San Juan 20, 1-9.
“El primer día de la semana, María
Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa
quitada del sepulcro. Echó a correr y fue a donde estaba Simón Pedro y el otro
discípulo, a quien quería Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al
Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo
camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más
que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las
vendas en el suelo: pero no entró. Llegó también Pedro detrás de él y entró en
el sepulcro: Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto
la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al
sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que
él había de resucitar de entre los muertos.”
No temáis
Sobre nuestra
vida de creyentes vuelve a brillar la luz de la Pascua anual, la “luz
gozosa” que es Cristo resucitado. Es la Pascua del Señor, el día en
que la comunidad de los discípulos de Jesús oye, dichas para ella, las palabras
del ángel del Señor: “No temáis, ya sé
que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, ha resucitado”.
No
temas, Iglesia que buscas al crucificado:
Escuchando como
discípula la palabra de Jesús, habías empezado a soñar un mundo nuevo, hermoso
como la misericordia y el perdón, generoso como la hospitalidad y la solidaridad,
abierto como el corazón de Dios, un mundo tan cercano a ti como lo estaba el Maestro
que te hablaba y caminaba delante de ti.
Luego, en la
tarde del viernes de su Pasión, tú que desde Galilea habías seguido de cerca a
Jesús para servirle, y que ahora mirabas desde lejos mientras lo crucificaban, empezabas
a sentir que se estaba alejando de ti todo lo que amabas. Te habían arrebatado a
Jesús, lo habían apartado de ti, lo habían crucificado, y con él habían
crucificado tu mundo, tus esperanzas, tus sueños.
Al atardecer de
aquel viernes, la piedad humana bajó de la cruz el cuerpo de Jesús para
enterrarlo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en un sepulcro nuevo. Tú
estabas allí, sentada frente al sepulcro, frente a lo único nuevo que te quedaba
de todo lo nuevo que habías soñado.
Cuando, pasado
el sábado, al alborear el primer día de la semana, fuiste a ver el sepulcro,
intentabas sólo llenar tu soledad con el recuerdo de lo que allí habías visto que
enterraban: Tu Jesús crucificado, su mundo, tu mundo desvanecido.
En aquel
sepulcro, con el cuerpo de Jesús, habían quedado enterradas las
bienaventuranzas, la buena noticia del Reino de Dios, la revelación de su
justicia, el banquete mesiánico, el amor a los enemigos, el perdón de las
ofensas, la fiesta por la moneda encontrada, por la oveja devuelta al redil,
por el hijo que vuelve a los brazos de su padre. Tú vas a ver el sepulcro, pero
el ángel del Señor sabe que tu corazón va buscando lo que has perdido, sabe que
tú vas buscando a Jesús, sabe que tú vas a ver el sepulcro porque añoras el
mundo de Jesús.
Entonces, para
ti, pronunció el mensajero celeste aquellas palabras que, por ti misma, nunca
hubieses podido imaginar: “No está aquí, ha resucitado”.
Sólo oíste
decir que Jesús ha resucitado: todavía no le has visto, pero ya crees; y te
alejas a toda prisa del sepulcro, con temor por la cercanía del ángel del Señor
que se te revela, y con gozo porque su palabra te devuelve todo lo que amas.
El anuncio de
la resurrección de Cristo te devuelve, con la presencia del Señor, su palabra y
sus gestos salvadores, su Espíritu y su paz.
Jesús vuelve a
tu vida, y tú vuelves a ser la
Iglesia que escucha y se pone en camino para realizar lo que
ha soñado, porque ahora, de nuevo, todo es posible.
Lo has oído: “No está aquí, ha resucitado”. Y en tu
pecho, el eco del mensaje va repitiendo: Ha resucitado la dicha de los
pobres, ha resucitado la justicia del Reino, el evangelio de la gracia,
la fiesta de los pecadores.
El anuncio de
la resurrección de Cristo, es también anuncio de tu resurrección, pues, en
Cristo y con Cristo, Dios te ha llevado de la esclavitud a la libertad, de la
tristeza a la alegría, del tiempo de luto al día de fiesta, de la oscuridad de tu
noche al esplendor de su luz, de tu condición de sierva, sometida al pecado, a
la condición de redimida, sometida a la justicia, liberada para la santidad.
