domingo, 9 de marzo de 2025
¡FELIZ DOMINGO! 1º DE CUARESMA
San Lucas 4, 1-13.
“En aquel tiempo, Jesús lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces, el diablo le dijo: Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: Está escrito: No solo de pan vive el hombre.
Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo, y le dijo: Te daré el poder y la gloria de todo esto, porque a mí me lo han dado y yo lo doy a quien quiero. Si te arrodillas delante de mí, todo será tuyo. Jesús le contestó: Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto.
Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: Si eres Hijo de Dios tírate de aquí abajo, porque está escrito: Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y también: Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras. Jesús le contestó: Está mandado: No tentarás al Señor tu Dios. Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión.”
Orar, empobrecerte y amar
Sólo los pobres pueden hacer confesión agradecida de lo que el Señor su Dios ha hecho para acudirlos en su necesidad. Sólo ellos pueden decir con verdad: “El Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia”. Sólo los pobres saben de evangelio y de fe.
De ahí la naturalidad con que, en un mundo que a sí mismo se ve rico, en un mundo que se basta a sí mismo, la palabra evangelio nada signifique, y la fe en el Dios del evangelio haya sido abandonada.
Quienes hoy, en la eucaristía dominical, presentamos al Señor la cestilla de nuestro agradecimiento, lo hacemos desde nuestra condición de pobres que han sido agraciados con el evangelio. Y será bueno que, imitando la profesión de fe del pueblo escogido, también nosotros hagamos nuestra profesión de fe, confesión de la gracia de Dios en nuestra vida, de la abundancia de su misericordia con nosotros.
Di al Señor: «Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti».
En Cristo, tu Hijo, tú te pusiste junto a nosotros para librarnos: éramos ciegos, y él nos abrió los ojos para que te viéramos en tus criaturas, y nos abrió el oído para que escucháramos tu palabra, y nos soltó la lengua para que cantáramos tus alabanzas.
En Cristo, tu Hijo, tú estuviste con nosotros, nos defendiste, nos glorificaste; en él, en tu único Hijo, tú, Señor, nos resucitaste de entre los muertos, nos justificaste, nos salvaste.
En Cristo nos has dado tu palabra, tu gracia, tu justicia; en él nos has escogido para que tengamos vida, para que en tu casa seamos libres con la libertad de tus hijos…
Cristo Jesús es para nosotros la tierra de promisión a la que tú nos has llevado por la fe, la tierra en la que somos hijos tuyos, la tierra en la que tú nos amas, en la que somos tus herederos, “una tierra que mana leche y miel”.
Ésa es hoy nuestra profesión de fe delante del Señor: somos hijos en el Hijo de Dios.
Y, lo mismo que el Hijo de Dios fue llevado por el Espíritu Santo al desierto, mientras era tentado por el diablo, también nosotros, en el tiempo de nuestra vida, somos llevados por el Espíritu de Jesús, mientras somos tentados desde nuestra condición de hijos de Dios: tentados de utilizar a Dios, de servirnos de él, de negar el amor que él es siempre y que nos muestra en todas las circunstancias de la vida; tentados por el poder y la gloria de los reinos del mundo, poder y gloria que no son Dios y que ocuparían en nuestro corazón el lugar de Dios –el mundo está llenos de víctimas inocentes del poder y la gloria de sus reinos-; tentados de tentar a Dios, de negar su libertad, de negar su justicia y su amor.
Lo tuyo, Iglesia cuerpo de Cristo, no es decir a las piedras que se conviertan en pan, sino convertirte a ti misma en pan sobre la mesa de los pobres, lo mismo que Cristo Jesús ha querido ser pan para ti sobre la mesa de tu eucaristía.
Lo tuyo no es revestirte con el poder y la gloria de los reinos de este mundo, sino arrodillarte a los pies de todos para lavarlos, hacerte de todos de todos para servirlos, amar a todos hasta perderte a ti misma por ellos.
