domingo, 9 de septiembre de 2018

¡FELIZ DOMINGO! 23º del TIEMPO ORDINARIO

  SAN MARCOS 7, 31-37

    "En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
    Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: Effetá (esto es, “ábrete”). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.
    Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos."
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         Jesús se encuentra en tierra “pagana”. Le presentan un sordo que además tenía bastantes dificultades para expresarse -es decir, un hombre "aislado" interior y exteriormente-, pidiéndo que le imponga las manos. La intervención de Jesús rehuye toda espectacularidad. Los gestos y la saliva eran elementos típicos de las curaciones. A la saliva se le reconocían efectos curativos y apotropáicos (desviación de fuerzas malignas). También el gemido profundo formaba parte del ritual de la curación. Este gesto y la palabra - "effatá"- pasaron a la liturgia bautismal. Hoy ya no se conserva. Jesús devuelve al hombre la capacidad de hablar y de oir; le reintegra a la vida y a la comunicación. Por otra parte, es un gesto mesiánico (cf. Mt 11,5). La prohibición que sigue a continuación del milagro, ya es clásica en Marcos.
El versículo conclusivo está lleno de intencionalidad teológica. Han llegado los tiempos mesiánicos (cf. Is 35,5s). La obra de Jesús recibe el mismo aplauso, la misma valoración que la obra creadora de Dios (Gén 1,3).  Ha llegado la plenitud de los tiempos (Gál 4,4).
REFLEXIÓN PASTORAL
    No se requiere mucha perspicacia para detectar en nuestra sociedad una especie de cansancio, hastío y escepticismo. Pero quizá sí se necesite esa perspicacia, y en grandes dosis, para detectar el porqué de esa situación.
    Nuestro momento se caracteriza por un agotamiento de los modelos, por una agonía de los sistemas y esquemas sociales, familiares, económicos, políticos y religiosos. Por eso abundan tantas ofertas a corto  o a largo plazo; ofertas nacidas ya con el convencimiento de su provisoriedad e insuficiencia. Y, por eso, hay tanto desconcierto, e incluso temor.
     ¿No será que hemos orientado nuestra vida hacia metas frustradoras? El silencio de los cristianos, a este respecto, puede que ya sea culpable, aceptando una domesticación agresiva, sin saber dar razón de nuestra esperanza y de nuestra fe, de manera creativa, libre e, incluso, contestataria.
     La palabra de Dios hoy resuena con claridad y fuerza: “Sed fuertes, no temáis”. Hay un principio de esperanza: la presencia de Dios revitaliza al hombre -“se despegarán los ojos de los ciegos…”- y a la naturaleza -“porque han brotado aguas en el desierto”-. Y es que “si el Señor no construye la casa…” (Sal 127,1).
     Y hoy parece que nos estamos empeñando en construir no solo de espalda a Dios, sino contra Él, olvidando un dato testimoniado por la historia: quien comienza por situarse de espaldas a Dios, termina situándose de espaldas al hombre… Porque sin Dios, sin la perspectiva que de él se deriva, el hombre deja de ser ese absoluto indomesticable, para convertirse en instrumento manipulable al servicio de los más variados intereses. Devaluada su porción divina, la figura del hombre decrece, se empequeñece vertiginosamente. Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza y, por tanto, Dios no solo es su origen, también es su destino. “Nos hiciste, Señor, para ti…” (S. Agustín).
     Para reconducir al hombre a su meta original, para devolverle la perspectiva perdida y liberarle de todos los impedimentos, vino Jesucristo.
     El evangelio de hoy nos le presenta liberando a un hombre de sus limitaciones físicas, de su aislamiento, porque toda salvación debe ser integral, abriéndole a la escucha y a la comunicación con los demás. Pero la obra de Jesús no queda reducida a eso. Vino a abrir en el hombre dimensiones más profundas  -el corazón-  y a dimensiones más profundas. Ese corazón que a veces tiende a replegarse sobre sí mismo, desoyendo las urgencias del prójimo y renunciando a la comunicación sincera con él, dejándose llevar por la acepción de personas. Porque esa es la peor de las sorderas: la del corazón. ¿Tenemos oídos y no oímos? ¿No es quizá hoy nuestra situación y nuestro pecado, la sordera del corazón? Y también, la mudez.  ¿Hablamos con el corazón y al corazón? ¿Nuestro lenguaje es solo "doctrinal"?
  A este respecto resulta esclarecedora la segunda lectura. La Iglesia debe ser un espacio de comunión y comunicación; sin distinciones ni clasificaciones; un espacio de cordialidad. Sin duda que algo hemos progresado en esto, pero no hemos alcanzado la meta.
    Comenzaba aludiendo a esa especie de cansancio, de agotamiento y desencanto. ¿A dónde ir? ¿A quién ir? “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados…” (Mt 11,28). Solo Jesús tiene palabras de salvación, de verdad, porque es la salvación y la verdad; solo él puede calmar la sed, porque es el agua viva.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cuál es el origen de mis cansancios y desalientos?
.- ¿Mezclo la fe con la acepción de personas?
.- ¿Siento en mi vida la acción sanadora de Jesús? ¿Siento que él abre mis oídos y mi corazón?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

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