Cristo ha
resucitado, y tú vuelves a ser la comunidad de sus discípulos, que escucha su
palabra salvadora y realiza la obra de la salvación.
No
temas, pequeño rebaño:
En mi primera
Pascua con vosotros, quiero acercarme, con respeto y gratitud, a vuestra vida: a
vuestros proyectos y a vuestras preocupaciones, a vuestras esperanzas y a
vuestros temores, a vuestras tareas y a vuestros cansancios.
Sois una
Iglesia viva y fecunda, pequeña y humilde, sierva del Señor y de los pobres.
El Espíritu del
Señor, con sabiduría y amor, os ha guiado al encuentro de Cristo, y os ha
enseñado a verlo y a cuidarlo en sus pobres –que es nuestro modo de confesarle
resucitado-.
Obedientes al
Espíritu del Señor, visitáis a Cristo, prisionero en la cárcel, enfermo en el
hospital; acogéis a Cristo, mujer abandonada, madre soltera, clandestino sin
derechos, emigrante sin recursos, niño sordomudo, niño de la calle, disminuido
psíquico, discapacitado profundo; ayudáis a Cristo, dándole conocimientos y
pan, promoción y estima de su dignidad; hacéis presente a Cristo en un mundo
que está llamado a conocerle y amarle, a reconocerle y confesarle; lo hacéis
presente con vuestra contemplación, con vuestra oración comunitaria, con
vuestra oración personal, con vuestras manos, con vuestra mente, con vuestra
ternura, con todo vuestro ser.
Los pobres ven
que Cristo ha resucitado porque ven que vosotros los amáis.
Al mismo
tiempo, yo sé que experimentáis la desazón de la incertidumbre: Somos pocos y
no tenemos motivos para pensar razonablemente que mañana seremos más numerosos;
trabajamos, y nuestro trabajo no parece que vaya a tener la recompensa de las
vocaciones consagradas que se multiplican, ni de las comunidades parroquiales
que ven aumentar el número de los elegidos; los años se nos vienen encima, y no
los percibimos como el tiempo esperado y sereno del relevo, sino más bien como
el tiempo inquietante y temido en que la casa se derrumba y la vida parece
llegar a su fin. Deja, Iglesia cuerpo de Cristo, deja que resuenen en tu
interior las palabras del ángel de la resurrección: “No temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, ha resucitado”
El Señor está
contigo, con la pequeña comunidad de sus discípulos, y puedes ahora recordar
las palabras con que te habló al corazón, mientras subíais a Jerusalén. Allí,
él iba a consumar su éxodo de este mundo al Padre; allí, sus discípulos habían
de experimentar un agobio hasta entonces desconocido para ellos, una angustia
como la que tú sientes hoy. Entonces Jesús dijo: “No andéis agobiados por la vida… No os angustiéis… No temas, pequeño
rebaño”.
Al oírlo, el
corazón se te estremeció por la ternura que envolvía las palabras de tu Salvador.
No temas, te dijo, porque Dios es Padre para ti, él te enseña a caminar y cuida
de ti, él te atrae con cuerdas humanas, con lazos de amor. No temas, pues en tu
pequeñez se manifiesta la infinita grandeza de Dios, en tu debilidad, la
infinita fortaleza de Dios: Él ha escogido lo débil del mundo, para confundir
lo fuerte; él ha escogido lo que no es, para reducir a la nada lo que es.
Escúchalo y aprende
a no temer, no porque vayas a dejar de ser pequeña y pobre y débil, sino porque
te auxilia tu Redentor, porque tu Padre cuida de ti, porque tu Padre te ha
confiado su Reino, te ha confiado su Hijo, te ha confiado sus pobres.
Hoy Cristo ha
resucitado, hoy hemos resucitado con Cristo, hoy ha resucitado la dicha para
los pobres. Hoy, por Cristo y también por los pobres, por su vida y también por
la nuestra, cantamos un himno de alabanza a nuestro Dios, un Aleluya
que se prolongará en la eternidad. ¡Feliz Pascua, a todos los resucitados en
Cristo!
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger