domingo, 20 de julio de 2025

¡FELIZ DOMINGO! 16º DEL TIEMPO ORDINARIO

 


San Lucas 10, 38-42.

“En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.

Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano”.

Pero el Señor le contestó: “Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; solo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”.

 

Escucha y abre la puerta

La palabra que se proclama este domingo en la asamblea eucarística, nos invita a considerar, bajo las formas venerables y casi sagradas de la hospitalidad, la relación del creyente con Dios.

Aquel día, el patriarca Abrahán, “alzó la vista y vio a tres hombre en pie frente a él”. Aquel día, al ver a aquellos hombres, el anciano Abrahán “corrió a su encuentro, y se prosternó en tierra”, como si estuviera recibiendo a Dios, y les dijo: “Señor, no pases de largo junto a tu siervo”. Aquel día, acogiendo a hombres, Abrahán acogió a Dios.

Hoy, mientras recordamos el encuentro de Dios con su siervo Abrahán, somos nosotros quienes, en la comunidad eclesial, ofrecemos hospitalidad a Dios, y somos nosotros quienes, en la comunidad eclesial, gozamos de la hospitalidad de Dios.

La fe nos ha permitido ver en el relato del libro del Génesis una prefiguración misteriosa de nuestro encuentro con el Señor; y esa misma fe nos permite ver en el relato evangélico de este domingo el anuncio profético de lo que nosotros vivimos en nuestra asamblea eucarística. El mensaje que nos deja el evangelio de este domingo, no es que un día Jesús fue bien acogido en casa de una mujer llamada Marta, y que allí esta mujer lo sirvió con generosidad, mientras su hermana María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra en actitud de discípulo. El mensaje que hoy nos deja el evangelio, es que el Señor entra en nuestra asamblea eucarística; el Señor entra en la casa de la Iglesia, en la comunidad eclesial, y la Iglesia –Marta y María- lo acoge y se pone a servirlo, incluso con el exceso de las muchas cosas; y lo escucha, sentada a los pies del Maestro, sentada en actitud de discípulo, atenta a la palabra, que le desvela el misterio del Reino de Dios.

Cuando la fe reconoce la presencia del Señor en nuestra casa, nada tienen de extraño las prisas por ofrecerle lo mejor que tenemos, y nada tienen de extraño los deseos de sentarnos a sus pies para escucharle. Cuando la fe reconoce la presencia del Señor en nuestra casa, a él le ofrecemos lo mejor de nuestra pobreza y de él recibimos lo que es propio de su riqueza. Cuando la fe reconoce la presencia del Señor en nuestra casa, a él le hacemos huésped de nuestra humilde asamblea, y él nos hace huéspedes de la casa de Dios y herederos de su gloria.

Señor, ¿cómo puedo hospedarte en mi casa? Señor ¿quién puede hospedarse en tu tienda? Pues sé que tú me recibes en tu tienda si yo te recibo en mi casa. Dame fe para que te escuche en tu palabra. Dame fe para que te reciba en la Eucaristía. Dame fe para que te reconozca y te acoja en el emigrante, en el marginado, en el enfermo, en el pobre, en el que parece perdido para todos y para sí mismo. Dame fe para que corra a tu encuentro en todos ellos, y me postre ante ellos para invitarte a ti: “Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo”. Dame fe para ver, y corazón para suplicar; dame generosidad para ofrecer, y amor para escuchar.

Aunque parezca una paradoja, los creyentes pedimos siempre la gracia de la fe, el aumento de la fe, y es como pedir que seamos creyentes de verdad, hombres y mujeres que en la Eucaristía y en la vida saben acoger a Cristo y escucharle, saben servir y amar, saben reconocer y agasajar a Cristo en los pobres y a los pobres en Cristo.

Si los pobres y Cristo son huéspedes de nuestra casa, si nos dejamos evangelizar por Cristo y por los pobres, nosotros seremos los bienaventurados que, ya desde ahora, habitamos en la casa del Señor, en la tienda de nuestro Dios.

Escucha lo que dice tu Señor: “Estoy a la puerta llamando. Si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos”. Escucha y abre.

 

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo

Arzobispo emérito de Tánger

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