólo tú puedes convocarlos a la vida. Y aquellos otros hermanos suyos que harán mañana su mismo camino, también ellos te necesitan, y hemos de ser nosotros, tu cuerpo, tu corazón y tus manos, quienes los ayudemos a vivir.