San Marcos 4, 35-40.
“Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: Vamos a la otra orilla. Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron diciéndole: Maestro, ¿no te importa que nos hundamos? Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: ¡Silencio, cállate! Y el viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe? Se quedaron espantados y se decían unos a otros: ¿Pero, quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”
“Él estaba dormido”
El evangelio lo dice así: “Dejando a la gente, se lo llevaron en la barca, como estaba... Él estaba a popa, dormido sobre un cabezal”.
No soy un exégeta, pero algo de fantasía me la dio el Señor; así que imagino la escena: Jesús está en la barca, puede que rendido ya sobre aquel cabezal del que se habla después, y los discípulos están aún entretenidos con la gente; entonces él les dice: “crucemos a la orilla de enfrente”. Y así, “como estaba”, se lo llevaron en la barca.
Y el que estaba rendido cuando dice: “crucemos”, está “dormido” cuando llega el temporal.
Si pienso en Jesús “dormido”, la memoria no se queda en el lago de Galilea: va a la cruz de Jesús y al sepulcro excavado en la roca, en el que, después de descolgarlo de la cruz, el amor y la piedad pusieron el cuerpo de Jesús.
En torno al Jesús “dormido” están los discípulos, la muerte amenazante, el miedo: lo están en el mar de Galilea; lo están en torno a la cruz y al sepulcro del Señor.
En torno al Jesús “dormido” en la barca, el grito de los discípulos suena a reproche; alguien lo parafraseó así: “maestro, nos estamos ahogando; no te importa mucho, ¿verdad?” (J. Moffatt).
En torno al Jesús “dormido” en la cruz y el sepulcro, nada queda que reprocharle, porque ya no hay posibilidad alguna de que despierte para que juntos nos enfrentemos a la tempestad, a la muerte… Ya no queda esperanza: al menos eso es lo que piensan los discípulos.
En el mar de Galilea, en la cruz y en el sepulcro de Jesús, los discípulos se asomaron al misterio de la debilidad victoriosa del Señor, al misterio de la locura de la cruz, al misterio de la sabiduría de un Dios que, “dormido”, se enfrenta al poder de la muerte.
Aprendieron como niños torpes: “¿Pero quién es éste?” “Estaban de duelo y llorando… se negaron a creer… les echó en cara su incredulidad y terquedad en no creer a los que lo habían visto resucitado”. “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”
Y nosotros, desde la fe, celebramos hoy la victoria del “dormido”, porque ha calmado la tempestad que nos amenazaba, ha vencido para siempre a la muerte que nos esclavizaba: la victoria de Jesús es también nuestra victoria, pues él “nos ha hecho partícipes de su resurrección”.
Mi Dios “dormido”: “tú eres el protector, tú eres nuestro custodio y defensor; tú eres la fortaleza, tú eres el refrigerio; tú eres nuestra esperanza, tú eres nuestra fe, tú eres nuestra caridad, tú eres toda nuestra dulzura, tú eres nuestra vida eterna, grande y admirable Señor, misericordioso salvador” (San Francisco). “Tú eres nuestra victoria” San Agustín).
Mi Dios “dormido”: Dios de Jesús de Nazaret, Dios en Jesús, Dios de pobres, Dios de vencidos, Dios de la humanidad abandonada al borde de los caminos, Dios de desplazados, de rechazados, de oprimidos, Dios de prostituidos, de violados, de hijos perdidos… Tú eres su victoria… Tú eres nuestra victoria…
“Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia… Él apaciguó la tormenta en suave brisa y enmudecieron las olas del mar”…
“Dios ha visitado a su pueblo”… “ha comenzado lo nuevo”…
Dios no dormía: era el pastor y “daba su vida” por sus ovejas.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger
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