domingo, 13 de octubre de 2019

¡FELIZ DOMINGO! 28º DEL TIEMPO ORDINARIO

  SAN LUCAS  17, 11-19.
                                                                     
Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo. “Id a presentaros a los sacerdote”.
Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?” Y le dijo: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado”.
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El relato es propio del evangelio de san Lucas y subraya, una vez más, la actitud compasiva y bienhechora de Jesús. Curiosamente se trata de un grupo “mixto” de enfermos de lepra (judíos y samaritanos). La desgracia une a quienes la ortodoxia oficial consideraba inconciliables (los judíos y los samaritanos no se relacionaban). Como ese tipo de enfermedad excluía oficialmente de la comunidad, Jesús les ordena que vayan a los sacerdotes para que, reconociendo su curación, les devuelvan a la vida social. Los enfermos, creyendo en la palabra de Jesús, aún leprosos, se ponen en camino. Al verse curados, nueve siguen adelante a oficializar su situación legal, pero uno, y samaritano, regresa para dar gracias. Jesús, que no actúa por interés pero no es indiferente a la ingratitud, alaba la actitud agradecida del samaritano, y lamenta profundamente la ingratitud de los otros nueve. Estos fueron curados de la lepra; el samaritano, ademas, es salvado.
REFLEXIÓN PASTORAL
    Dios es gratuito, no se conquista, se entrega; y su voluntad de entrega es universal. Las fronteras étnicas y político-religiosas que levantamos los hombres no llegan hasta Dios, que es Padre de todos, está sobre todos y lo transciende todo (Ef 4,6). Es el mensaje de la primera lectura. También Naamán, el sirio, experimentó la bondad de Dios, y desde esa bondad Naamán reconoció al verdadero Dios.
   Entrega y bondad que se hizo realidad plena en su Hijo, en Jesucristo -“tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito” (Jn 3,16)-, que vino para derribar el muro que separaba a los hombres, reuniendo a todos en un gran proyecto familiar -la familia de los hijos de Dios-, la iglesia (cf. Ef 2,14).
   Nada más contrario al designio de Dios que el sectarismo, la marginación o la automarginación. Y la segunda lectura nos invita a recordarlo: “Haz memoria de Jesucristo”, que asumió y prolongó en su vida el quehacer integrador del Padre, acogiendo a todos, haciendo el bien a todos y muriendo por todos, sin distinciones de credos ni culturas. Es el tema del evangelio.
    Hasta aquí una afirmación fundamental de los textos bíblicos: la salvación es una donación gratuita de Dios, es Dios que se da. Pero hay un segundo elemento a destacar: a la gratuidad corresponde la gratitud.
    ¡Dar gracias! Hoy, cuando vivimos tan apresurados; cuando parece que nunca llegaremos a tiempo; cuando nos abrimos paso en la vida a codazos, empujones y zancadillas…, no resulta fácil ni frecuente detenerse a agradecer la presencia y la obra de los otros en nuestro entorno, y ni siquiera la presencia y la obra de Dios.
    Hemos absolutizado la dimensión productiva del hombre, olvidando otras fundamentales, como la estética, la contemplativa… Hemos alterado profundamente el sentido del trabajo, hasta convertir de bendición en opresión; de medio de realización personal en instrumento despersonalizador… Nos hemos incapacitado para descubrir el bien de los otros y la parte que tienen en la construcción de nuestra vida…, por eso vivimos en frecuente tensión: olvidándonos de dar gracias a Dios y a los hombres.
   Jesús fue una persona profundamente agradecida, no se le escapaba un detalle: ni un baso de agua dado en su nombre quedará sin recompensa; por eso le apenaba profundamente la falta de gratitud: “¿No eran diez los curados?;  los otros nueve ¿dónde están?”
   María, también, fue una mujer agraciada y agradecida. Su canto es la expresión de un corazón sensible: agradece el detalle que Dios tuvo de escogerla para madre de Jesús; agradece, de antemano, la acogida que la dispensarán las generaciones futuras; agradece el que Dios tome parte por los pobres, y se declare contra los opresores poderosos… María hizo de su vida un “magnificat”, un “gracias, Señor” (cf. Lc 1,47-55).
Francisco de Asís fue otro hombre que no pasó de largo por la vida, sirviéndose de las cosas, sino que en todo momento escuchaba y agradecía la voz de Dios presente en el sol, la luna y las estrellas; en el agua y en el fuego; en la vida y en la muerte; en las aves, en los peces… y en el hombre. Por todo decía: “Loado seas, mi Señor”.
   Dar gracias es nuestra vocación. “En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios quiere de vosotros” (I Tes 5,18) exhorta san Pablo. Es nuestra tarea, pero no es una tarea fácil. Para ello hay que ser contemplativos, personas con una mirada limpia, purificada y purificadora. En no pocas ocasiones las sombras y oscuridades que percibimos en nuestro entorno no son sino la proyección de nuestra oscuridad interior. Sólo purificando la mirada hasta el grado de ver a Dios en las cosas, suceso y personas se puede reconocer su verdad íntima y última.
   Dar gracias es acoger, encarnar, interiorizar, vivenciar el don, en nuestro caso la salvación de Dios. Es un ejercicio del corazón y no sólo de los labios; es un compromiso real y no sólo un cumplido.
    La eucaristía, memorial de Cristo por excelencia, es la acción de gracias que el cristiano presenta al padre en nombre de Cristo. En Cristo, por Cristo y con Cristo agradezcamos el donde la fe, su constante presencia entre nosotros, traducida en salud, trabajo, familia, dolor (también Dios se nos manifiesta en el dolor) y que Él no clarifique y purifique la mirada para saber reconocer y agradecer su presencia entre nosotros.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué espacio ocupa en mí  la gratitud y la gratuidad?
.- ¿Hago memoria de Jesucristo en mi vida y con mi vida?
.- ¿Cómo participo en la Eucaristía, rutinaria o responsablemente?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, franciscano-capuchino.

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