domingo, 6 de marzo de 2016

DOMINGO IV DE CUARESMA

  SAN LUCAS 15,1-3. 11-32

                                                                             
   " En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los escribas y los fariseos murmuraban entre ellos: Ese acoge a los pecadores y come con ellos.
    Jesús les dijo esta parábola: Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de lo que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes.
    No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
    Recapacitando entonces se dijo: Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
    Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
    Su hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.
    Pero el Padre dijo a sus criados: Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies, traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mí estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete.
    Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y, llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.
    Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.
    El padre le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado."
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     Esta parábola forma parte de la trilogía conocida como “parabolas de la misericordia” que configuran el cap. 15 del evangelio de Lucas. Y son respuesta a la crítica de escribas y fariseos sobre la praxis abierta y misricordiosa de Jesús. Amenazada por una escucha rutinaria, la parábola exige una relectura desde claves profundas. En ella Jesús advierte de la equivocación de confundir a Dios Padre con un dios patrón, de buscar la realización personal lejos de la casa del Padre. También alerta de presencias que, en realidad, son ausencias (es el caso del hermano mayor).
     Desde ella somos invitados a identificar al Dios en quien creemos (¿es un Dios meramente remunerador, o es un Dios salvador?), y a identificarnos ante él. Qué experiencia tenemos de Dios y qué experiencia tenemos del hermano. Los paradigmas filiales de la parábola no son, en manera alguna, ejemplares. Pero hay otro Hijo, el parabolista, que es con quien hemos de procurar identificarnos, apropiándonos sus sentimientos (Flp 2,5), aprendiendo de él (Mt 11,29). Es el hermano que no “se entristece”, sino que se goza con el regreso del hermano perdido. Es el verdadero narrador del Padre, a quien conoce por dentro.
    
REFLEXIÓN PASTORAL
     Escribía Charles Peguy: “Todas las parábolas son hermosas, todas las parábolas son grandes. Pero con esta, millares y millares de hombres han llorado”.
      Muchas veces comentada, esta parábola resulta, sin embargo, inagotable en su capacidad de sugerencias. No basta la explicación exegética. Solo se comprende desde la oración. Es una parábola para ser “orada”. Nos revela el núcleo de Dios, que no está pidiendo cuentas de los pecados (2 Cor 5,17-21); no es un Dios al acecho. Es Padre misericordioso. Esta parábola es, además, una invitación a examinar nuestra experiencia de filiación y de fraternidad.   
     Un hombre tenía dos hijos. Un día el más pequeño, en el estallido de su juventud, prefirió la aventura de sus sueños a la aparente monotonía del hogar y del amor paternos; quería experiencias nuevas... y pidió la parte de su herencia. No sin dolor el padre  accedió. Y es que el respeto de Dios por la libertad del hombre es casi escandaloso.
      Abandonó la casa, se entregó a la evasión..., y se arruinó. Abandonado de todos, no le abandonó un recuerdo, el de la casa de su padre. Curiosamente no su padre; y es que en el fondo le movía el hambre no el amor. Pero lo importante es que la luz entró en su alma aunque fuera por aquella  ventana. Decide volver, con un discurso preparado: “Padre, he pecado, no merezco llamarme hijo tuyo...” ¡No conocía a su padre! Quien desde que marchó no hizo otra cosa que esperarle, saliendo todos los días al camino. Y, a pesar de la edad, quizá con la vista cansada, le reconoció de lejos, porque se ve de verdad cuando se mira con el corazón. Nadie que no hubiera sido su padre le habría reconocido.
      Se había marchado bien vestido, y volvía envuelto en harapos. Pero su padre le conoció, le presintió de lejos. Y corrió a él; no supo esperar. Y es que mientras el arrepentimiento anda a paso lento, la misericordia de Dios corre veloz. Manifiesta más necesidad el padre de perdonar que el hijo de ser perdonado. Con el perdón el hijo recupera la comodidad, el padre el corazón; el muchacho volverá a poder comer, el padre volverá a poder dormir.
      El padre no pregunta los porqués de la marcha y del regreso. Eso se sabrá luego, o nunca. Lo que importa es que ha vuelto. Y comienza la fiesta.
      Pero había otro hermano, el que se había quedado en casa. Al regresar del campo le sorprende la fiesta. No adivina que tal alegría solo puede tener un motivo: el regreso de su hermano. Tuvo que preguntar, y al enterarse, se indignó. ¡No podía ser! ¡Aquello no era justo! Si llega a saber esto, también él hubiera hecho lo mismo...Y no quería entrar. Por lo que también a este hijo tiene el padre que salir a buscarlo. 
Amargado pasa factura a su padre: “Tanto tiempo que te sirvo…”; y lo que es peor, se desmarca de su hermano: “Cuando ha venido ese hijo tuyo...”. Fue lo que más debió doler al Padre, que no supiera o no pudiera llamar hermano a su hermano. Pero no se desalentó; también para este hijo mayor era la fiesta.  “Hijo, deberías alegrarte”. Porque haber estado siempre en casa del padre no es para lamentarlo.
       No deja de ser triste la situación de este padre. Es el único que ama en la parábola. El hijo menor regresa más por hambre que por amor; el mayor es incapaz de comprender. ¿Es que es imposible amar desinteresadamente, sin prefijos?  DIOS AMA ASÍ, y ASÍ HEMOS DE AMAR.
   El Dios que nos revela Jesús y que se revela en él es un Dios de puertas abiertas y de corazón abierto. Un Dios Padre que no discrimina, siempre disponible a la acogida gozosa de los hijos. Un Dios que solo sabe ser y ejercer de Padre misericordioso. Es su estilo, que debe ser el nuestro. Ahí está la novedad cristiana.
     Una historia de amor bella y dramática. Una historia que todos hemos de leer, contemplar y guardar esta foto del Padre en la cartera, cerca del corazón, para ver si al contacto con ella nuestro corazón comienza a latir al compás del suyo. Una lección importante para este cuarto domingo de Cuaresma.
REFLEXIÓN PASTORAL
.- ¿De qué modelo de hijo estoy más cerca?
.- ¿Siento a Dios como “Padre” o como “patrón”?
.- ¿Me alegra el bien del otro?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

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