Lo tuyo no es dar espectáculo a los curiosos, ni mostrar lo asombrosa que eres, sino entrar en lo secreto, y allí, en lo secreto, orar, empobrecerte y amar, como, escuchando y contemplando, aprendiste de Cristo Jesús, tu Señor.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger
domingo, 2 de marzo de 2025
¡FELIZ DOMINGO! 8º DEL TIEMPO ORDINARIO
San Lucas 6, 39-45.
“En aquel tiempo, ponía Jesús a sus discípulos esta comparación: ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, si bien cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota de tu ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto: porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa el corazón, lo habla la boca.”
¡Ojo al corazón!
Entrar en el corazón, nombrar lo que hay en él, es acercarse a la verdad de lo que somos.
Si queremos encontrarnos con nosotros mismos, hemos de entrar en ese espacio secreto, íntimo, nuestro, sólo nuestro, que es el corazón.
Lo que allí atesoramos, es la matriz donde nace y crece lo que somos a la vista de todos, allí nace y crece lo que sale del corazón.
Jesús lo dijo de aquella manera: “De lo que rebosa el corazón, habla la boca”; o lo que es lo mismo: lo que llevamos dentro, en el corazón, eso saldrá a la luz en lo que decimos y en lo que hacemos.
La historia de la humanidad, y la historia de cada ser humano, dejan entrever la infinidad de sueños que pueden encontrar acogida en un corazón: “El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón, saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal”.
En el corazón de Dios no existe la maldad: allí son de casa la misericordia y la fidelidad. Nos lo recuerda el salmista: “El Señor es justo, en él no existe la maldad”;y nos lo deja siempre a la vista Cristo Jesús, que es sacramento de la misericordia de Dios, de la fidelidad de Dios, de la mirada compasiva de Dios.
La fe que profesamos lleva consigo que imitemos lo que creemos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”; amad como Dios ama; haced salir vuestro sol sobre buenos y malos, como el Señor nuestro Dios hace salir su sol sobre justos e injustos…
Por la fe que profesamos, llevamos en el corazón a Cristo Jesús, y no simplemente como idea o creencia, sino que lo llevamos como él es, y, día a día, con obstinación de amantes, nos miramos en él, para hacernos con sus sentimientos, su modo de ser, sus opciones en la relación con Dios, sus opciones en la relación con los demás.
Por la fe que profesamos, intentamos guardar en nuestro corazón lo que en su corazón guardaba Jesús: el amor del Padre, la obediencia al Padre, la pasión por el reino de Dios, los pobres, como destinatarios del evangelio, como predilectos de Dios.
Si nos decimos discípulos de Jesús, guardaremos en el corazón la imagen del Maestro arrodillado a nuestros pies para lavarnos, y en el corazón, indelebles, quedarán grabadas las palabras del mandato que él nos dio: “haced vosotros lo mismo”.
La eucaristía que celebramos es memoria real y verdadera de Cristo Jesús, memoria de sus palabras, de sus miradas, de sus gestos, de sus hechos, de su compasión, memoria de su vida entregada, de su amor hasta el extremo.
Celebramos la eucaristía para guardar en el corazón a Cristo Jesús, para aprender los sentimientos de Cristo Jesús, para aprender a ser pan sobre la mesa de los pobres, para aprender a curar las heridas de la humanidad, para dejar que el Espíritu de Dios nos transforme en Cristo Jesús.
En la eucaristía, para aprender a Cristo, escuchamos la palabra de Dios y la palabra de la Iglesia. En la eucaristía, comulgamos para ser todos uno, para ser todos el cuerpo de Cristo, para ser todos Cristo.
En la eucaristía, escuchando y comulgando, guardamos en el corazón a Cristo, para que todos lo encuentren en nuestra vida, como está escrito: “De lo que rebosa el corazón, habla la boca: el hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón, saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal”.
Quien lleva a Cristo en el corazón, “en la vejez seguirá dando fruto, y estará lozano y frondoso, crecerá como una palmera, crecerá en los atrios de nuestro Dios”.
En el corazón está la verdad de lo que somos. Si deseamos que en nuestra vida se transparente Cristo Jesús, ¡ojo al corazón!
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger